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jueves, 29 de agosto de 2013

Como el Bautista, mártir de la verdad y de la justicia, luchemos valerosamente por la confesión de nuestra fe

Jer. 1, 17-19; Sal. 70; Mc. 6, 17-29
‘Cíñete los lomos, ponte en pie y diles lo que yo te mando. No les tengas miedo… frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y a la gente del campo… no te podrán, yo estoy contigo para librarte’. Fue lo que escuchó un día el profeta Jeremías, aquel que había sido escogido desde el seno materno como profeta de las naciones.
Es lo que ahora realizó también aquel que había nacido para ser profeta del Altísimo, que había sido consagrado ya en el seno de su madre en la visita de María a su prima Isabel cuando la criatura saltó de alegría en su vientre, y a quien hoy vemos y celebramos no solo como Precursor del Nacimiento de Jesús sino también de su muerte siendo mártir de la verdad y de la justicia, como lo llama la liturgia en esta fiesta.
Preparando los caminos del Señor había administrado un bautismo de agua que purificara las conciencias de quienes se preparaban para la llegada del Mesías, pero había anunciado a quien vendría a bautizar con Espíritu Santo y fuego. A Juan no se le había preguntado, como luego se haría con los discípulos que querían ocupar primeros puestos, si estaba dispuesto a ser bautizado en un bautismo como el de Jesús, pero había pasado también por ese bautismo de sangre como testigo de la verdad y de la justicia. Había sabido hacerse el último y el servidor de todos. ‘El tiene que crecer y yo tengo que menguar’, había dicho dando paso a Jesús.
Es lo que hoy estamos celebrando, el martirio de Juan Bautista. Ya hemos escuchado el relato del evangelio donde le vemos como ese profeta de la verdad y de la justicia sin temor ante reyes y príncipes denunciando el mal como una invitación a la conversión. No había sido escuchado, aunque Herodes dijera que respetara a Juan porque sabía que era un hombre honrado y santo, pero sí se le había querido hacer callar para siempre decapitando su cabeza, pero su martirio sería supremo y permanente testimonio de esa verdad y de esa justicia que proclamara, no solo con su palabra sino ahora también con el martirio de su vida.
Hay una hermosa y permanente lección para nosotros en esta celebración y en la Palabra que nos ha sido proclamada. No vamos a detenernos hoy, como quizá muchas veces hemos hecho al reflexionar sobre este texto, en las negruras de las cobardías y los respetos humanos que desencadenan como en cascada un torbellino de injusticia y de muerte. Queremos más bien fijarnos en ese testimonio permanente de luz y de vida que se  nos ofrece desde la voz valiente del Bautista y esa fidelidad hasta el final a la verdad y a la justicia que podemos contemplar en la figura de Juan. ‘El dio su sangre como supremo testimonio del nombre de Cristo’, proclamamos en la acción de gracias del prefacio de este día.
Frente a las oscuridades que se nos meten en el alma con tantos temores el testimonio del Bautista nos enseña y nos estimula a esa valentía que tenemos que manifestar como creyentes en Jesús frente a un mundo que trata de ocultar de la forma que sea el nombre de Jesús y los valores del evangelio. Que por la intercesión de Juan Bautista, que murió mártir de la verdad y la justicia, pedíamos en la oración litúrgica, luchemos nosotros valerosamente por la confesión de nuestra fe.
Una confesión de nuestra fe que no nos hemos de reducir a proclamar entre los que ya tenemos esa misma fe en nuestras celebraciones litúrgicas dentro de la Iglesia, sino que hemos de proclamar fuera, ante el mundo muchas veces indiferente y otras hostil, con nuestra palabra y con el testimonio de nuestra vida. Algunas veces somos temerosos, pero escuchamos lo que nos decía el Señor por el profeta: ‘No les tengas miedo, que si no yo te meteré miedo de ellos… lucharán contra ti pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte’.
Si el Señor está con nosotros, ¿a quién hemos de temer? Si el Espíritu Santo fortalece nuestra vida, ¿por qué nos vamos a acobardar? No hemos de temer. De nosotros es el Reino de los cielos. Recordemos la bienaventuranza como lo hacíamos con el aleluya del Evangelio: ‘Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos’.

Creo que ésta tendría que ser la gran lección y el gran mensaje que recibiéramos en este día. Hemos de ser valientes para salir al mundo, aunque nos sea hostil, a hacer ese anuncio del nombre de Jesús como nuestro único Salvador. Que la intercesión de san Juan Bautista nos alcance esa valentía para el testimonio de nuestra fe. Que no temamos el pasar nosotros también por ese Bautismo del testimonio hasta en los momentos más dificiles que nos hace unirnos con la pasión y muerte de Jesús para vivir en plenitud su pascua. 

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