Tenemos la esperanza de sentarnos en la mesa del Reino de Dios
Is. 66, 18-21; Sal. 116; Hb. 12, 3-7.11-13; Lc. 13, 22-30
‘Uno se le acercó a
Jesús y le preguntó: ¿serán pocos los que se salven?’ Una pregunta, podríamos decir,
curiosa que le hacen a Jesús. En alguna ocasión los discípulos cercanos a Jesús
viendo las exigencias que Jesús planteaba se preguntaban ‘entonces, ¿quién puede salvarse?’ Ahora, nosotros, recogiendo en
cierto modo esa pregunta a Jesús quizá nos preguntamos ¿nosotros alcanzaremos
la salvación?
En la respuesta de Jesús de alguna manera hay como dos
partes, porque por un lado nos dice ‘esforzaos
por entrar por la puerta estrecha’ diciéndonos que algunos no van a ser
reconocidos pero por otra parte nos dice que ‘vendrán de oriente y de occidente, del norte y del sur y se sentarán
con Abraham, Isaac y Jacob y todos los profetas en la mesa del Reino de Dios’.
En este sentido ya nos anunciaba el profeta Isaías, en
la primera lectura, que vendrá ‘a reunir
a las naciones de toda lengua, vendrán para ver mi gloria… hasta el monte santo
de Jerusalén’, con lo que queda claro ese mensaje de la salvación
universal, que no tendrá un carácter exclusivista, sino que está abierta a
todos los hombres de toda condición.
El Señor viene
como nuestro Salvador y es el regalo de gracia que El nos ofrece sin que
nosotros lo merezcamos. Pero tiene sus exigencias. No es por el mero hecho de
que seamos de un pueblo o de una raza, porque todos los hombres estamos
llamados a la salvación, sino que tiene que estar nuestra manera de responder a
ese regalo de gracia que nos ofrece el
Señor.
Por eso nos dice ‘esforzaos
por entrar por la puerta estrecha’. Responder a esa llamada de gracia
comporta una vida, unas actitudes, unos comportamientos, una manera de actuar y
de vivir. Es ponernos a seguir un camino y ya en otro momento Jesús nos dirá
que ancho es el camino que nos lleva a la perdición.
‘Muchos intentarán
entrar y no podrán’,
nos dice Jesús. ‘Llamaréis a la puerta
diciendo: Señor, Señor, ábrenos, pero os replicará desde dentro: no sé quienes
sois…’ Sería tremendo que nos llegara a suceder una cosa así. Nos recuerda
otra parábola, la de las doncellas que habían de tener encendidas sus lámparas
para la llegada del esposo. No les era suficiente con estar allí más o menos en
vela en el camino esperando, sino que era necesario algo más: habían de tener
las lámparas encendidas y con suficiente aceite para que no se apagaran. Pero
no tuvieron suficiente aceite y no pudieron entrar porque sus lámparas no
estaban encendidas en el momento preciso.
No nos vale decir es que yo soy cristiano de toda la
vida, es que yo cuando era joven hice muchas cosas buenas, cumplí con los
primeros viernes y asistía a todas las fiestas de las vírgenes y de los santos.
¿Era solo eso lo que había que hacer? ¿qué es lo que estoy haciendo ahora, cómo
estoy respondiendo a la gracia del Señor en este momento? Se nos puede haber
apagado esa lámpara de nuestra fe y de nuestro amor porque en lugar de
preocuparnos del aceite de la gracia nos dejamos arrastrar por la tentación y
dejamos que el pecado se nos metiera en la vida.
Creo que este evangelio tiene que hacernos pensar y sin
temor ninguno dejar que la Palabra del Señor nos interpele por dentro, nos haga
hacernos muchas preguntas que nos lleven a una corrección del rumbo quizá de
nuestra vida. Eso de la corrección algunas veces no nos gusta; no nos agrada
que nos pongan el dedo en la llaga para señalarnos posturas o actitudes que
tendríamos que mejorar en nuestra vida, cuando tendríamos que estar agradecidos
en que alguien nos ame de tal manera que nos corrija y nos ayude a ser mejores.
