Como el Bautista, mártir de la verdad y de la justicia, luchemos valerosamente por la confesión de nuestra fe
Jer. 1, 17-19; Sal. 70; Mc. 6, 17-29
‘Cíñete los lomos,
ponte en pie y diles lo que yo te mando. No les tengas miedo… frente a los
reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y a la gente del campo… no
te podrán, yo estoy contigo para librarte’. Fue lo que escuchó un día el profeta Jeremías, aquel
que había sido escogido desde el seno materno como profeta de las naciones.
Es lo que ahora realizó también aquel que había nacido
para ser profeta del Altísimo, que había sido consagrado ya en el seno de su
madre en la visita de María a su prima Isabel cuando la criatura saltó de
alegría en su vientre, y a quien hoy vemos y celebramos no solo como Precursor
del Nacimiento de Jesús sino también de su muerte siendo mártir de la verdad y
de la justicia, como lo llama la liturgia en esta fiesta.
Preparando los caminos del Señor había administrado un
bautismo de agua que purificara las conciencias de quienes se preparaban para
la llegada del Mesías, pero había anunciado a quien vendría a bautizar con
Espíritu Santo y fuego. A Juan no se le había preguntado, como luego se haría
con los discípulos que querían ocupar primeros puestos, si estaba dispuesto a ser
bautizado en un bautismo como el de Jesús, pero había pasado también por ese
bautismo de sangre como testigo de la verdad y de la justicia. Había sabido
hacerse el último y el servidor de todos. ‘El
tiene que crecer y yo tengo que menguar’, había dicho dando paso a Jesús.
Es lo que hoy estamos celebrando, el martirio de Juan
Bautista. Ya hemos escuchado el relato del evangelio donde le vemos como ese
profeta de la verdad y de la justicia sin temor ante reyes y príncipes
denunciando el mal como una invitación a la conversión. No había sido
escuchado, aunque Herodes dijera que respetara a Juan porque sabía que era un hombre honrado y santo, pero sí se le
había querido hacer callar para siempre decapitando su cabeza, pero su martirio
sería supremo y permanente testimonio de esa verdad y de esa justicia que
proclamara, no solo con su palabra sino ahora también con el martirio de su
vida.
Hay una hermosa y permanente lección para nosotros en
esta celebración y en la Palabra que nos ha sido proclamada. No vamos a
detenernos hoy, como quizá muchas veces hemos hecho al reflexionar sobre este
texto, en las negruras de las cobardías y los respetos humanos que desencadenan
como en cascada un torbellino de injusticia y de muerte. Queremos más bien
fijarnos en ese testimonio permanente de luz y de vida que se nos ofrece desde la voz valiente del Bautista
y esa fidelidad hasta el final a la verdad y a la justicia que podemos
contemplar en la figura de Juan. ‘El dio
su sangre como supremo testimonio del nombre de Cristo’, proclamamos en la
acción de gracias del prefacio de este día.
Frente a las oscuridades que se nos meten en el alma
con tantos temores el testimonio del Bautista nos enseña y nos estimula a esa
valentía que tenemos que manifestar como creyentes en Jesús frente a un mundo
que trata de ocultar de la forma que sea el nombre de Jesús y los valores del
evangelio. Que por la intercesión de Juan Bautista, que murió mártir de la verdad y la justicia, pedíamos en la oración
litúrgica, luchemos nosotros valerosamente
por la confesión de nuestra fe.
Una confesión de nuestra fe que no nos hemos de reducir
a proclamar entre los que ya tenemos esa misma fe en nuestras celebraciones
litúrgicas dentro de la Iglesia, sino que hemos de proclamar fuera, ante el
mundo muchas veces indiferente y otras hostil, con nuestra palabra y con el
testimonio de nuestra vida. Algunas veces somos temerosos, pero escuchamos lo
que nos decía el Señor por el profeta: ‘No
les tengas miedo, que si no yo te meteré miedo de ellos… lucharán contra ti
pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte’.
Si el Señor está con nosotros, ¿a quién hemos de temer?
Si el Espíritu Santo fortalece nuestra vida, ¿por qué nos vamos a acobardar? No
hemos de temer. De nosotros es el Reino de los cielos. Recordemos la
bienaventuranza como lo hacíamos con el aleluya del Evangelio: ‘Dichosos los perseguidos por causa de la
justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos’.
Creo que ésta tendría que ser la gran lección y el gran
mensaje que recibiéramos en este día. Hemos de ser valientes para salir al
mundo, aunque nos sea hostil, a hacer ese anuncio del nombre de Jesús como
nuestro único Salvador. Que la intercesión de san Juan Bautista nos alcance esa
valentía para el testimonio de nuestra fe. Que no temamos el pasar nosotros
también por ese Bautismo del testimonio hasta en los momentos más dificiles que
nos hace unirnos con la pasión y muerte de Jesús para vivir en plenitud su
pascua.
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