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sábado, 4 de mayo de 2013


Nos acostumbramos y acomodamos y dejamos de ser sal y luz para nuestro mundo

Hechos, 16, 1-10; Sal. 99; Jn. 15, 18-21
Dos palabras que pueden ser síntomas de actitudes o posturas que pueden ser peligrosa tentación que nos impida vivir la vida con intensidad y plenitud, acostumbrarse y acomodarse. Pueden parecernos actitudes inofensivas pero creo que realmente encierran muchos peligros para nuestro cotidiano vivir, que no por cotidiano se ha de vivir con menor intensidad.
Cuando uno se acostumbra a algo llega a perderle el sabor y hasta el sentido de aquello que hacemos y acostumbrados ya no sabremos sacarle toda su riqueza en sabores y matices. Y no es solo en cuestión de comidas sino en las cosas con las que nos vamos acostumbrando y que ya hemos dejado de saborear y disfrutar. Son las rutinas que se nos van metiendo en el alma donde no sabemos apreciar la novedad de lo que vamos viviendo en cada momento que nos podría llevar al cansancio y al aburrimiento para el final dejarlo todo por perdido.
Y de la misma manera, el acomodarse; porque perdemos la naturalidad y la espontaneidad de lo que es nuestra vida y de lo que son nuestras convicciones; podría ser una falta de personalidad o de seguridad en si mismo o en aquello que creemos, porque por cobardía o por falta de valentía dejamos a un lado nuestros principios y valores quizás temiendo que podamos ser incómodos a los demás por nuestra manera de pensar y de actuar.
Esto que nos puede suceder en muchos aspectos de la vida, tanto el acostumbrarse como el acomodarse, nos hace mucho daño en el camino de la vivencia de nuestra fe y de nuestra vida cristiana. Ser cristiano no es como un barniz que nos demos por encima para determinados momentos o determinadas cosas ni algo en lo podamos estar como si de vaivenes se tratara.
Mostrarnos como cristianos con toda autenticidad puede resultarnos en momentos difícil y costoso porque nuestra manera de vivir, nuestros principios y convicciones pueden resultar incómodos o en cierto modo rechazables para muchos de los que nos rodean. No podemos decir que somos cristianos porque simplemente nuestra familia o los que nos rodean son cristianos, sino que ahí tiene que haber una convicción fuerte y valiente, porque muchas veces quizá tengamos que, como se suele decir, nadar contra corriente porque los que nos rodean, aunque también se digan cristianos, sin embargo no han hecho claramente esa opción por el evangelio y por Jesús.
Ser cristiano de verdad me exige y me plantea en cada momento esa opción que he de hacer en mi vida para ser fiel de verdad al Jesús en el que creo y que es mi Salvador. No es acostumbrarme y dejarme arrastrar porque pueden ser otras cosas las que al final nos arrastren alejándonos del verdadero punto de apoyo de mi vida que es Cristo. En un mar lleno de corrientes que se contraponen de un lado y de otro el que nada no se puede simplemente dejarse llevar porque cualquier corriente lo alejaría de la costa y lo podría poner en verdadero peligro.
Es lo que nos anuncia hoy Jesús en el evangelio. ‘Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mi antes que a vosotros… vosotros  no sois del mundo… por eso el mundo os odia… si a mi me han perseguido, también a vosotros os perseguirán…’ Nos lo anuncia y nos previene. Pero no para que nos acomodemos, para que nos dejemos llevar y confundir, sino para que nos sintamos fuertes y seamos en verdad fieles a nuestro seguimiento de Jesús. Ya nos dirá en otros momentos que su Espíritu está en nosotros y es nuestra fortaleza.
Es una tentación fuerte que podemos sentir. Muchas veces escuchamos también quien nos dice que bueno que soy cristiano, pero que vamos haciendo lo que podemos, que hacemos como hacen los demás, porque otros son cristianos también y no se toman las cosas tan en serio, con tanta radicalidad. Tenemos que reconocer que muchas veces hay demasiada mediocridad en nuestra vida; que rehuimos todo lo que signifique esfuerzo o sacrificio y lo que queremos son las cosas suaves. Así andamos donde vemos cómo se cae fácilmente en la pendiente de la frialdad y de la indiferencia con la que muchos terminan por claudicar del nombre de cristianos.
Pidámosle al Señor que nos dé esa valentía y esa fortaleza del Espíritu para vivir como auténticos cristianos. Así es como podremos ser en verdad sal de la tierra y luz del mundo; pero si la sal se vuelve sosa ya no nos sirve para nada, y si la lámpara deja de alumbrar la buena luz para qué la queremos. Necesitamos ser cristianos que seamos buena sal para nuestro mundo, que iluminemos de verdad con la fe auténtica de nuestra vida. 

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