Jesucristo
Rey, una proclamación, un reconocimiento, una vida que tiene que dar la señales
de lo que es ese Reino de Dios
Daniel 7, 13-14; Sal. 92; Apocalipsis 1,
5-8; Juan 18, 33b-37
La buena noticia – el evangelio – que
Jesús proclama desde el principio es el anuncio de la llegada del Reino de
Dios; El mismo es esa buena noticia, El mismo es el evangelio. Así nos lo dice
Marcos desde el primer versículo, es esa buena noticia del Reino de Dios, que
en El se manifiesta, que en El se realiza, que El mismo viene a instituir. ¿No
será bien significativo que el ladrón arrepentido junto a su cruz esa sea su
petición que ni los mismos discípulos habían sido capaces de hacer, ‘acuérdate
de mí en tu reino’?
Justo es, entonces, que cuando llegamos
a culminar el año litúrgico, el ciclo litúrgico vengamos nosotros a proclamar
que Jesucristo es el Rey del Universo, como hoy estamos celebrando. Una fe que
tenemos que proclamar muy alto, una proclamación que tenemos que hacer no solo
con palabras sino con la vida, una vida de fe que tendrá que dar las señales
ante el mundo de lo que es y lo que significa ese Reino de Dios, teniendo muy
en cuenta lo que Jesús nos ha dicho y repetido tantas veces de cual es su
verdadero sentido.
Confieso que le tengo miedo a la
palabra, por la confusión a la que se puede prestar cuando vemos la luchas de
poder, de grandezas o de vanidad que
podemos observar en los que son los reyes o los dirigentes de nuestro mundo y
de nuestra sociedad, démosle el nombre que le queramos dar en esa nomenclatura
de los grandes y poderosos de nuestro mundo, y no quiero pensar solo en la
imagen prestada a lo largo de la historia, sino en el hoy de nuestra vida y de
nuestra sociedad. Con qué avidez se lucha por el poder, cuántas manipulaciones
y cuantas mentiras se utilizan, todo son enfrentamientos y descalificaciones,
cuántas cosas turbias se esconden tras las apariencias llenas de vanidad en los
nuevos oropeles de los que se rodean.
Por algo nos dirá Jesús, cuando se
encuentra a los discípulos discutiendo entre ellos en quien iba a ser el más
importante, que no puede ser a la manera de los reyes o dirigentes de nuestro mundo,
sino sabiéndose hacer el último y el servidor de todos, porque es ahí donde
está la verdadera grandeza. Es la respuesta que hoy le vemos dar a Pilatos
cuando le pregunta que si El es rey. Su reino no es como los reinos de este
mundo, su reino no se apoya en la violencia de los ejércitos que defienden el
poder y el dominio sobre los demás, su reino no se fundamenta en el poder
entendido como dominio y aspiraciones de grandezas, su reino tiene la humildad
y la fuerza de la verdad. ‘Para esto he nacido, para esto he venido a este
mundo, para dar testimonio de la verdad’.
Así
se presenta Jesús ante Pilatos, pero es así cómo Jesús se ha presentado en su
recorrido por los caminos y ciudades de Galilea y de toda Palestina. Así le
vemos ahora en el momento de su suprema entrega cuando sobre la cruz aparezca
el título que Pilatos incluso quiso mantener ‘Jesús Nazareno, Rey de los judíos’.
Es nuestro Rey. Y es cierto que en nuestro amor y devoción le hemos querido
vestir con ostentosos mantos y coronas en sus imágenes, pero no podemos olvidar
que El se despojó del manto para arrodillarse delante de sus discípulos para
lavarles los pies.
Creo que cuando hoy lo estamos
celebrando como rey es algo que no podemos olvidar. Le celebramos y lo
proclamamos como Rey porque nosotros queremos vivir en esos nuevos valores que
nos enseñó con su palabra y con su propia vida. Pensemos cuál es el signo de
ese Reino de Dios que tenemos que dar ante el mundo. Despojémonos también de
nuestros mantos y ciñamos una toalla a nuestra cintura.
Bajemos al barro de la vida y sepamos
ponernos de rodillas delante de los demás aunque para eso tengamos que
embarrarnos; no tengamos miedo, ese barro que nos embarra por fuera será agua
que no purifica por dentro, porque ahí está la sangre de Cristo derramada por
nosotros para purificarnos, para perdonarnos, para hacer nacer en nosotros una
vida nueva.
Reino que se manifiesta en la humildad
y la verdad, decíamos antes; sólo cuando sepamos despojarnos de los mantos de
nuestros orgullos y prestigios, de ser bien mirados o de recibir agasajos de
los demás por lo que hacemos, cuando no temamos que hablen mal de nosotros
porque con todos nos mezclamos – que a Jesús le criticaban porque comía con
publicanos y pecadores -, cuando seamos capaces de poner la otra mejilla ante
las ofensas o los insultos sabiendo dar nuestro brazo a torcer o agachar la
cabeza… estaremos dando esos signos del Reino de Dios que harán creíble nuestro
mensaje.
Muchos son los ropajes de vanidad de
los que seguimos revistiéndonos y hemos olvidado que Jesús es Rey – ‘me llamáis
el Maestro y el Señor y en verdad lo soy’, les dirá – porque se puso a
lavarles los pies y nos dijo que eso era lo que teníamos que hacernos los unos
a los otros. Son los signos y señales que tenemos que dar que Jesús es nuestro
Rey como hoy celebramos, que no son solo unos cantos o unas bonitas celebraciones.
Lo que hemos visto estos días, a partir
de la DANA de Valencia, en tanta gente que fue a embarrarse para ayudar, ¿no
puede ser un signo de lo que nosotros por nuestra fe estamos obligados a hacer?
No esperemos a ocasiones tan espectaculares, porque tenemos que aprender a
hacerlo en el día a día en nuestro encuentro con los que nos rodean.
No hay comentarios:
Publicar un comentario