Sab. 7, 22-8, 1
Sal. 118
Lc. 17, 20-25
Sal. 118
Lc. 17, 20-25
‘Unos fariseos le preguntaban a Jesús cuando iba a llegar el Reino de Dios’. ¿Será una pregunta que sólo se hacían en aquel tiempo o será una pregunta que de una forma u otra nos hagamos también hoy?
Tenemos inquietud dentro de nosotros por el Reino de Dios. Nos gustaría, por ejemplo, que la Iglesia fuera mejor considerada en nuestra sociedad, se escuchara más atentamente la voz de sus pastores sin tergiversaciones o malas interpretaciones; que la religión resplandeciera más en la vida de los hombres. Añoramos momentos de cierto triunfalismo – quizá vivido de alguna forma en épocas pasadas – con la gente en masa acudiendo a actos religiosos o manifestaciones de fe; que todo el mundo fuera creyente o que todos se convirtieran a la fe cristiana.
No está mal que tengamos esa inquietud interior porque además el espíritu misionero tiene que ser fuego ardiente en nuestro interior. ¿Veremos cosas así? ¿Será así cómo se manifieste el Reino de Dios? Jesús nos da respuesta: ‘El Reino de Dios no vendrá espectacularmente ni anunciarán que está aquí o está allí; porque mirad, el Reino de Dios está dentro de vosotros’.
¿Qué nos quiere decir Jesús? ¿Qué significan esas palabras? Por ejemplo, de entrada decir que no busquemos esas situaciones apoteósicas ni soñemos con esos triunfalismos constantinianos. La semilla del Reino de Dios se siembra interiormente en nuestro corazón, y es ahí en la transformación de nuestro corazón donde se tiene que manifestar.
Desde el corazón tenemos que aceptar que el Señor es nuestro único Dios, el que tiene que ocupar de verdad el centro de nuestra vida. Ha de ser el primer descubrimiento y el primer empeño. Y eso es lo que nos va a transformar por dentro. Cuando lo hagamos así es cuando en verdad van a germinar, florecer y fructificar esas semillas del Reino de Dios sembradas en nosotros. Y como una mancha contagiosa – la buena mancha del amor y de la justicia – se irá extendiendo e irá contagiando de un buen hacer el mundo que nos rodea.
Transformados nosotros por el Reino de Dios, ayudaremos a que los demás se transformen igualmente y así iremos transformando nuestro mundo. Así haremos que día a día más y más nuestro mundo se impregne del Reino de Dios. No podrás realizarlo en los demás si antes no se ha realizado en ti.
‘Si os dicen que está aquí o está allí, no os vayáis detrás’, nos sigue diciendo Jesús. Algunos quieren fundamentar su fe en apariciones o en milagros portentosos y los veremos corriendo de acá para allá buscando esas espectacularidades. Ha sido siempre así y así sigue sucediendo hoy. El verdadero seguimiento de Jesús no necesita de esas cosas y no se pueden convertir, entonces, es una necesidad insustituible para creer.
El Espíritu del Señor actúa en nuestro corazón y será el que nos mueve a reconocer la presencia de Dios, la presencia de Jesús en aquellas señales o signos que nos ha dejado de su presencia, en la Palabra, en los Sacramentos o en el amor de los hermanos, especialmente los más pobres. Ese es el milagro que tenemos que descubrir y admirar, que cada día o a cada instante se realiza o lo tenemos delante de nuestros ojos.
Corremos tras aquel milagro que nos cuentan, que si hubo una aparición aquí o allá, y sin embargo tenemos el milagro de la Eucaristía delante de nuestros ojos y no lo reconocemos ni lo valoramos lo suficiente.
Un día vendrá el Señor con gran poder y gloria, pero seremos capaces de verlo entonces si ahora somos capaces de ver y reconocer ese milagro de su presencia en nuestro corazón, en los sacramentos o en los hermanos. ‘El reino de Dios está dentro de vosotros’.
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