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domingo, 25 de agosto de 2013

Tenemos la esperanza de sentarnos en la mesa del reino de dios

Tenemos la esperanza de sentarnos en la mesa del Reino de Dios

Is. 66, 18-21; Sal. 116; Hb. 12, 3-7.11-13; Lc. 13, 22-30
‘Uno se le acercó a Jesús y le preguntó: ¿serán pocos los que se salven?’ Una pregunta, podríamos decir, curiosa que le hacen a Jesús. En alguna ocasión los discípulos cercanos a Jesús viendo las exigencias que Jesús planteaba se preguntaban ‘entonces, ¿quién puede salvarse?’ Ahora, nosotros, recogiendo en cierto modo esa pregunta a Jesús quizá nos preguntamos ¿nosotros alcanzaremos la salvación?
En la respuesta de Jesús de alguna manera hay como dos partes, porque por un lado nos dice ‘esforzaos por entrar por la puerta estrecha’ diciéndonos que algunos no van a ser reconocidos pero por otra parte nos dice que ‘vendrán de oriente y de occidente, del norte y del sur y se sentarán con Abraham, Isaac y Jacob y todos los profetas en la mesa del Reino de Dios’.
En este sentido ya nos anunciaba el profeta Isaías, en la primera lectura, que vendrá ‘a reunir a las naciones de toda lengua, vendrán para ver mi gloria… hasta el monte santo de Jerusalén’, con lo que queda claro ese mensaje de la salvación universal, que no tendrá un carácter exclusivista, sino que está abierta a todos los hombres de toda condición.
 El Señor viene como nuestro Salvador y es el regalo de gracia que El nos ofrece sin que nosotros lo merezcamos. Pero tiene sus exigencias. No es por el mero hecho de que seamos de un pueblo o de una raza, porque todos los hombres estamos llamados a la salvación, sino que tiene que estar nuestra manera de responder a ese regalo de gracia que  nos ofrece el Señor.
Por eso nos dice ‘esforzaos por entrar por la puerta estrecha’. Responder a esa llamada de gracia comporta una vida, unas actitudes, unos comportamientos, una manera de actuar y de vivir. Es ponernos a seguir un camino y ya en otro momento Jesús nos dirá que ancho es el camino que nos lleva a la perdición.
‘Muchos intentarán entrar y no podrán’, nos dice Jesús. ‘Llamaréis a la puerta diciendo: Señor, Señor, ábrenos, pero os replicará desde dentro: no sé quienes sois…’ Sería tremendo que nos llegara a suceder una cosa así. Nos recuerda otra parábola, la de las doncellas que habían de tener encendidas sus lámparas para la llegada del esposo. No les era suficiente con estar allí más o menos en vela en el camino esperando, sino que era necesario algo más: habían de tener las lámparas encendidas y con suficiente aceite para que no se apagaran. Pero no tuvieron suficiente aceite y no pudieron entrar porque sus lámparas no estaban encendidas en el momento preciso.
No nos vale decir es que yo soy cristiano de toda la vida, es que yo cuando era joven hice muchas cosas buenas, cumplí con los primeros viernes y asistía a todas las fiestas de las vírgenes y de los santos. ¿Era solo eso lo que había que hacer? ¿qué es lo que estoy haciendo ahora, cómo estoy respondiendo a la gracia del Señor en este momento? Se nos puede haber apagado esa lámpara de nuestra fe y de nuestro amor porque en lugar de preocuparnos del aceite de la gracia nos dejamos arrastrar por la tentación y dejamos que el pecado se nos metiera en la vida.
Creo que este evangelio tiene que hacernos pensar y sin temor ninguno dejar que la Palabra del Señor nos interpele por dentro, nos haga hacernos muchas preguntas que nos lleven a una corrección del rumbo quizá de nuestra vida. Eso de la corrección algunas veces no nos gusta; no nos agrada que nos pongan el dedo en la llaga para señalarnos posturas o actitudes que tendríamos que mejorar en nuestra vida, cuando tendríamos que estar agradecidos en que alguien nos ame de tal manera que nos corrija y nos ayude a ser mejores.
Se nos mete fácilmente el orgullo en el alma. Pero fijémonos lo que nos ha dicho el Señor hoy en la carta a los Hebreos. ‘Hijo mío, no rechaces el castigo del Señor, no te enfades por su reprensión; porque el Señor reprende a los que ama… aceptad la corrección porque Dios os trata como a hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus hijos?’ Pensemos, pues, en el amor de Padre que Dios tiene para con nosotros.
Que no se nos apague nuestra fe; que no se nos enfríe el amor; que no perdamos nunca la esperanza de vida y salvación poniendo toda nuestra confianza en el Dios que nos ama. Pero estas virtudes, esenciales en el camino de nuestra vida cristiana, son como unas plantas muy delicadas que tenemos que cuidar para que no se estropeen ni se pierdan; son una luz que hemos de cuidar de mantener siempre encendida en nuestra vida frente a los vendavales de las dudas y de los errores, de los materialismos y sensualidades, de las pasiones y de tantas cosas que pudieran hacerla peligrar.
Si queremos llevar una luz encendida que nos ilumine el camino para no perder el rumbo sabiendo que hay muchos vientos y tormentas que pudieran ponerla en peligro de apagarse, ya buscaríamos el modo de preservarla, de buscar todo lo que sea necesario para evitar que se nos apague o nos falte el combustible que la alimente. No sé si siempre en la vida cuidamos así la luz de nuestra fe. Nos dejamos fácilmente influir por tantas cosas, por tantas ideas que nos aparecen de un lado y de otro en quienes en su increencia tratan de destruirnos, apartarnos de esa luz de nuestra fe; no nos fortalecemos lo suficiente con una profundización y formación adecuada para enfrentarnos y superar dudas y errores que se  nos pueden plantear.
Y lo que estamos diciendo de la luz de la fe hemos de decirlo también de nuestro amor y de nuestra esperanza. Tenemos que ir puliendo esa piedra preciosa de nuestra vida para que vaya resplandeciendo más y más nuestro amor y nuestra esperanza. ¿Dónde podemos a aprender a amar de verdad? En el amor de Dios, empapándonos más y más de ese amor de Dios, hundiéndonos en Dios en la intimidad y en la profundidad de la oración.
Una oración que tiene que ser llenarnos de Dios para que luego con nuestro amor seamos capaces de trasparentar a Dios. Entonces podremos amar con un amor como el de Dios. Quien se ha empapado así de Dios con sus obras, con su amor, con su vida estará siendo signo de Dios para los demás; a través de su amor el cristiano tiene que dar a conocer a Dios.
Con una fe así de intensa y con un amor que nos trasparenta lo que es el amor que Dios nos tiene, nuestra esperanza se mantendrá firme y segura. Tenemos la certeza de que todo eso que vivimos en nuestra fe y en nuestro amor no se queda reducido al tiempo presente sino que trasciende hacia la plenitud de la vida eterna. Nos sentimos seguros haciendo ese camino, que será, sí, un camino de lucha y de esfuerzo por superarnos cada día, pero camino alegre en la esperanza porque a los que son fieles Dios les tiene reservado una recompensa eterna. La esperanza llena de alegría y de paz nuestra vida.
Es la salvación que deseamos y esperamos porque sabemos que el amor que el Señor  nos tiene nos perdonará las debilidades que nos han hecho tropezar quizá muchas veces en el camino de la vida y tenemos la esperanza de la salvación eterna, de podernos un día sentar con los que vienen de oriente y de occidente, del norte y del sur, en la mesa del Reino eterno de Dios.

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