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domingo, 23 de mayo de 2010

Creemos en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida


Hechos, 2, 12-11;
Sal. 103;
1Cor. 12, 3-7.12-13;
Jn. 20, 19-23


En aquella sala alta y aderezada que Jesús había solicitado - ¿a un pariente quizá? – para celebrar la Pascua con sus discípulos, y que ya desde entonces nosotros llamaríamos el Cenáculo, sucedieron muchas cosas. Con todo detalle les había señalado Jesús a los enviados cómo habían de encontrarla siguiendo a un hombre que entraba en la ciudad con un cántaro de agua.
Se había comenzado con la señal más honda y más significativa de lo que iba a ser el amor más grande cuando Jesús lave los pies de los discípulos. Luego durante la cena fue el lugar también de la institución de la Eucaristía como signo permanente y eterno de la Pascua más plena, de manera que a partir de entonces cada vez que comemos ese pan y bebemos de esa copa anunciaríamos la muerte del Señor hasta que vuelva.
Pero iba a ser también el lugar de la efusión del Espíritu para el nacimiento de un hombre nuevo y de una humanidad nueva en el perdón y en el amor. Lo fue en la primera aparición de Cristo resucitado, como nos narra Juan en el Evangelio y hoy hemos escuchado, o cincuenta días después en Pentecostés como Lucas en los Hechos de los Apóstoles nos describe cómo el Espíritu prometido por Jesús se derramaría sobre la Iglesia naciente en aquel grupo de los Apóstoles y los discípulos que allí estaban reunidos también con la madre de Jesús.
Es lo que hoy estamos celebrando. Pentecostés, no como fiesta judía de la Ley y de las ofrendas de las primicias de los frutos de la tierra, sino como la gran fiesta del Espíritu que se derramó entonces sobre los apóstoles y se sigue derramando en nosotros y en la Iglesia a través de los siglos.
Con muchos signos y prodigios se manifestó entonces la efusión del Espíritu Santo sobre los apóstoles para que así pudieran captar mejor las maravillas que el Señor obraba en ellos y para que se expresara también que a partir de entonces todo tenía que ser nuevo y distinto porque una comunidad nueva comenzaba.
Ya podían proclamar con todo sentido que Jesús es el Señor, como Pedro proclamaría con toda valentía a las gentes que se congregaron a las puertas del Cenáculo atraídas por las señales que escucharon de que algo extraordinario había sucedido en aquellos ruidos como vientos recios que hicieron temblar el lugar. ‘Nadie puede decir Jesús es Señor, si no es bajo la acción el Espíritu Santo’ diría más tarde Pablo como hoy hemos escuchado en su carta.
Como un signo de lo que en verdad significa la acción del Espíritu en la Iglesia las gentes dispersas por la ciudad ahora se han congregado allí en la confesión de una misma fe a los que antes el pecado había dividido. Es el Espíritu que nos llama y nos congrega en un nuevo pueblo y en una nueva humanidad donde todos formamos un solo cuerpo y nos sentimos movidos por el amor.
Sucede ahora lo contrario que en Babel donde la confusión de las lenguas los había dispersado, porque ahora, aunque hablaran distintas lenguas según el lugar de donde procedía cada uno, todos sin embargo los oían hablar de las maravillas de Dios como si hablaran en su propia lengua. El Espíritu hace hablar el lenguaje del amor porque es el Espíritu del amor, y ese lenguaje sí que lo podemos todos entender.
El Cenáculo había sido hasta entonces un lugar cerrado porque los temores y las desconfianzas allí los habían encerrado; estaban con las puertas bien cerradas por miedo a los judíos cuando Cristo resucitado se les aparece en aquel primer día de la semana, y aún más, hasta se habían llenado de temor en el momento de la aparición de Jesús. Ahora, por la fuerza y la presencia del Espíritu, las puertas quedan abiertas y ya no pueden cerrarse más, porque allí había irrumpido el Espíritu y de allí había que salir con su fuerza y con su gracia a hacer el anuncio y dar el testimonio de la Buena Nueva de la Salvación para todos los hombres hasta los confines del mundo.
Se acabaron las dudas y los temores, han de disiparse para siempre los miedos y las desesperanzas, una valentía y un coraje nuevo tienen que arder en el corazón, y el fuego del Espíritu ya no podrá apagarse, sino más bien incendiar el mundo con el fuego del amor. ‘Fuego he venido a traer a la tierra, y qué quiero sino que arda’, había dicho un día Jesús. Ahora comienza a propagarse el incendio de la fe y del amor.
Es el Espíritu que se sigue derramando en nuestros corazones y nos hace comprender la realidad misteriosa que celebramos en los sacramentos; que infunde en nosotros el conocimiento pleno de la verdad revelada; que nos congrega en la confesión de una misma fe a los que andábamos divididos y confusos a causa del pecado.
El Espíritu que ha hecho de la Iglesia sacramento de unidad para todos los pueblos. El Espíritu que ha sido enviado como primicia a los creyentes a fin de santificar todas las cosas y llevar a plenitud su obra en el mundo. El Espíritu que nos santifica y nos llena de gracia y de vida, porque donde está el Espíritu ya no puede haber pecado ni muerte. El Espíritu Santo, dador de vida, fuente de vida inagotable y creciente que nos llena de santidad y de gracia. El Espíritu Santo que nos llena con sus dones y suscita en medio de la Iglesia los carismas y servicios que enriquecen al pueblo de Dios.
Muchas más cosas podríamos seguir diciendo de la acción de gracia del Espíritu Santo en nuestra vida y en la vida de la Iglesia. Muchas veces ha sido el gran desconocido para muchos cristianos, pero sin embargo ha ido actuando siempre en nuestros corazones, porque aún sin reconocerlo nosotros, ha sido el Espíritu Santo quien nos impulsa a lo bueno y a lo santo y el que ha ido guiando a la Iglesia a través de la historia; es el que nos ha llevado al conocimiento pleno de los misterios de Dios, que ‘nos ha hablado por los profetas’, como decimos en el Credo, y nos sigue hablando en el actuar de la Iglesia a través de los tiempos.
‘Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria’, decimos en el Credo. Hoy queremos expresar nuestra fe, cantar nuestra alabanza y bendición al Señor, porque en la unidad del Espíritu, por Cristo, con Cristo y en Cristo queremos tributar todo honor y toda gloria a Dios Padre todopoderoso. Somos conscientes que si queremos cantar esta alabanza y dirigir nuestra oración y acción de gracias a Dios, lo hacemos porque el Espíritu está en lo más hondo de nuestros corazones inspirándonos El ese misma cántico de alabanza y esa oración.
Que en el Espíritu nos sintamos congregados en unidad los que participamos del Cuerpo y de la Sangre de Cristo.

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