Ap. 7, 2-4.9-14;
Sal. 23;
1Jn. 3, 1-3;
Mt. 5, 1-12
‘Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo’. Así ha terminado la proclamación de la Bienaventuranzas. No sé si siempre pensaremos en el actuar de cada día en esa ‘recompensa grande en el cielo’. Nos falta muchas veces esa perspectiva, esa trascendencia. La contemplación de todos los Santos a quienes hoy celebramos creo que tendría que hacérnoslo pensar.
Hoy es la fiesta de los peregrinos que ya han llegado a la meta, llevando en sus manos las palmas del triunfo con sus vestiduras blanqueadas y purificadas. Podemos contemplar esa ‘muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua’, para quienes se han abierto las puertas grandes del cielo, que ‘gritaban con voz potente: la victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero’, como hemos escuchado en el Apocalipsis.
Pero es también la fiesta de toda la Iglesia, de los que ya llegaron y cantan la gloria de Dios en el cielo, pero también de los que aún peregrinamos alentados por la esperanza, movidos por el amor, fortalecidos en nuestra fe, conscientes del camino a recorrer, pero alentados por el testimonio de los que nos precedieron.
Somos peregrinos que caminamos hacia una meta. Como Abrahán cuando salió de Ur de Caldea para ir a donde Dios quisiera llevarle. Como Moisés con el pueblo elegido a través del desierto hacia la tierra prometida. Con fe y fiados de Dios hicieron su peregrinar, aunque muchas fueran las noches oscuras, las tentaciones del desánimo y el cansancio. Pero se fiaron de la Palabra con la que el Señor les había llamado y pudieron alcanzar la meta de la tierra que Dios les regalaba.
Caminamos nosotros también un camino largo, lleno de tribulaciones; peregrinos que no tienen un hospedaje permanente mientras recorren el camino porque saben que su patria es eterna y está junto a Dios; peregrinos que se encuentran en situaciones diversas y muchas veces adversas, pero tratando de mantenerse en la fidelidad para no abandonar el camino; peregrinos desprendidos y pobres - las excesivas cargas son un estorbo para realizar con toda libertad el camino -, que saben poner toda su confianza en Dios porque El es su único apoyo y fortaleza; peregrinos sembradores de paz y de esperanza allí por donde caminan sembrando ilusión y vida; peregrinos con entrañas de misericordia para todos aquellos con los que se encuentran o con los que caminan a su lado el mismo peregrinar; peregrinos con corazón limpio, con nobleza y rectitud, que quieren buscar siempre lo bueno y lo justo para todos; peregrinos que saben levantarse de los desánimos y de las caídas porque tienen puesto los ojos en la meta a la que han de llegar; peregrinos siempre con el ánimo y la esperanza de poder conquistar, alcanzar, un día aquello hermoso y grande que Dios les va a dar.
No siempre nos es fácil recorrer ese camino. Nos acechan las tentaciones y están muy presentes en nuestra vida todas nuestras debilidades. Flaqueamos muchas veces y sentimos el cansancio y el desánimo. Pero el Señor es nuestra fortaleza, nuestra vida y nuestra gracia. No podemos sentirnos nunca solos porque el Señor pondrá a nuestro lado muchos que nos ayuden en nuestro caminar. No puede desfallecer la esperanza. No podemos decaer en el amor. Sentimos el deseo de que un día podamos contemplar cara a cara al Señor, hacernos semejantes a El, porque El nos ha dado la gracia, El ha querido no sólo llamarnos sino hacernos sus hijos, como nos decía la carta de San Juan. ‘Mirad que amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!’.
Los que hoy contemplamos en el cielo recorrieron ese camino, que no fue otro que el de las bienaventuranzas que Jesús nos proclamó en el Evangelio. Porque se hicieron pobres desprendiéndose incluso de sí mismos, para no apoyarse sino en Dios, porque se dejaron llevar por el Espíritu de Jesús, hoy los contemplamos en la gloria del cielo.
Pobres, sufridos, con lágrimas en los ojos o con hambre y sed de justicia en el corazón, limpios y puros en su espíritu y sembradores de paz, no importándoles la persecución o los desprecios cuando fuera por el nombre de Jesús, hoy los vemos partícipes en plenitud del Reino de Dios, coherederos con Cristo de la herencia prometida, saciados en sus deseos más hondos y más hermosos, alcanzando misericordia y pudiendo contemplar cara a cara a Dios como hijos de Dios para siempre, y viviendo ya la felicidad plena de la recompensa eterna de los cielos. Es a lo que nosotros aspiramos, a lo que nosotros queremos llegar.
Celebrar la fiesta de todos los santos, como decíamos antes, nos alienta en nuestro caminar, en nuestro peregrinar. Nosotros nos sentimos también peregrinos, pero queremos caminar guiados por la fe y alentados por el ejemplo de los que ya participan de la asamblea festiva de todos los santos. ‘En ellos encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad’. Son ejemplo, sí, porque nos enseñan ese camino de la vida que es nuestro peregrinar, que tiene que ser camino de santidad y de fidelidad; pero son también intercesores que desde el cielo nos ayudan con su protección y alcanzándonos la gracia del Señor. Por eso pedíamos en la oración litúrgica que nos concediera ‘por esta multitud de intercesores, la deseada abundancia de tu misericordia y tu perdón’.
Queremos, pues, en este día, mejor que nunca al celebrar a todos los santos, con los ángeles y con los santos cantar sin cesar el himno de la gloria del Señor. Es que estamos alegres y contentos porque la recompensa de la gloria del Señor para los que son fieles es grande.
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