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sábado, 19 de octubre de 2013

La fe sea como el respirar natural de nuestra vida y nos sintamos envueltos por el Espíritu Santo

Rom. 4, 13.16-18; Sal. 104; Lc. 12, 8-12
No sé si a ustedes les habrá pasado por la cabeza algo semejante, pero muchas veces, sobre todo cuando uno ve el testimonio de los mártires y tenemos reciente la beatificación de los 522 mártires españoles de la persecución religiosa del siglo XX en nuestro país, uno se pregunta, al menos yo me lo pregunto, si me viera en esa situación ¿cómo reaccionaría yo? ¿sería capaz de resistir y dar el testimonio hasta el final? Y es que uno considera su propia debilidad que ante la tentación tantas veces claudicamos y nos dejamos llevar por el maligno.
Creo que es cuestión de vivir con intensidad nuestra fe en cada minuto, en cada instante de nuestra vida. La fe, la actitud de fe, no puede ser una cosa de quita y pon sino que tiene que ser como nuestro respirar. Respiramos allí donde estemos, sea lo que sea lo que estemos haciendo, porque eso forma parte natural de nuestro ser, de manera que sin respirar no podríamos vivir.
Así tendría que ser nuestra fe, pienso yo; cada momento, cada palabra, cada cosa que hagamos, todo lo que vivimos ya sea en los momentos agradables y de felicidad o en los momentos en que quizá no lo estamos pasando también, la fe tiene que ser como nuestro respirar; cada una de esas cosas, de esos momentos tienen que ser animados por nuestra fe, por nuestro actuar desde la fe, por esa visión de la vida y de lo que hacemos desde la fe.
Entonces expresaríamos con naturalidad nuestra fe en cualquier situación en que nos encontremos; entonces daríamos testimonio de nuestra fe frente a los demás porque es manifestarnos como nosotros somos, como nosotros sentimos y vivimos.
Hoy nos habla Jesús de dar la cara por El en cualquier situación. ‘Si uno se pone de mi parte ante los hombres, también el Hijo del Hombre se pondrá de su parte ante los ángeles de Dios’, nos dice. Luego no podemos ocultar nuestra fe ni disimularla, aunque esa manifestación no sea fácil. Como creyente me tengo que manifestar. Y Jesús nos promete que aunque sea difícil su Espíritu estará con nosotros. ‘Cuando os conduzcan a la sinagoga, ante los magistrados y las autoridades,  no os preocupéis de lo que vais a decir, o de cómo os vais a defender. Porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel momento lo que tenéis que decir’.
Si decíamos antes que sentimos admiración por los mártires que se enfrentaron a tribunales y a tormentos hasta llegar a testimoniar su fe con su propia vida, derramando su propia sangre, es porque se dejaron conducir por el Espíritu divino que estaba en ellos. Nos sorprende la valentía de los mártires, sobre todo cuando son niños o personas jóvenes que nos podrían parecer más débiles o más fáciles de seducir con propuestas engañosas, pero es que el Espíritu Santo estaba en ellos y se dejaron conducir por El.
Hoy Jesús nos habla de un pecado imperdonable que es el pecado contra el Espíritu Santo. ¿De qué pecado se trata? Pues, en pocas palabras, diríamos que de negar esa asistencia del Espíritu Santo en nuestra vida y no dejarnos conducir por El. Es que cuando no nos dejamos conducir por el Espíritu Santo se nos haría imposible el que diéramos pasos de verdadera conversión.
Es el Espíritu el que nos llama y nos conduce en nuestro interior a la conversión, a la vida nueva, a las obras nuevas del amor; si lo negamos, estaríamos negándonos a dejarnos conducir por El; si lo negamos, estaríamos negándonos a recibir el perdón de Dios, porque por la fuerza del Espíritu es como lo recibimos; como se dice en la fórmula de absolución ‘ha derramado el Espíritu Santo para el perdón de los pecados’.
Como decíamos al principio que la fe sea como el respirar natural de nuestra vida y entonces nos sintamos envueltos por la gracia divina en todo momento, por la fuerza y la presencia del Espíritu en nosotros. Así podremos manifestar con entusiasmo nuestra fe, así podríamos vivirla con alegría en todo momento, así podríamos contagiar a cuantos nos rodean de esa alegría de la fe.

¿Podrá haber algo más hermoso que llene de plenitud nuestra vida que la fe?

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