No nos puede faltar la alegría de Cristo resucitado
Hechos, 15, 1-2.22-29; Sal. 66; Apoc. 21, 10-14.22-23; Jn. 14,
23-29
‘Continuar celebrando
con fervor estos días de alegría en honor de Cristo resucitado’, pedíamos en la oración de la
liturgia de este día. No puede decaer nuestra alegría; no puede decaer nuestro
fervor y entusiasmo, aunque hayan pasado cinco semanas del domingo de la
Pascua. Es algo grande y maravilloso lo que celebramos y no se puede enfriar
nuestro espíritu. Tenemos que seguir viviendo el espíritu de la Pascua, ahora
de una manera intensa en el tiempo pascual, pero el espíritu pascual que ha de
acompañarnos a lo largo de toda nuestra vida.
Por eso pedíamos que ‘los misterios que estamos recordando - celebrando - transformen nuestra vida y se manifiesten
en nuestras obras’. Como decíamos, no celebramos la Pascua como algo ajeno
a nosotros y a nuestra vida. Es algo que nos afecta profundamente. No era una
simple tristeza por ver a alguien que sufría lo que vivíamos en los días de la
pasión. Contemplábamos un misterio inmenso donde se estaba manifestando el amor
de Dios que venía con su salvación que llegaba a su expresión más gloriosa
cuando celebrábamos a Cristo resucitado.
Pero, ¿en qué consistía esa salvación? ¿algo como que
se añadía a nuestra vida como si fuera algo así como un adorno o algo
superpuesto exteriormente? De ninguna manera. La salvación que Jesús nos ofrece
transforma totalmente nuestra vida desde lo más hondo de nosotros mismos. Estábamos
envueltos y sumergidos en el pecado y la muerte y Jesús con su pascua nos
arranca de esa muerte, dando muerte al pecado, para llenarnos de una vida
nueva. Nos sentimos transformados en la resurrección a vivir una vida nueva.
Vivir esa vida nueva, esa salvación es un abrirnos a
Dios para sumergirnos en Dios y para llenarnos de Dios; es un abrirnos de Dios
para entrar en una órbita nueva que es la del amor, porque es el amor de Dios
que se derrama sobre nosotros de manera que quedamos inundados de él y ya no
sabremos vivir sino para el amor. Será el sentido nuevo de nuestra vida, de
nuestro vivir. Ya no podremos vivir de otra manera sino amando y no con un amor
cualquiera, como escuchábamos y reflexionábamos el pasado domingo, sino con un
amor como el que Dios nos tiene, como el amor que nos tiene Jesús que le ha
llevado a esa entrega suprema de amor que fue su pascua, su muerte en la cruz.
Nos sentimos transformados y ¡de qué manera! Sí, nuestra
vida tiene que ser distinta. Fijémonos en las palabras de Jesús hoy en el
evangelio. ‘El que me ama guardará mi
palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él’.
Dios que hace morada en nosotros. ¡Qué maravillosa y misteriosa revelación!
Dios ya no está lejos, ni siquiera cerca de ti, está dentro de ti. No lo vamos
a buscar en lugares extraños, en hechos extraordinarios o acontecimientos
especiales o espectaculares. No necesitaremos subir a la montaña como Moisés en
el Sinaí, ni irnos al desierto como Elías. Dios está dentro de ti, porque hace
morada en ti. Allí donde vayas, Dios sigue estando en ti.
Esto tan maravilloso es algo que no terminamos de
asumir plenamente para vivirlo con toda intensidad. Cuando en el Bautismo nos
unimos a Cristo, como hemos recordado tantas veces, Dios comenzó a habitar en
nosotros. Recordemos que decimos que desde nuestro Bautismo somos morada de
Dios y templo del Espíritu Santo. El Bautismo significa un sí tan grande a
Cristo que así transforma totalmente nuestra vida. No es un simple rito que
realicemos. Es algo profundo lo que se realiza en nuestra vida. A través de ese
signo del sacramento le estamos dando toda nuestra fe y nuestro amor de manera
que ya toda nuestra vida no ha de hacer otra cosa que buscar la gloria de Dios
realizando su voluntad en nosotros. Y
entonces nos sentimos amados de Dios de tal manera que Dios viene a habitar en
nosotros, como nos está diciendo Jesús hoy en el evangelio.
