Fil. 2, 1-4
Sal. 130
Lc. 14, 12-14
‘Guarda mi alma en la paz junto a ti, Señor’, hemos pedido y repetido en el salmo responsorial. Que junto al Señor, en el Señor, tengamos siempre paz en el corazón. Que no nos falte nunca para que podamos así mejor sentirle y escucharle en nuestro corazón.
Pablo apela en la carta a los Filipenses, que seguimos escuchando en estos días, al cariño y el amor que mutuamente se sienten aquella comunidad y el apóstol, como expresa en otros momentos de su carta; apela a las entrañas de misericordia y compasión que aquella gente tiene, pero por encima de todo apela al mismo Espíritu que les une, - ‘si nos une un mismo Espíritu’, les dice – para que le den la alegría de la unidad y la concordia en medio de la comunidad.
‘Manteneos unánimes y concordes en un mismo amor y un mismo sentir’. Concordia, corazones unidos, corazones cercanos, ser capaces de poner el corazón junto al corazón del otro, viene a significar esa expresión. Cuando ponemos nuestro corazón junto al corazón del otro significa cómo los dos corazones tienen que latir al unísono. Es sentir en mi corazón lo que siente el corazón del otro. Ya lo que le sucede al otro no me es ajeno porque yo lo siento en mi propio corazón. ¡Qué hermoso cuando podemos sentir así el latido del corazón del otro en mi vida! Sus preocupaciones, sus alegrías, sus penas, sus sufrimientos, sus ilusiones y sueños no me son ajenos.
Para ello es necesario un espíritu grande de humildad; para olvidarme de mí mismo; para ponerme a su lado como de igual a igual. Lejos de mí entonces la prepotencia, el orgullo, el creerme superior o mejor. Ya no estaré subido a un pedestal cuando me acerco al otro para mirarlo desde arriba, sino lo miraré de frente, lo sentiré a mi lado. Lejos de mí la vanidad donde voy a demostrar al otro lo bueno que soy o las cosas buenas que hago. Ya no van a ser mis intereses los que priven sobre los de los demás.
Es lo que nos dice el apóstol. Recordémoslo. ‘No obréis por envidia ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad siempre el interés de los demás’. ¡Qué hermoso mensaje!
Es el camino de generosidad, de humildad y de amor que nos enseña Jesús en el Evangelio. Lo había invitado a comer a su casa un fariseo principal. Ya les había señalado, cuando vio que los invitados estaban muy preocupados por ocupar los primeros puestos, que ese no podía ser la manera de actuar. ‘Cuando te inviten a un banquete, vete a sentarte en el último puesto... porque el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido...’
Ahora le dice al que lo había invitado cuáles tenían que haber sido sus invitados principales. ‘... no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos: porque corresponderán invitándote y quedarás pagado... invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los muertos’.
Una nueva bienaventuranza nos dice hoy Jesús. Dichosos porque no recibimos pagas en este mundo, porque hacemos las cosas no simplemente buscando una recompensa; porque pensamos que lo que hacemos tiene una trascendencia en los cielos; porque la verdadera paga es la que nos da el Señor. El valor de la gratuidad. Las cualidades del amor verdadero que nunca es interesado. El no hacer las cosas para que me lo agradezcan. El no pensar en mis ganancias propias y terrenas. El hacer las cosas por un amor generoso y altruista.
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