Is. 55, 10-11;
Sal. 33;
Mt. 6, 7-15
Palabra y oración. Regalo de Dios. ¿No es un regalo de Dios que podamos escuchar su Palabra? ¿No es un regalo que podamos dirigirnos a El con la confianza de los hijos y gozarnos de su presencia y de su amor?
Quizá podría parecer que no sea necesario decir más. Nuestras palabras se quedan cortas ante la inmensidad de su Palabra. Y Dios nos la regala. Dios se acerca a nosotros y quiere hablarnos. Y su Palabra será siempre una palabra de amor y de vida. Una palabra de amor porque siempre nos está manifestando todo lo que es el amor de Dios. Una palabra de vida porque es siempre lo que produce en nosotros.
Nos lo decía el profeta. Una palabra que penetra en nosotros y nos transforma. Una palabra que llega a nosotros y nos llena de vida. El profeta nos habla en imágenes que son muy ricas de contenido en su sencillez. Como una lluvia que nos empapa; como una lluvia que hace fecunda la tierra y de ella brotan plantas nuevas llenas de vida y prometedoras de hermosas flores y ricos frutos.
‘Como bajan la lluvia y la nieve desde el cielo y no vuelven allá, sino después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar, para que dé semilla al sembrador y pan al que come, así mi palabra que sale de mi boca…’
Pero tiene que ser lluvia que dejemos que nos empapa, semilla que plantemos en nuestro corazón, planta que cultivemos con esmero. Es la acogida que en nuestro corazón y nuestra vida tenemos que hacer de la Palabra. La escuchamos, la acogemos en nuestro corazón convertido en tierra buena, la reflexionamos y la rumiamos masticándola una y otra vez en nuestro corazón para sacarle todo su jugo, para enriquecernos con toda su vida, para dejarnos transformar por la salvación que nos ofrece.
Y esa palabra que escuchamos nos lleva al otro regalo de Dios que es la oración. Bueno, tendríamos que decir que ya es oración esa escucha de la Palabra, porque es escuchar a Dios, es entrar en diálogo con Dios. Y es así como tiene que ser nuestra oración. Jesús nos dice cómo no debemos hacer y nos da como una plantilla de aquello que hemos de tener en cuenta siempre que nos acercamos a Dios.
Nos dice que no andemos ‘con muchas palabras como los paganos que se imaginan que por hablar mucho les harán caso’, pero nos da pautas de la sencillez y el amor con que hemos de acercanos a Dios para disfrutar de su amor de Padre, para gozarnos en su presencia y así surja de toda nuestra vida la mejor alabanza, para sentirnos comprometidos con El, en su obra, en su reino, en su amor, en ese mundo nuevo, de nuevas relaciones que tenemos que aprender a hacer.
Por ahí tenemos que empezar siempre, disfrutando y gozándonos en lo más hondo del corazón de poder llamar a Dios Padre. El nos llama hijos, nos ha hecho hijos. Cuando Jesús sintió en el Jordán la voz de Dios que le llamaba Hijo – ‘Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto’ – se marchó al desierto para durante cuarenta días seguir escuchando en su corazón y saboreandoi en el alma esa dulce voz de Dios, que era su Padre. Y nosotros lo decimos tan rápido que la miel pasa por nuestros labios y no terminamos de cogerle su sabor.
Es un regalo de Dios que así podamos dirigirnos a El, y alabarle, y buscar su voluntad, y querer realizar su Reino. ‘Santificado sea tu nombre’, le decimos. Nunca el nombre de Dios en nuestros labios para tomarlo en vano, pero la rapidez y la incosciencia con que lo mencionamos no podría asemejarse a eso. Seamos conscientes de cada palabra. Si no lo decimos sino una sola vez porque el gozo que sentimos en el alma nos hace pregustar ya la gloria y felicidad del cielo, es que lo estamos diciendo bien. Cuando saboreamos nuestro encuentro con el Señor en la oración no se nos hace una eternidad de cansancio el tiempo de oración, sino que nuestro tiempo lo convertimos en eternidad de dicha y felicidad de la que no querríamos salir nunca.
Disfrutemos de esos dos regalos de Dios: Palabra y oración. No es necesario que digamos nada más.
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