Se nos mete fácilmente el orgullo en el alma. Pero fijémonos
lo que nos ha dicho el Señor hoy en la carta a los Hebreos. ‘Hijo mío, no rechaces el castigo del Señor,
no te enfades por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama…
aceptad la corrección porque Dios os trata como a hijos, pues ¿qué padre no
corrige a sus hijos?’ Pensemos, pues, en el amor de Padre que Dios tiene
para con nosotros.
Que no se nos apague nuestra fe; que no se nos enfríe
el amor; que no perdamos nunca la esperanza de vida y salvación poniendo toda
nuestra confianza en el Dios que nos ama. Pero estas virtudes, esenciales en el
camino de nuestra vida cristiana, son como unas plantas muy delicadas que
tenemos que cuidar para que no se estropeen ni se pierdan; son una luz que
hemos de cuidar de mantener siempre encendida en nuestra vida frente a los
vendavales de las dudas y de los errores, de los materialismos y sensualidades,
de las pasiones y de tantas cosas que pudieran hacerla peligrar.
Si queremos llevar una luz encendida que nos ilumine el
camino para no perder el rumbo sabiendo que hay muchos vientos y tormentas que
pudieran ponerla en peligro de apagarse, ya buscaríamos el modo de preservarla,
de buscar todo lo que sea necesario para evitar que se nos apague o nos falte
el combustible que la alimente. No sé si siempre en la vida cuidamos así la luz
de nuestra fe. Nos dejamos fácilmente influir por tantas cosas, por tantas ideas
que nos aparecen de un lado y de otro en quienes en su increencia tratan de
destruirnos, apartarnos de esa luz de nuestra fe; no nos fortalecemos lo
suficiente con una profundización y formación adecuada para enfrentarnos y
superar dudas y errores que se nos
pueden plantear.
Y lo que estamos diciendo de la luz de la fe hemos de
decirlo también de nuestro amor y de nuestra esperanza. Tenemos que ir puliendo
esa piedra preciosa de nuestra vida para que vaya resplandeciendo más y más
nuestro amor y nuestra esperanza. ¿Dónde podemos a aprender a amar de verdad?
En el amor de Dios, empapándonos más y más de ese amor de Dios, hundiéndonos en
Dios en la intimidad y en la profundidad de la oración.
Una oración que tiene que ser llenarnos de Dios para
que luego con nuestro amor seamos capaces de trasparentar a Dios. Entonces
podremos amar con un amor como el de Dios. Quien se ha empapado así de Dios con
sus obras, con su amor, con su vida estará siendo signo de Dios para los demás;
a través de su amor el cristiano tiene que dar a conocer a Dios.
Con una fe así de intensa y con un amor que nos
trasparenta lo que es el amor que Dios nos tiene, nuestra esperanza se
mantendrá firme y segura. Tenemos la certeza de que todo eso que vivimos en
nuestra fe y en nuestro amor no se queda reducido al tiempo presente sino que
trasciende hacia la plenitud de la vida eterna. Nos sentimos seguros haciendo
ese camino, que será, sí, un camino de lucha y de esfuerzo por superarnos cada
día, pero camino alegre en la esperanza porque a los que son fieles Dios les
tiene reservado una recompensa eterna. La esperanza llena de alegría y de paz
nuestra vida.
Es la salvación que deseamos y esperamos porque sabemos
que el amor que el Señor nos tiene nos
perdonará las debilidades que nos han hecho tropezar quizá muchas veces en el
camino de la vida y tenemos la esperanza de la salvación eterna, de podernos un
día sentar con los que vienen de oriente y de occidente, del norte y del sur,
en la mesa del Reino eterno de Dios.
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