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domingo, 20 de octubre de 2013

Orar siempre, con esperanza y sin desanimarse

Ex. 17, 8-13; Sal. 120; 2Tim. 3, 14-4, 2; Lc. 18, 1-8
‘Levanto mis ojos a los montes, ¿de donde me vendrá el auxilio? El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra’. Levantamos nuestros ojos a Dios, buscamos a Dios, queremos estar con Dios.
Así hemos cantado el salmo, como una respuesta a lo que la Palabra de Dios nos ha ido diciendo. Esa Palabra del Señor que hemos escuchado y que nos llena de vida. Esa palabra que, como nos decía san Pablo, ‘nos puede dar la sabiduría que, por la fe en Cristo Jesús, conduce a la salvación’. Esa Palabra que hoy nos está insistiendo tanto en la oración que nos abre a Dios, que nos hace ir a Dios desde nuestras necesidades y problemas, o desde el deseo de estar con Dios.
El salmo nos ha hablado de levantar nuestros ojos a los montes y en la primera lectura hemos contemplado a Moisés que sube a un monte elevado para orar a Dios mientras el pueblo está luchando por abrirse paso en el desierto en medio de sus enemigos con el deseo de alcanzar la tierra prometida. Lo de subir al monte para orar o lo de levantar los ojos a lo alto de los montes en la oración es una forma de expresarse que vemos repetidamente en la Biblia - el Horeb, el Sinaí, el Tabor… por citar algunos - pero no solo como el hecho de subir física o geográficamente a lo alto de un monte, sino como ese deseo de elevarnos hacia Dios en su inmensidad y en su grandeza.
En el evangelio escuchamos que ‘Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre y sin desanimarse, les propuso una parábola’. Ya la hemos escuchado. Es la pobre viuda que va a pedir justicia pero que parece no ser escuchada. Ante la insistencia machacona de aquella pobre mujer al final aquel juez atenderá a la petición de hacer justicia. Y nos dirá al final de la parábola. ‘Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?... os digo que les hará justicia sin tardar’.
Jesús propone la parábola para explicarnos cómo debemos orar, orar siempre y orar con esperanza, sin desanimarse. Nos está enseñando Jesús a hacer una oración madura y con profundo sentido. Hemos de orar porque si en verdad somos creyentes, tenemos puesta nuestra fe en Dios, hemos de mantener una relación íntima y profunda con el Señor. Forma parte de nuestra identidad de creyentes y de cristianos.
Orar no es pensar en algo abstracto, no es entrar en una relación con lo abstracto, sino que nuestra oración es una relación personal, íntima y profunda con Dios. Es un tú a tú con Dios, aunque en nuestra pequeñez no seamos nada ante la inmensidad de Dios pero sin embargo nos sentimos amados y en ese amor de Dios engrandecidos porque nos hace hijos. De ahí esa relación que con Dios hemos de mantener. Por algo cuando Jesús nos enseña a orar nos enseña a llamar Padre a Dios.
Y nos dice Jesús que hemos de ‘orar siempre’. Es el respirar de nuestra alma en el encuentro vivo con el Señor. Pero además, cada situación de nuestra vida no es ajena a Dios. Ninguno de los acontecimientos de nuestra propia vida o de cuanto sucede en este mundo en el que vivimos es ajeno a Dios. Con El hemos de contar; su presencia hemos de sentir; su gracia y su ayuda hemos de pedir así como hemos de aprender también a darle gracias por cuanto nos sucede porque todo nos manifestará siempre lo que es el amor de Dios.
Ante Dios ponemos nuestras alegrías y nuestros gozos, las heridas de nuestro mundo y los desfalleceres de nuestro corazón. Con cuantas cosas venimos en nuestras manos, en nuestro corazón cuando venimos a la oración que no se puede quedar en una oración individualista de solo pedir por nosotros porque seria señal de la inmadurez de nuestra oración. Como Moisés, orantes, con los brazos levantados, suplicando por nuestro mundo, por nuestra sociedad, por cuantos sufren a nuestro lado. Como Moisés con los brazos levantados y sabiéndonos apoyar los unos en los otros en nuestras tareas y en nuestra oración, como vimos en la primera lectura que hicieron Aarón y Jur con Moisés.
