Un amor comprensivo y respetuoso, delicado y humilde, que busque el bien y que ayude a corregirse y superarse al hermano
Ez. 33, 7-9; Sal. 94; Rm. 13, 8-10; Mt. 18, 15-20
‘A nadie le
debáis nada más que amor…’ nos dice san Pablo hoy. Para
pensar. Sí, es necesario detenerse un poco a pensar, a reflexionar, a saborear
lo que el Señor quiere trasmitirnos. Cuando nos acercamos a la Palabra de Dios
y queremos escucharla de verdad para plantarla en nuestro corazón y en nuestra
vida no podemos venir con prisas. Hemos de tratar de serenarnos dentro de
nosotros mismos olvidando prisas y agobios para poder saborear bien toda la
riqueza que nos ofrece la Palabra de Dios. Además la Palabra del Señor siempre
llena de paz nuestro corazón. Demasiado corremos en la vida y así tenemos el
peligro de caer fácilmente por la pendiente de las superficialidades.
¿Cuáles
son nuestras deudas?, quizá tendríamos que preguntarnos. ¿Qué es lo que
realmente nos debemos los unos a los otros? Algunas veces tenemos excesivamente
marcada nuestra vida o nuestras mutuas relaciones por demasiadas cosas negativas.
Guardamos demasiadas cosas en el corazón que nos hacen daño. Y con ello hacemos
daño a los demás y nos hacemos daño a nosotros mismos. Tendríamos que guardar
lo bueno, buscar lo bueno, ser capaces de ver siempre lo bueno de los otros,
pero ya sabemos cómo somos.
Ahora nos
dice el apóstol que ‘A nadie le debáis nada más que amor…’ ¿Qué significa esa deuda de
amor? A continuación nos dice ‘porque el
que ama tiene cumplido el resto de la ley’, para que así comprendamos mejor
lo que nos puede llevar a una plenitud de vida.
Todo
tenemos que centrarlo en el amor. Es la base de nuestra vida, de nuestras
relaciones con los demás, del cumplimiento de nuestras responsabilidades y
obligaciones, de todo lo que hagamos. Es en verdad lo que tendría que dar
sentido a toda nuestra vida. Amando seremos en verdad felices y haremos felices
a los que amamos. Amando de verdad estaremos haciendo un mundo mejor, porque el
amor hará desaparecer todas las sombras de los odios y de los egoísmos, de los
orgullos y de los recelos, nos haría mirarnos de una manera más luminosa y
aprenderíamos de verdad a aceptarnos y a convivir, a caminar juntos y a ser
solidarios, a ayudarnos y a hacernos mejores. Como terminaba diciendo el
apóstol en el texto de hoy ‘uno que ama a
su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera’.
En el
salmo fuimos repitiendo haciéndolo oración
‘ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: no endurezcáis vuestro corazón’. Que
sea nuestra súplica de verdad y seamos capaces de abrir bien nuestro corazón y
nuestra vida toda al Señor y a su palabra.
Cuántas
veces nos sucede que tenemos claro delante de nosotros lo que el Señor nos dice
o nos pide, pero nos cuesta escucharlo y entenderlo quizá por aquellas cosas
negativas de las que hemos llenado nuestra vida, como decíamos antes. Se nos
endurece el corazón. Se hace como una costra impenetrable que no deja que
llegue a nosotros esa luz de su gracia. Y en este tema del mandamiento del amor
que el Señor nos dejó como su único y principal mandamiento andamos demasiado
con los oídos cerrados y cegados. Sabemos cuál es el camino pero no hacemos
sino poner pegas y siempre decimos que no amamos como tendríamos que amar por
culpa del otro. Cuántas disculpas nos buscamos.
El amor es
el color que debe impregnar nuestra vida, todo lo que hagamos. Será el amor lo
que nos motive en nuestras relaciones fraternas y nos ayude siempre a buscar el
bien de los demás, que no solo es no hacerle daño, sino positivamente buscar lo
bueno; es lo bueno que nosotros podemos ofrecerle desde nuestro propio amor lleno
de delicadeza, pero lo bueno que queremos que resplandezca también en su vida
poniendo siempre delante el respeto y la comprensión. Es a lo que tenemos que
ayudarle también en nombre de ese amor que da color y calor a nuestra vida.
Hoy el
evangelio nos habla de esa unidad y comunión en el amor que entre todos ha de
haber y que se convierte en signo de la presencia del Señor en medio de
nosotros; nos da la seguridad de que el Señor está con nosotros si así
permanecemos unidos en el amor. ‘Porque
donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos’,
nos dice. Cuando estamos unidos en el amor estamos unidos en el nombre del
Señor. Unión que dará fortaleza y profundidad también a nuestra oración, porque
en una oración hecha así tenemos la seguridad de que el Padre del cielo nos
escuchará.
Y nos
habla también, como una consecuencia de ese amor, de la corrección fraterna,
algo muy importante porque todos somos pecadores y estamos sujetos a
debilidades y fallos, de lo que mutuamente hemos de corregirnos, ayudarnos para
superar esas limitaciones de nuestra vida; nos da las pautas por los que hemos
de guiarnos cuando queremos ayudar al otro en este sentido.
Siempre
guiados por el amor y son suma delicadeza; nunca la corrección se puede convertir
en un juicio ni en una condena; siempre tenemos que tener una capacidad muy
grande de comprensión y respeto; siempre desde un espíritu de humildad sabiendo
y reconociendo que también nosotros somos pecadores; siempre con la fortaleza
del Señor que estará con nosotros inspirados por su Espíritu para encontrar la
mejor manera.
No es
fácil, hemos de reconocer, pero el amor que le tenemos al hermano quiere
siempre lo mejor y sabremos encontrar la
mejor forma de hacerlo. No podemos ir nunca a corregir al hermano desde
unas posturas de superioridad ni con actitudes soberbias. Es el amor el que
tiene que guiarnos, y cuando hay amor de verdad, brillará enseguida la delicadeza
y florecerá la humildad.
Es la
delicadeza con la que mutuamente hemos de tratarnos siempre para sabernos
ayudar a salir de las malas situaciones a las que nos lleven nuestros fallos
pero también para ser comprensivos y acogedores con el hermano que falla -
también nosotros fallamos -, siendo capaces de ofrecer también siempre un
perdón generoso. Y es la delicadeza y el amor de la comunidad para con el
hermano que yerra, al que siempre tiene que buscar para ayudar y no para
condenar. Cuánto nos hacen falta estas actitudes acogedoras y comprensivas,
llenas de amor y de humildad para los hermanos que yerran, porque será siempre
la mejor manera de ganarlos para los caminos del bien.
Era el
sentido también de lo escuchado al profeta en la primera lectura. Una imagen
muy expresiva la que emplea el profeta, el centinela que está en la atalaya
vigilante y que ha de dar aviso del peligro. ‘A ti hijo de Adán, te he
puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les
darás la alarma de mi parte, poniendo en guardia al malvado para que cambie de
conducta’.
Que el Señor nos llene de su Espíritu de amor que impregne totalmente
nuestra vida. Que siempre sea el amor el que inspire y mueva cuanto hacemos.
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