Perdonemos con la sublimidad divina del amor curándonos a
nosotros mismos de resentimientos y dureza del corazón para sentir la verdadera
paz
Eclesiástico 27, 33 – 28, 9; Sal 102;
Romanos 14, 7-9; Mateo 18, 21-35
Predicamos la
tolerancia y luego en el día a día somos terriblemente intolerantes sobre todo
con aquellos que no nos caen bien, o a los que sentimos como adversarios
nuestros en la manera de plantearse las cosas porque quizás tienen otra visión
de la vida y de las cosas, o con aquellos con los que nos sentimos molestos por
algo que hicieron que no nos gustó y a los que ahora no le pasamos nada.
Digo predicamos, pero
lo digo en el sentido de que en nuestra conversación con los demás nos
encontramos con personas que nos pintan maravillas y nos dicen que no seamos
intolerantes porque respetemos las decisiones o las ideas de los demás. Como
hemos comentado en alguna ocasión, cuando hablamos podemos decir cosas
maravillosas pero luego no somos congruentes con esas ideas que hemos expresado
anteriormente.
Y aquí nos encontramos
con el tema que nos presenta el evangelio de hoy y los planteamientos que hace
para nuestra vida. Y es que con nosotros mismos somos una maravilla de
tolerantes, porque todo nos lo perdonamos o pretendemos que los demás
comprendan lo que hacemos aunque hayamos obrado mal y sean misericordiosos con
nosotros; siempre queremos tener la comprensión y el perdón para lo que hacemos
mal, buscándonos mil disculpas y justificaciones, pero no obramos con la misma
medida para con los demás.
Y es cuando queremos
poner limitaciones a la comprensión que podamos sentir hacia los demás, porque,
como decimos, todo tiene un límite. Pero el planteamiento de amor que nos hace Jesús
para nuestras mutuas relaciones no tiene límites. No podemos decir nunca que
somos generosos hasta cierto punto, porque eso no seria generosidad. No podemos
andarnos con generosidades egoístas, donde estemos planteando unas exigencias
para los demás que entrañan al mismo tiempo un límite a nuestro amor.
Comienza el evangelio de
hoy con la pregunta de Pedro que refleja muy bien esos planteamientos que
nosotros nos hacemos. ‘¿Cuántas veces tengo que perdonar a mi hermano?
¿Hasta siete veces?’ y ya con ese número se las está dando de generoso.
Bien conocemos la respuesta de Jesús porque muchas veces hasta se convierte en
una cantinela de nuestra vida. Jesús nos viene a decir que el que es generoso
no está contando lo bueno que hace, el que es generoso para perdonar no está
contando cuantas veces ha perdonado ya.
Por eso Jesús a continuación
nos propone la parábola. No pretende la parábola resaltar la mezquindad de
aquel siervo que fue perdonado de una fuerte deuda pero no fue capaz de
perdonar la pequeñez que le debía el compañero. Eso no hace falta resaltarlo
porque bien lo tenemos en nuestras obras de cada día. Lo que el evangelio nos
quiere resaltar es la generosidad de aquel rey que está dispuesto a perdonar
con generosidad sin límites.
Frente a la mezquindad
de nuestras relaciones intolerantes, que se llenan de rivalidades, reticencias
y desconfianzas, deseos de venganza y resentimientos que endurecen el corazón
aparece lo divino del amor que se hace perdón.
Ya Jesús en otro
momento del evangelio nos dirá que seamos compasivos y misericordiosos como lo
es nuestro Padre del cielo. Con el perdón nos parecemos a Dios, manifestamos lo
que es el amor de Dios. Y Jesús es la manifestación de ese rostro
misericordioso de Dios, no solo porque decimos que ha venido a ofrecer su vida
por nuestra salvación, para obtenernos el perdón de Dios que necesitamos, sino
que contemplemos cada paso, cada cercanía de Jesús a los enfermos y a los
pecadores y estaremos contemplando ese rostro misericordioso de Dios. No en
vano cuando cura al paralítico que han hecho llegar a sus pies la primera sanación
que Jesús le regala es el perdón de los pecados. Pero aun más lo veremos en la
cruz no solo perdonando a quienes lo están crucificando sino convirtiéndose en
abogado defensor ante el Padre ante el cual tendrá hasta una palabra de
disculpa para quienes le crucifican. ‘¡Padre, perdónales, porque no saben lo
que hacen!’
Pero ese perdón que
Dios nos ofrece tiene que ser acogido y aceptado por nuestra parte. Acogerlo y
aceptarlo significa que nosotros reconozcamos nuestro pecado, nuestra
debilidad; pero acogerlo y aceptarlo es que nosotros nos convirtamos en perdón
para los demás, que es lo que no supo hacer aquel siervo tan ingrato. Por eso Jesús
en su oración nos enseña a que le pidamos perdón a Dios por nuestras ofensas,
como también nosotros estamos dispuestos a perdonar a los demás.
Pero hay que decir también que cuando nosotros en esa sublimidad divina de nuestro amor estamos ofreciendo el regalo del perdón a los demás, es a nosotros mismos a quienes nos estamos haciendo un regalo, el regalo de la paz. Nos desprendemos de esas sombras de resentimientos y de dolores que podamos sentir en el corazón, nos curamos de nuestras intolerancias y de la dureza del corazón para sentir la verdadera paz del perdón también en nuestras vidas. Si no has llegado a terminar de sentir esa paz es que todavía no solo no has perdonado del todo al otro, sino que no te has perdonado a tí mismo, nos has terminado de curar y llenar de nuevo de luz tu corazón.
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