Fil. 2, 5-11
Sal. 21
Lc. 14, 15-24
Quería fijarme en dos cosas hoy de la Palabra de Dios que se nos ha proclamado. Por una parte ese hermoso texto de la carta a los Filipenses, y también en el evangelio, aunque tantas veces lo hemos reflexionado. Pero siempre la Palabra que se nos proclama es para nosotros una Buena Noticia, y tiene entonces la novedad de algo vivo y lleno de vida para nosotros.
‘Tened entre vosotros los sentimientos propios de una vida en Cristo Jesús’, así nos ha dicho san Pablo en la carta a los Filipenses. Es nuestra configuración con Cristo. Nuestro vivir ha de ser vivir a Cristo. Asemejarnos totalmente a El. El nos hace partícipes de su vida. Y eso tendrá que reflejarse en nuestro vivir, en nuestras actitudes, en todo nuestro ser.
Pero fijémonos en cuáles son esos sentimientos a los que hoy quiere referirse el apóstol. Podemos hablar de su humildad, de su entrega total, de su amor sin fin, del sacrificio de su vida hasta la muerte.
Comienza diciéndonos que ‘El, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo pasando por uno de tantos’. Ayer escuchábamos que nos decía ‘dejaos guiar por la humildad’. Tantas veces le hemos escuchado a Jesús hablarnos de los humildes y los sencillos, porque es a ellos a los que se les revela el misterio de Dios. Y María en su cántico proclama cómo ‘Dios derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes’, recordándonos lo que tantas veces nos dice Jesús en el Evangelio de que ‘el que se enaltece será humillado, y el que se humilla, enaltecido’. Y nosotros mientras tanto haciendo galas de lo que somos o tenemos. Y ¿qué es lo que somos? ¿cuánto vale lo que tenemos?
Y continúa diciéndonos el apóstol. ‘Actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y una muerte de Cruz’. Es la señal de la entrega y del amor. Es el sacrificio de su vida para nuestra salvación. Podríamos pensar que para salvarnos no era necesario ese sacrificio, ese tipo de muerte, porque cualquiera de los actos de Cristo, por ser el Hijo de Dios, tenían valor infinito. Pero así quiso mostrarnos su amor. Porque ese es el más grande amor. El amor del que da la vida por aquel a quien ama. Un camino para nuestro amor, cuando nosotros a la hora de dar, pensamos más en dar cosas y con medidas limitadas – por si acaso nos falte – que en darnos nosotros mismos. Es el ejemplo de Jesús. Es el camino a seguir.
‘Por eso Dios lo levantó sobre todo, termina diciéndonos Pablo, y le concedió el nombre sobre todo nombre, de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble... y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre’. Es el Señor. Como diría Pedro en el discurso de Pentecostés: ‘Dios lo constituyó Señor y Mesías... resucitándolo y rompiendo las ataduras de la muerte’. Es la Pascua. Es la muerte de Jesús en su entrega de amor, pero es su Resurrección porque es el Señor. Y es el misterio de Cristo que nosotros hemos de vivir en nuestra vida. Es cómo tenemos que configurarnos con El, teniendo sus mismos sentimientos, teniendo su misma vida. Y del evangelio, finalmente, una palabra. Alguien exclamó, dice el Evangelista: ‘¡Dichoso el que coma en el banquete del Reino de Dios!’ Comer, sí, en el banquete del Reino de Dios, al que todos estamos invitados. A continuación Jesús propone la parábola del ‘hombre que daba un banquete y convidó a mucha gente...’ Y al terminar la parábola Jesús dirá que ‘el amo dijo: sal por los caminos y senderos, e insísteles hasta que entren y se me llene la casa’. Todos estamos invitados a ese banquete del Reino de los cielos. Respondamos a esa invitación del Señor. No nos busquemos disculpas para rehuir la invitación.
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