Siempre hay en el fondo del corazón del hombre sed de Dios
1Jn. 4, 7-16; Sal. 88; Mt. 23, 8-12
‘Renueva en tu Iglesia el Espíritu que
infundiste en tu obispo San Agustín’.
Así hemos pedido en la oración de la liturgia de este día de san Agustín. Que
tengamos en verdad sed de Dios, fuente de la verdadera sabiduría, como lo tenía
san Agustín y así llenemos nuestro corazón del amor verdadero, del amor de Dios.
En el fondo del corazón del hombre siempre hay sed de
Dios, aunque no lo queramos reconocer o, confundidos, lo busquemos por caminos
errados. Seamos como seamos siempre hay en el corazón del hombre una sed de más
que no podemos satisfacer de cualquiera manera, deseamos lo mejor, buscamos lo
bueno, queremos el bien y la justicia, hay en el fondo de todo una búsqueda de
la verdad, hay una sed de algo que nos llene en plenitud que muchas veces no
sabemos donde encontrar.
Esos deseos queremos satisfacerlos por nosotros mismos
o en lo que nos parece que tengamos más cercano y tenemos el peligro y
tentación de quedarnos en cosas materiales o terrenas que nos dan
satisfacciones efímeras. Por eso es necesario saber elevarnos para no quedarnos
en lo material, porque tampoco somos solo algo material, porque hay un espíritu
que nos eleva; somos seres espirituales aunque no sepamos a veces encontrar
nuestra verdadera espiritualidad.
Cuando con sinceridad emprendemos ese camino de
búsqueda, Dios viene a nuestro encuentro y si sabemos dejarnos guiar podemos
elevarnos para poder llegar a encontrar a Dios, o a dejarnos encontrar por
Dios. Nosotros lo buscamos porque hay ese deseo en nosotros, pero en el fondo
es Dios el que nos busca, el que viene a nuestro encuentro. Tenemos que
dejarnos encontrar por Dios. Es el camino de una verdadera espiritualidad,
porque por muy buenas intenciones que nosotros podamos tener siempre tenemos el
peligro de confundirnos, confundir nuestras luces terrenas con la verdadera Luz
y no lleguemos a encontrar a Dios. Sólo Dios es capaz de saciar la sed de
verdad y amor que todo hombre tiene en sí, ya que Dios es la fuente de la
sabiduría y del amor verdadero.
San Agustín, a quien hoy estamos celebrando, de quien
estamos haciendo memoria litúrgica, fue un buscador de la verdad; durante
muchos años recorrió sus propios caminos y en los placeres del mundo o en las
filosofías de su época le parecía encontrar la verdad o aquello que pudiera dar
satisfacción a lo que buscaba, pero se sentía insatisfecho y que seguía siempre
a oscuras.
Hasta que, como reconoce en el libro de sus
Confesiones, fue capaz de entrar en su propio interior para poner orden y
claridad a su vida y encontrarse de verdad con Dios. ‘Habiéndome convencido, reconoce, de que debía volver a mí mismo,
penetré en mi interior, siendo tú mi guía, y ello me fue posible porque tú,
Señor, me socorriste. Entré, y vi con los ojos de mi alma, de un modo u otro,
por encima de la capacidad de estos mismos ojos, por encima de mi mente, una
luz inconmutable…’ Se encontró con la luz de la verdad, se encontró con
Dios.
‘¡Oh eterna verdad,
verdadera caridad y cara eternidad! Tú eres mi Dios, por ti suspiro día y
noche. Y, cuando te conocí por vez primera, fuiste tú quien me elevó hacia ti,
para hacerme ver que había algo que ver y que yo no era capaz aún de verlo’. Hermosas palabras de san Agustín -
muchas más podríamos citar de sus Confesiones - que nos van describiendo ese
camino que le llevó a encontrarse con Dios y como en Dios mismo se sentía
fortalecido con su gracia para hacer ese camino, para llegar a encontrarse
vivamente con Jesús, camino, verdad y vida siempre para el hombre.
Como recordábamos al principio de nuestra reflexión y
pedíamos en la oración litúrgica que en verdad busquemos a Dios, tengamos
verdadera sed de Dios, fuente de la sabiduría y le busquemos como el único amor
verdadero. Cuando uno tiene sed va a la fuente y trata de calmar su sed en esa
agua viva. Que así seamos capaces de llenarnos e inundarnos de Dios y de su
amor.
Qué importante vivir con toda intensidad la vida de la
gracia alimentándonos de Dios en la oración, en su Palabra, en los Sacramentos.
Con qué intensidad tendríamos que vivir esos momentos de encuentro con Dios
concentrándonos de verdad en lo que hacemos y vivimos.
Nada tendría que distraernos ni apartarnos de El.
Muchos ruidos no solo externos sino muchas veces dentro de nuestro corazón nos
pueden distraer y hemos de tener sumo cuidado para que no suceda. El evitar
esas cosas externas que nos puedan distraer tenemos que cuidarlo entre todos.
Pero cada uno en su interior ha de centrar su pensamiento y su corazón en Dios,
porque nada hay más importante en ese momento para nosotros que estar con el
Señor. Cómo hemos de cuidar, entonces,
nuestras celebraciones donde escuchamos su Palabra, donde nos llenamos de su
gracia, donde vivimos su presencia, donde bebemos en esa fuente de vida eterna.
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