¿Quién soy yo para que me visite el Señor con su salvación?
Miqueas, 5, 1-4; Sal. 79; Hebreos, 10, 5-10; Lc. 1, 39-45
‘¿Quién soy yo para
que me visite la madre de mi Señor?’,
exclamó Isabel al saludo de María que venía de la lejana Galilea. Hemos tenido
ocasión de reflexionar en estos últimos días sobre esta escena de la visita de
María a su prima Isabel. Cuando nos encontramos en el cuarto domingo de
Adviento, ya a las puertas de la nochebuena, la fiesta del nacimiento del Señor,
queremos de mano de María y - ¿por qué no? - contemplando la fe de Isabel que
está llena también del Espíritu Santo completar nuestra preparación para
celebrar con toda hondura el Misterio de la Navidad.
También nosotros podemos preguntarnos en este momento,
¿quién soy yo para que venga a mi encuentro el Señor con su salvación?
Necesitamos de una dosis grande de humildad, como hemos venido reflexionando a
lo largo de todo el Adviento, para reconocer cuán necesitados - valga la
redundancia - estamos de la salvación que el Señor viene a ofrecernos. Es una
gracia del Señor que no merecemos, un don, un regalo del Señor. Pero es que
solo Cristo puede ofrecernos la salvación. No hay ningún otro nombre, ni en el
cielo ni en la tierra, que pueda darnos la salvación.
Necesitamos de esa humildad y necesitamos fortalecer
nuestra fe. Para ello, como María y como Isabel, hemos de dejarnos conducir por
el Espíritu de Dios. Isabel, llena del Espíritu Santo, tuvo ojos de fe para
reconocer quien venía hasta ella, para reconocer movida por ese mismo Espíritu
que María era la madre del Señor. Con María estaba llegando Dios de manera
especial a aquel hogar de la montaña; María estaba llena de Dios, llena de
gracia, llevaba en sus entrañas al Hijo de Dios que se encarnaba para ser
nuestro Emmanuel, para ser para siempre Dios con nosotros. Isabel tuvo ojos de
fe para descubrir lo que ningún humano le podía manifestar, porque supo
escuchar en su corazón la voz del Espíritu que le revelaba aquel misterio de
salvación.
¿Quién soy yo…? seguimos preguntándonos para merecer
esa visita del Señor a nuestra vida. Pero Dios quiere llegar hasta nosotros,
quiere hacerse presente en nuestra vida - ese es el estilo de su amor - y hemos
de saber descubrir las señales de su presencia dejándonos conducir por el
Espíritu. De muchas maneras, en muchos acontecimientos, en tantas personas que
de una forma u otra llegan a nuestro lado o pasan junto a nosotros está
llegando Dios en estos días a nuestra vida. Hemos de saber descubrirlo. Hemos
de abrir los ojos de la fe.
¿Quién podía imaginar que en aquella muchachita
jovencita llegaba Dios a la casa de Isabel y Zacarías en la montaña? ¿quién
podría imaginar más tarde - y esto nos vale mucho a nosotros en estas vísperas
de la navidad - que en aquel matrimonio joven que venía desde el lejano Nazaret
y pasaba por la posada o por las puertas de Belén buscando donde cobijarse
llegaba Dios para ser Emmanuel en medio de nosotros los hombres? Algunos
cerraron las puertas o no tenían sitio para ellos, pero dichoso quien compasivo
quizá les dirigió a aquel establo de los alrededores de Belén para que allí
pudieran cobijarse. Y allí nació Dios hecho hombre.
Alguien puede llegar a nuestra puerta en estos días, algún
acontecimiento puede suceder a nuestro lado o en nuestro mundo, alguna señal querrá
poner el Señor junto a nosotros de su presencia; quizá en un problema, un
dolor, un sufrimiento, una alegría… pero sepamos abrir los ojos para sintonizar
con esas señales de Dios y no cerremos las puertas a Jesús que viene porque
quiere nacer en nuestro corazón, quiere nacer y reinar en nuestra vida. Ya
sabemos bien, Jesús nos lo enseña en el evangelio, en quienes quiere Jesús que
le veamos a El y le acojamos.
Podemos fijarnos en la actitud de María que como buena
mujer y madre lo normal hubiera sido que tras el anuncio del ángel de su divina
maternidad hubiera comenzado a cuidarse y a preparar la llegada del hijo que
iba a nacer de sus entrañas. Cuántas cosas preparan las madres para el
nacimiento de su hijo y cómo se preparan ellas también. Pero ¿qué hizo María?
¿cuál, podríamos decir, fue la preparación que realizó? Marchar presurosa hasta
la montaña porque allí estaba quien necesitaba su ayuda, a quien ella podía
servir y fue desde el amor y en el amor cómo ella supo acoger al Dios que
llevaba en sus entrañas para hacerse hombre y esas fueron las pautas de su
preparación.
‘Dichosa tú porque has
creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá’, fue la alabanza de su prima Isabel.
Dichosa María por su fe, esa fe que ella plantaba en lo hondo de su corazón
pero envolvía y empapaba totalmente su vida. Dichosa María por su fe, porque se
cumplían las promesas del Señor. Dichosa porque con el sí de su fe ella
colaboró desinteresada y generosamente con el plan de Dios, que eran planes de
amor y de salvación. Dios quiso contar con ella y allí está la disponibilidad y
la generosidad de su fe que se transforma en obras de amor. Se puso en camino,
fue aprisa allí donde ella podía manifestar su amor, y así llevó a Dios también
hasta aquel hogar de la montaña.
Dichosos tenemos que sentirnos nosotros, sí, por
nuestra fe. También queremos hacer el obsequio de nuestra fe y de nuestro amor.
Dichosos porque tenemos la certeza del Señor que viene a nosotros con su
salvación. Se cumplen todas las promesas de Dios. Lo anunciado ya en aquella
primera página de la historia allá en el jardín del Edén tras el pecado de Adán
ahora tiene su cumplimiento. Va a nacer de la mujer, de la nueva Eva, aquel que
va a escachar la cabeza del maligno porque con su vida y con su muerte se va a
realizar la obra de la redención.
Dichosos nosotros si ponemos toda nuestra fe en el
Señor que viene a nuestra vida y con su salvación va a hacer un mundo nuevo.
Dichosos nosotros si poniendo toda nuestra fe en el Señor nos dejamos conducir,
prestamos nuestra generosa disponibilidad y colaboración para que se cumplan
las promesas del Señor y podamos hacer más presente el Reino de Dios en nuestra
vida y nuestro mundo. Creemos, sí, en Jesús que es nuestro salvador, y creemos
en su victoria sobre el mal, y creemos en ese mundo de justicia y de verdad, de
paz y de amor que podemos realizar con la fuerza del Señor.
Dichosos cuantos llenan de sentido y de valor sus vidas
con la fe. Dichosos si con fe y con nos acercamos al misterio de la Navidad y
sabemos descubrir a Dios que nos sale al encuentro en nuestra vida. Llenos de
dicha y de alegría honda nos acercamos al misterio; llenos de dicha y de
alegría abrimos los ojos de nuestro amor para descubrir, para reconocer y para
acoger al Señor que llega a nosotros. Estemos atentos, tengamos prontitud en el
corazón y diligencia con las obras de nuestro amor para acoger al Señor que
llega y que encuentre sitio en la posada de nuestro corazón.
Que desde lo hondo del corazón con fe seamos capaces de
decir: ‘Aquí estoy, Señor, para hacer tu
voluntad’. Esa obediencia de la fe, esa generosidad que pone la fe en
nuestro corazón sea la cuna en que recibamos a Jesús.
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