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viernes, 30 de agosto de 2013

Nos lamentamos porque no teníamos las lámparas encendidas…

1Tes. 4, 1-8; Sal. 96; Mt. 25, 1-13
Con qué sensación de desconcierto y hasta de ridículo se queda uno cuando pudo haber conseguido algo, pero por un descuido, por no haberse esforzado lo suficiente quizá, o por alguna otra razón de la que uno se siente culpable, no lo ha conseguido, se ha quedado a las puertas, como se suele decir, con la miel en los labios.
Nos sucede en muchas situaciones de la vida; un examen que pudimos aprobar si hubiéramos aprovechado más el tiempo que tenemos conciencia de que lo perdimos sin ninguna justificación; una meta en algo, ya sea en lo deportivo o ya sea en la carrera de la vida, que no pudimos alcanzar porque preferimos la vida fácil y sin complicaciones y no nos preparamos lo suficiente.
Luego vienen los lamentos y los llantos, echándonos veinte mil culpas cuando ya no tenemos remedio; pudimos haberlo conseguido y no lo logramos; y vienen los propósitos, eso no me volverá a pasar, ya aprendí la lección, pero quizá los errores se siguen repitiendo porque seguimos en nuestro tren de la comodidad y del mínimo esfuerzo.
¿Nos estará reflejando esto, situaciones así, la parábola que acabamos de escuchar? Bien entendemos que la parábola es una bonito lección para muchas situaciones, también en el lado más humano de la vida, por las que podemos pasar. Pero nos está hablando también de nuestra salvación eterna, de nuestra pertenencia y vivencia del Reino de los cielos.
Unas jóvenes, diez doncellas, que lo que tenían que hacer era esperar al novio que llegaba para la boda, pero teniendo bien preparadas las lámparas con las que se iba a iluminar el camino de llegada y se iba a adornar la sala del banquete. Pero ya escuchamos, unas cuantas no fueron lo suficientemente sensatas y no tenían aderezadas debidamente sus lámparas porque no tenían suficiente aceite, combustible, para que las lámparas permanecieran encendidas. Y la puerta se les cerró en sus narices, hablando vulgarmente, y cuando debían de estar dentro en el banquete de bodas, se tuvieron que quedar fuera, por no mantener encendidas sus lámparas. ¿Cómo se sentirían? ¿frustradas? ¿desconcertadas? ¿tirándose de los pelos, como se suele decir? ¿echándose mil culpas por no haber sido previsoras? Pero se quedaron fuera.
Viene el Señor a nuestra vida, y podemos pensar en el momento final de nuestra existencia que nunca sabemos cuando va a suceder; pero viene el Señor a nuestra vida y en cada momento y cualquier situación que vivamos si lo hacemos con fe tendríamos que sentir su presencia. ¿Cómo estamos preparados para ese momento final? ¿cómo está de ardiente nuestra fe para saber descubrir la presencia del Señor que llega a nuestra vida con su gracia?
En muchas ocasiones vivimos adormilados. ‘El esposo tardaba y les entró sueño a todas’, que decía la parábola. Vivimos entretenidos en nuestra vida con nuestras cosas, con nuestras preocupaciones, con la lucha de cada día y no pensamos en esa presencia del Señor que llega a nosotros; ya tendremos tiempo de pensar en ello en otro momento, nos decimos; ahora nos preocupan más otras cosas y las expresiones religiosas y de fe las dejamos para otro momento.
Nos hemos propuesto quizá en la vida irnos superando en muchas cosas en esa tarea ascética de ir purificándonos, creciendo espiritualmente, sintiéndonos fuertes frente a las tentaciones que nos pueden venir porque queremos ser mejores, comportarnos más como cristianos; y quizá nos creemos fuertes, pensamos que ahora no nos va a venir la tentación, dejamos para otro rato ese momento de oración donde sentiríamos esa fuerza del Señor y cuando menos lo pensemos nos encontramos con la prueba y la tentación, y nos dejamos arrastrar, y retrocedemos lo que habíamos avanzado en ese camino de superación porque volvimos con nuestro pecado.
Nos hace falta tener la lámpara encendida y el suficiente aceite que nos alimente en la oración, en la frecuencia de sacramentos, en la reflexión que nos hagamos sobre nuestra vida, en la escucha allá en lo hondo del corazón de la Palabra del Señor. El Señor nos llama, quiere hacerse presente en nuestra vida, tenemos que estar con la fe despierta y el espíritu bien dispuesto.
Luego nos sentimos mal, porque podíamos haber hecho y no hicimos, por desgana o por rutina dejamos de hacer aquella oración de cada día; teníamos en nuestra mano la gracia del Señor pero andábamos preocupados más por otras cosas. Y luego también vienen las lamentaciones, los arrepentimientos y los propósitos. Y el Señor sigue esperándonos, sigue contando con nosotros, sigue regalándonos su gracia. No la echemos en saco roto porque El siempre quiere reconocernos, porque El siempre nos ama con amor eterno.

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