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domingo, 2 de noviembre de 2008

Nos llevas a nueva vida para que tengamos parte en tu gloriosa resurrección

Job. 19, 1.23-27;
Salmo 22;
Rm. 14, 7-9-10-12;
Jn. 14, 1-6
Damos por sentado que quienes vamos a celebrar esta Conmemoración de Todos los Difuntos somos personas creyentes y con esperanza. Pero somos conscientes también de que estamos sujetos a muchas influencias externas y ajenas a nuestra fe cuando tenemos que enfrentarnos al misterio de la vida y de la muerte. Así corremos el riesgo de que el recuerdo y la conmemoración de los difuntos que hacemos en este día pueda perder su más auténtico sentido cristiano, se tiña incluso de connotaciones paganas o nos resignemos ante la muerte con un sentido fatídico y desesperanzado.
La vida no es una autopista que se acaba en el vacío, sino un camino que nos conduce a la plenitud. Decíamos al principio que necesitamos de la fe y de la esperanza. Si éstas nos fallan todo se nos convertiría en un sin sentido y en un vacío, que nos puede llevar a una resignación sin esperanza, a la desesperación. Muchas veces hemos escuchado aquel texto de san Pablo que nos dice que nosotros no podemos sufrir ante la muerte como los que no tienen esperanza.
Es cierto que es duro el que un día esta vida terrena se acabe, o ante nuestros ojos desaparezcan con la muerte los seres queridos. Es normal el dolor del desgarro de la separación. Pero quien ha llenado su vida de fe y de esperanza se enfrenta a este hecho natural con un nuevo y distinto sentido. No es esa vida terrena o corporal en lo que sólo pensamos. Somos algo más que eso y hay algo más en nuestro vivir. Hay una trascendencia mayor en nuestra vida. Hay en nosotros una llamada a la plenitud. Es la luz que nos da la Palabra del Señor, que siempre es para nosotros una Palabra de Vida. Es el sentido que en Cristo encontramos para nuestro vivir y para nuestro morir.
Hay una hermosa afirmación en el texto del libro de Job que hoy hemos proclamado en la primera lectura. ‘Yo sé que mi Redentor está vivo... yo mismo lo veré, mis propios ojos lo contemplarán...’ Job es el hombre del sufrimiento, que se ha visto desposeído de todos sus bienes e incluso su vida machacada por la enfermedad, pero es también el hombre de la esperanza. Desde su dolor, desde su sufrimiento, desde la muerte que acecha su vida, él ha sido capaz de descubrir la presencia de Dios. Después de la experiencia del dolor, Job podrá exclamar. ‘Te conocía sólo de oídas, ahora te han visto mis ojos’. Se ha abandonado en las manos de Dios y ha podido llegar a descubrir el verdadero rostro de Dios.
Esa experiencia y esa proclamación de fe y esperanza de Job se convierten para nosotros desde Cristo muerto y resucitado en una experiencia pascual. ‘Sé que mi Redentor está vivo...’ porque creemos en Cristo muerto y resucitado. Cristo es el Señor que vive y que nos da vida. Cristo resucitado es el sentido de nuestra vida y también de nuestro morir. Por eso podíamos escuchar a san Pablo: ‘Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor; en la vida y en la muerte somos del Señor’. Cristo es quien únicamente da consistencia y sentido tanto al vivir como al morir. En Cristo veremos cumplidas esas ansias de plenitud, porque El quiere darnos una vida sin fin.
Y es que la vida del hombre se transforma por la resurrección de Jesucristo. Cristo, muerto y resucitado, es el centro de nuestra fe, y El nos ha hecho partícipes en su victoria sobre la muerte. Como decimos en la oración litúrgica, ‘al confesar nuestra fe en la resurrección de Jesucristo, se afianza también nuestra esperanza de que todos tus hijos resucitarán’. O como decimos en otra oración, ‘pues creyeron en la resurrección futura, merezcan alcanzar los gozos de la eterna bienaventuranza’.
¿Qué necesitamos? Fe. ‘Que no tiemble vuestro corazón, nos dice Jesús; creed en Dios y creed también en mí’. Y creemos en Jesús. Nos fiamos de su Palabra. Y es que El es la Vida, y es el Camino, y es la verdad. Lo hemos escuchado en el Evangelio. ‘Yo soy el Camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre sino por mí’. Solamente a través de Cristo podemos alcanzar la vida eterna. Solamente con Cristo vamos a alcanzar la autentica plenitud de nuestro ser al unirnos plenamente a Dios. La muerte no es entonces un vacío, sino va a ser el retorno al Padre para vivir plenamente en El. Y como nos dice hoy Jesús, ‘voy a prepararos sitio... volveré y os llevaré conmigo, para que donde yo estoy estéis también vosotros’.
Con Jesús, entonces, todo tiene un nuevo sentido. Con Cristo hay esperanza en nuestro corazón. Cuando creemos en Jesús no puede haber amargura en nuestro corazón a causa de la muerte, nuestra o de nuestros seres queridos, sino que siempre hay esperanza. Desde Jesús todo entonces se hace oración. Nuestro recuerdo de los seres queridos no se queda en una lágrima ni en una flor. Repito, es normal la pena de la separación física de nuestros seres queridos; es justo que tengamos un hermoso recuerdo de aquellos a quienes amamos, y le podamos hacer incluso la ofrenda de una flor. Pero lo más hermoso que podemos hacer es una oración llena de esperanza.
Es lo que queremos que sea esta conmemoración que hacemos en este día. Que no es, además, sólo recordar a nuestros seres queridos. Es una conmemoración que quiere hacer la Iglesia de todos los que han muerto para por todos ellos elevar la más hermosa de nuestras oraciones que es la celebración de la Eucaristía. Queremos que estén en el Señor y sólo los méritos de Cristo nos podrán hacer merecer ese perdón y esa vida para siempre. Por eso celebramos la Eucaristía que es celebrar todo el misterio pascual de Cristo, que es celebrar su muerte y su resurrección.
‘Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección...’, Señor que aquellos que han muerto vivan para siempre junto a ti, hayan alcanzado la misericordia divina y gocen para siempre en el cielo de la eterna bienaventuranza. ‘Te damos gracias, vamos a decir en el prefacio, porque, al redimirnos con la muerte de tu Hijo Jesucristo, por tu voluntad salvadora nos llevas a nueva vida para que tengamos parte en su gloriosa resurrección’.
Que esta sea nuestra esperanza y que así surja confiada nuestra oración.

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