Pero esto es algo que no podemos olvidar fácilmente,
porque está comprometiendo nuestra vida para siempre. ¡Qué santa tiene que ser
nuestra vida cuando somos conscientes de cómo Dios habita en nosotros! Muchas
conclusiones podríamos sacar. Es cierto que estamos llenos de debilidades y el
pecado nos acecha, pero ya Jesús nos ha prometido el Espíritu que será nuestra
sabiduría y nuestra fortaleza. ‘El Espíritu,
que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya
recordando todo lo que os he dicho’.
Cuando vamos viviendo todo esto una paz nueva llena
nuestro corazón. Podrá haber dificultades y contratiempos, pero no nos faltará
la paz. Nos sentiremos tentados y zarandeados por el enemigo malo que se nos
puede manifestar de muchas formas - muchas veces en la oposición que podamos
encontrar en un mundo adverso que nos rodea que nos puede hacer pasar por malos
momentos de incomprensión o de muchas cosas en contra, o los problemas con que
nos vamos enfrentando en nuestra vida, enfermedades, limitaciones, etc. - pero
tenemos la paz de Cristo con nosotros, en nuestro corazón.
‘La paz os dejo, la
paz os doy; no os la doy como la da el mundo, pero que no tiemble vuestro
corazón ni se acobarde’,
nos dice Jesús. Porque esa paz no es algo que nos sea impuesto como muchas
veces sucede con las cosas y estilos del mundo, sino que aun en los conflictos
tenemos paz, porque tenemos la seguridad de que Dios está con nosotros y su
Espíritu es nuestra fuerza.
Todo esto que estamos reflexionando desde la Palabra
del Señor proclamada en este sexto domingo de Pascua puede sernos también
iluminador para esta jornada que estamos celebrando en nuestra Iglesia de
España con la Pascua del Enfermo. Y es que un enfermo que vive en cristiano,
por decirlo de alguna manera, su enfermedad siente de forma intensa ese paso de
Dios por su vida ahí en sus propios dolores, limitaciones y sufrimientos. Su
propia enfermedad puede ser verdaderamente un sacramento de Dios para su vida.
¿Cómo podemos entenderlo? Recorramos las páginas del
evangelio y veremos a Jesús junto a los enfermos y a cuantos sufren y siempre
la presencia de Jesús es motivo de paz, de salud y de salvación. Con fe acuden
a Jesús con sus males y dolencias y la mano de Jesús se va posando sobre ellos
para llenarlos de vida y de esperanza. Muchos sanarán incluso físicamente de
sus enfermedades corporales, pero todos se sanarán desde lo más hondo de sí
mismos porque en ellos se despierta la fe, renace la esperanza y aparece la paz
y el amor en sus corazones. Jesús va siempre repartiendo vida y perdón, gracia
y paz, y los corazones se llenan de fortaleza y esperanza.
Es lo que en esta pascua del enfermo de manera especial
queremos celebrar y vivir. ‘La paz os
dejo, la paz os doy…’ nos sigue diciendo hoy Jesús. Y como decíamos antes,
podrán haber dificultades y contratiempos, pero no nos faltará la paz; podrán
sufrir nuestros cuerpos o vernos muy limitados por nuestras debilidades o los
muchos años, pero teniendo a Cristo con nosotros y dejándonos inundar por su
amor, estaremos llenos siempre de paz, porque Dios habita en nuestros
corazones. Y entonces sabremos darle sentido a nuestro sufrimiento y sabremos
unirnos a la pascua del Señor ofreciendo también nuestra vida en bien de la
iglesia y para la gloria de Dios.
Es lo que hoy queremos celebrar. Que ‘los misterios que estamos celebrando
transformen nuestra vida y se manifiesten en nuestras obras’, en la vida de
cada día.
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