Lev. 19, 1-2.11-18;
Sal. 18;
Mt. 25, 31-46
‘Seréis santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo’. Hermosa invitación que escuchamos ya desde el principio de la Cuaresma. Ser santos. Una exigencia. Una exigencia surgida desde nuestra fe en Dios. ‘Yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo’.
Es bueno que lo tengamos en cuenta desde el principio de este camino cuaresmal en el que estamos casi aún en sus inicios. Bueno, eso tiene que ser el ideal y la meta de todo creyente, en todo momento, en toda su vida. Claro que ahora, cuando estamos en este camino de renovación que es para nosotros la Cuaresma, tenemos que escucharlo con mayor intensidad y exigencia.
Seguir a Jesús, tener fe en él comporta un estilo de vida. Porque la fe tiene que envolver toda nuestra existencia. Porque la fe no son solo palabras que decimos en un momento determinado. La fe compromete todo con una congruencia grande en la vida, entre lo que creemos y lo que hacemos.
Hoy se nos dice que tenemos que ser santos. ¿Cuál es el camino que se nos propone para vivir esa santidad en la que nos asemejaremos, nos parecernos a Dios? Los mandamientos que nos desgrana el libro del Levítico van por una vida de rectitud y justicia, por una vida de respeto del nombre del Señor, pero sobre todo por una vida de amor en nuestra relación con los demás. Ni robos ni explotaciones; ni maltratos ni actos que puedan dañar a los otros ni con palabras ni con obras; ni odios ni resentimientos, sino que amarás a tu prójimo como a ti mismo.
Lo que el Levítico nos dice señalándonos lo que no tenemos que hacer, en el evangelio que hoy nos propone la liturgia se nos presenta de un modo más positivo diciendo lo que tenemos que hacer a favor de los demás pero sintiendo que se lo hacemos al Señor. Hoy nos propone Jesús la alegoría del juicio final, donde se nos va a examinar del amor. Como decía san Juan de la Cruz, y lo hemos recordado en estos días, ‘en el atardecer de la vida seremos examinados de amor’.
Muchas veces hemos escuchado y meditado estas palabras de Jesús. ‘Tuve hambre… estaba sediento… estaba desnudo… enfermo o en la cárcel… y me diste de comer… de beber… me vestiste… me visitaste…’ Siempre surge la pregunta ¿cuándo te vimos así… y te atendimos?
‘Os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis’. El Señor nos facilita las cosas dándonos motivaciones. Su mandato es el amor, pero bien sabemos que muchas veces nos cuesta amar, como hemos dicho en alguna ocasión, cuando le ponemos rostro, nombre y apellidos a ese amor. Pero, cuando en ese rostro que quizá nos cueste aceptar nosotros seamos capaces de ver el rostro de Cristo que nos está tendiendo la mano o esperando una acogida amorosa por nuestra parte, podíamos decir, que nos sentimos más motivados para hacerlo. Amamos siempre al otro, sea quien sea, siempre porque es un ser humano y es un hermano. Pero amamos al otro, sea quien sea o cueste lo que nos cueste, porque en él estamos viendo también el rostro de Cristo.
Es entonces cuando resplandecerá nuestra santidad; y nuestra santidad no es otra cosa que reflejar la santidad de Dios. Dios es el único bueno, como le dijo Jesús al joven rico, y seremos buenos y santos cuando reflejemos en nuestra vida esa bondad y esa santidad de Dios, cuando estemos dando cumplimiento a ese mandato del Señor de ser santos. Seremos santos amando con un amor como el que Dios nos tiene que a todos ama, sea quien sea.
Vayamos dando pasos, subiendo peldaños, creciendo cada día más y más en nuestro amor. Así iremos creciendo en esa santidad que el Señor nos pide, pero para que podamos realizarla El siempre nos dará su fuerza y su gracia. Pidámosla con confianza.
Parrafos sobre la santidad muy buenos en verdad.
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