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domingo, 7 de septiembre de 2014

Un amor comprensivo y respetuoso, delicado y humilde, que busque el bien y que ayude a corregirse y superarse al hermano


Un amor comprensivo y respetuoso, delicado y humilde, que busque el bien y que ayude a corregirse y superarse al hermano

Ez. 33, 7-9; Sal. 94; Rm. 13, 8-10; Mt. 18, 15-20
 ‘A nadie le debáis nada más que amor…’ nos dice san Pablo hoy. Para pensar. Sí, es necesario detenerse un poco a pensar, a reflexionar, a saborear lo que el Señor quiere trasmitirnos. Cuando nos acercamos a la Palabra de Dios y queremos escucharla de verdad para plantarla en nuestro corazón y en nuestra vida no podemos venir con prisas. Hemos de tratar de serenarnos dentro de nosotros mismos olvidando prisas y agobios para poder saborear bien toda la riqueza que nos ofrece la Palabra de Dios. Además la Palabra del Señor siempre llena de paz nuestro corazón. Demasiado corremos en la vida y así tenemos el peligro de caer fácilmente por la pendiente de las superficialidades.
¿Cuáles son nuestras deudas?, quizá tendríamos que preguntarnos. ¿Qué es lo que realmente nos debemos los unos a los otros? Algunas veces tenemos excesivamente marcada nuestra vida o nuestras mutuas relaciones por demasiadas cosas negativas. Guardamos demasiadas cosas en el corazón que nos hacen daño. Y con ello hacemos daño a los demás y nos hacemos daño a nosotros mismos. Tendríamos que guardar lo bueno, buscar lo bueno, ser capaces de ver siempre lo bueno de los otros, pero ya sabemos cómo somos.
Ahora nos dice el apóstol que  ‘A nadie le debáis nada más que amor…’ ¿Qué significa esa deuda de amor? A continuación nos dice ‘porque el que ama tiene cumplido el resto de la ley’, para que así comprendamos mejor lo que nos puede llevar a una plenitud de vida.
Todo tenemos que centrarlo en el amor. Es la base de nuestra vida, de nuestras relaciones con los demás, del cumplimiento de nuestras responsabilidades y obligaciones, de todo lo que hagamos. Es en verdad lo que tendría que dar sentido a toda nuestra vida. Amando seremos en verdad felices y haremos felices a los que amamos. Amando de verdad estaremos haciendo un mundo mejor, porque el amor hará desaparecer todas las sombras de los odios y de los egoísmos, de los orgullos y de los recelos, nos haría mirarnos de una manera más luminosa y aprenderíamos de verdad a aceptarnos y a convivir, a caminar juntos y a ser solidarios, a ayudarnos y a hacernos mejores. Como terminaba diciendo el apóstol en el texto de hoy ‘uno que ama a su prójimo no le hace daño; por eso amar es cumplir la ley entera’.
En el salmo fuimos repitiendo haciéndolo oración ‘ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: no endurezcáis vuestro corazón’. Que sea nuestra súplica de verdad y seamos capaces de abrir bien nuestro corazón y nuestra vida toda al Señor y a su palabra.
Cuántas veces nos sucede que tenemos claro delante de nosotros lo que el Señor nos dice o nos pide, pero nos cuesta escucharlo y entenderlo quizá por aquellas cosas negativas de las que hemos llenado nuestra vida, como decíamos antes. Se nos endurece el corazón. Se hace como una costra impenetrable que no deja que llegue a nosotros esa luz de su gracia. Y en este tema del mandamiento del amor que el Señor nos dejó como su único y principal mandamiento andamos demasiado con los oídos cerrados y cegados. Sabemos cuál es el camino pero no hacemos sino poner pegas y siempre decimos que no amamos como tendríamos que amar por culpa del otro. Cuántas disculpas nos buscamos.
El amor es el color que debe impregnar nuestra vida, todo lo que hagamos. Será el amor lo que nos motive en nuestras relaciones fraternas y nos ayude siempre a buscar el bien de los demás, que no solo es no hacerle daño, sino positivamente buscar lo bueno; es lo bueno que nosotros podemos ofrecerle desde nuestro propio amor lleno de delicadeza, pero lo bueno que queremos que resplandezca también en su vida poniendo siempre delante el respeto y la comprensión. Es a lo que tenemos que ayudarle también en nombre de ese amor que da color y calor a nuestra vida.
Hoy el evangelio nos habla de esa unidad y comunión en el amor que entre todos ha de haber y que se convierte en signo de la presencia del Señor en medio de nosotros; nos da la seguridad de que el Señor está con nosotros si así permanecemos unidos en el amor. ‘Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos’, nos dice. Cuando estamos unidos en el amor estamos unidos en el nombre del Señor. Unión que dará fortaleza y profundidad también a nuestra oración, porque en una oración hecha así tenemos la seguridad de que el Padre del cielo nos escuchará.
Y nos habla también, como una consecuencia de ese amor, de la corrección fraterna, algo muy importante porque todos somos pecadores y estamos sujetos a debilidades y fallos, de lo que mutuamente hemos de corregirnos, ayudarnos para superar esas limitaciones de nuestra vida; nos da las pautas por los que hemos de guiarnos cuando queremos ayudar al otro en este sentido.
Siempre guiados por el amor y son suma delicadeza; nunca la corrección se puede convertir en un juicio ni en una condena; siempre tenemos que tener una capacidad muy grande de comprensión y respeto; siempre desde un espíritu de humildad sabiendo y reconociendo que también nosotros somos pecadores; siempre con la fortaleza del Señor que estará con nosotros inspirados por su Espíritu para encontrar la mejor manera.
No es fácil, hemos de reconocer, pero el amor que le tenemos al hermano quiere siempre lo mejor y sabremos encontrar la  mejor forma de hacerlo. No podemos ir nunca a corregir al hermano desde unas posturas de superioridad ni con actitudes soberbias. Es el amor el que tiene que guiarnos, y cuando hay amor de verdad, brillará enseguida la delicadeza y florecerá la humildad.
Es la delicadeza con la que mutuamente hemos de tratarnos siempre para sabernos ayudar a salir de las malas situaciones a las que nos lleven nuestros fallos pero también para ser comprensivos y acogedores con el hermano que falla - también nosotros fallamos -, siendo capaces de ofrecer también siempre un perdón generoso. Y es la delicadeza y el amor de la comunidad para con el hermano que yerra, al que siempre tiene que buscar para ayudar y no para condenar. Cuánto nos hacen falta estas actitudes acogedoras y comprensivas, llenas de amor y de humildad para los hermanos que yerran, porque será siempre la mejor manera de ganarlos para los caminos del bien.
Era el sentido también de lo escuchado al profeta en la primera lectura. Una imagen muy expresiva la que emplea el profeta, el centinela que está en la atalaya vigilante y que ha de dar aviso del peligro. ‘A ti hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la casa de Israel; cuando escuches palabra de mi boca, les darás la alarma de mi parte, poniendo en guardia al malvado para que cambie de conducta’.
Que el Señor nos llene de su Espíritu de amor que impregne totalmente nuestra vida. Que siempre sea el amor el que inspire y mueva cuanto hacemos. 

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