Y finalmente nos decía el evangelio ‘orar siempre sin desanimarse’, sin perder la esperanza. Las prisas y las carreras con las que solemos andar en la vida no son buenas para nuestra relación con el Señor. El tiene su tiempo, que es el tiempo del amor para darnos lo mejor y lo que más necesitamos. Por eso la confianza con que hemos de orar, porque es encontrarnos con el Padre que nos ama no hace que no perdamos la esperanza, sino que se acreciente más y más. Las prisas y carreras alocadas pueden hacernos creer que nos podemos valer de nosotros mismos y no necesitamos de Dios. Pero hemos de tener siempre muy presente el amor y la confianza plena que ponemos en el Señor. No podemos perder el ritmo de la fe porque es querernos poner en el ritmo y la sintonía de Dios. Lo que tiene que hacernos perseverantes y constantes, que nunca resignados ni pasivos.
Dediquemos unos minutos de nuestra reflexión a la Jornada eclesial que hoy estamos celebrando. Es el día del Domund, el domingo de las misiones. El día en que la Iglesia universal reza y colabora también económicamente en favor de la tarea evangelizadora de los misioneros y misioneras que en nombre de la Iglesia anuncian el evangelio a lo largo del mundo. Es una cita importante dentro del calendario de cada año en el caminar de la Iglesia. FE + CARIDAD = MISIÓN, es el lema que este año se  nos propone, en sintonía con el año de la fe que estamos a punto de clausurar.
Una jornada que nos recuerda a todos los misioneros y misioneras que han salido de nuestras comunidades, de nuestras ciudades y pueblos, y están presentes en todos los territorios de misión, anunciando y dando testimonio del evangelio con el sello de la sencillez, de la entrega total a aquellos a quienes están compartiendo su fe y su caridad. Es la Misión de la Iglesia, que es nuestra misión. Desde esa fe que anima nuestra vida, con ese amor que caldea nuestro corazón, todos los cristianos nos sentimos enviados a la misión, al anuncio del evangelio que Jesús nos confió.
¿Dónde está la fuerza, cuál es la razón, qué es lo que empuja a estos misioneros y misioneras a lanzarse por el mundo? El evangelio, la fe, el amor, Cristo cuya misión quieren realizar. Como nos dice el Papa en su mensaje: ‘La Iglesia no es una organización asistencial, una empresa o una ONG, sino una comunidad de personas animadas por la acción del Espíritu Santo que han vivido y viven la maravilla del encuentro con Jesucristo y desean compartir esta experiencia de profunda alegría, compartir el mensaje de salvación que el Señor nos ha dado’. Ahí está la razón y la fuerza para el coraje de estos misioneros en el desarrollo de su labor.
Como  nos dice en otro momento de su mensaje. ‘se hace urgente el llevar con valentía, a todas las realidades, el Evangelio de Cristo, que es anuncio de esperanza, reconciliación, comunión; anuncio de la cercanía de Dios, de su misericordia, de su salvación; anuncio de que el poder del amor de Dios es capaz de vencer las tinieblas del mal y conducir al camino del bien’.
Y continúa diciéndonos: ‘El hombre de nuestro tiempo necesita una luz fuerte que ilumine su camino y que solo el encuentro con Cristo puede darle. Traigamos a este mundo, a través de nuestro testimonio, con amor, la esperanza que se nos da por la fe. La naturaleza misionera de la iglesia no es proselitismo, sino testimonio de vida que ilumina el camino, que trae esperanza y amor’.
El mundo necesita de la luz del Evangelio. Pensamos en países lejanos, pero pensamos también en el mundo cercano a nosotros que se ha cerrado a la luz de Cristo y necesita de nuevo reencontrar esa luz. Queremos ser misioneros yendo hasta las confines de la tierra, pero hemos de ser misioneros yendo a esos confines que pueden estar cerca de nosotros porque muchos necesitan esa luz de Cristo. Es el anuncio de ese Evangelio, de esa Palabra que ‘nos puede dar la sabiduría que, por la fe en Cristo Jesús, conduce a la salvación’.
Es algo que tiene que entrar también insistentemente en nuestra oración.

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