2Ped. 1, 18-25;
Sal. 147;
Mc. 10, 32-45
Cuando tenemos que comentar la Palabra de Dios que se nos proclama en la celebración nos vemos a veces en el dilema de cuál texto comentar o en qué aspecto especial vamos a fijarnos para centrar nuestro comentario y reflexión.
Quienes han escuchado con atención la Palabra proclamada, mientras va llegando a sus oídos, en su corazón van sintiendo ya muy viva esa Palabra que el Señor les dice y quizá sean aspectos en que luego tal vez el sacerdote no se fije para el comentario. Lo importante es que llegue de una manera viva a nuestro corazón. Allá en lo más hondo de nosotros mismos el Señor quiere siempre decirnos algo.
Es lo que nos sucede hoy. El texto del evangelio, de gran riqueza como Palabra del Señor que es, tenemos muchas ocasiones de comentarlo a lo largo del año. Por ello hoy quisiera fijarme más en la carta de san Pedro.
Comenzar diciendo que en el Antiguo Testamento, como también vemos en otras expresiones religiosas, el pueblo judío ofrece sacrificios a Dios para su alabanza .- hermosos son tantos salmos de alabanza que se cantaban en el templo de Jerusalén como el que hoy hemos recitado entre lecturas, ‘glorifica al Señor, Jerusalén’– como reconocimiento que de Dios nos viene todo y a El tenemos que ofrecérselo como ofrenda de acción de gracias.
Pero también los sacrificios ofrecidos tienen el sentido de la reparación, expiación y purificación de los pecados. En ese sentido había sacrificios y actos de culto muy concretos. El hombre, la humanidad ha ofendido a su Dios y su Creador y le ofrece dichos sacrificios para obtener el perdón del Señor. ¿Y qué ofrece? Aquello que humanamente el hombre puede tener, holocaustos y ofrendas de los frutos de la tierra o sacrificios de animales.
Con Cristo, podríamos decir, todo cambia. No son nuestras cosas humanas las que van a conseguir ese perdón de Dios ni nosotros simplemente por nuestras obras, sino que es Dios mismo quien nos ofrece su perdón y su amor. Nosotros, cierto, tenemos que reconocer nuestra condición pecadora y también pedir perdón a Dios. Pero será la Sangre de Cristo derramada por amor la que nos va a limpiar de nuestros pecados. Y no sólo nos perdona sino que nos ofrece nueva vida.
Es lo que quiere decirnos hoy la segunda carta de Pedro. Nuestro valor no está en nosotros lo que nosotros podamos ofrecerle, sino en el valor infinito de la Sangre de Cristo derramada por nosotros en el sacrificio de la cruz, el sacrificio de su Pascua.
‘Ya sabéis con qué os rescataron de ese proceder inútil… no con bienes efímeros, con oro o plata, sino a precio de la sangre de Cristo, el Cordero sin defecto ni mancha…’ Nos arranca del poder del pecado, del poder del maligno con su entrega y su muerte en la cruz. Nos compra a precio de sangre, podemos decir. Aquello de que no hay amor más grande que el de quien da la vida por el que ama. Lo tenemos en Jesús.
Grande es el amor que Dios nos tiene que nos envió a su Hijo, que se entregó por nosotros. Infinito es ese amor como infinito es Dios y de valor infinito, entonces, la Sangre de Cristo derramada por nosotros. ¡Cuánto tenemos que darle gracias a Dios! No nos podemos cansar de nuestra acción de gracias y nuestra alabanza. ‘Por Cristo vosotros creéis en Dios, que lo resucitó y le dio gloria, y así habéis puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza’, continúa diciéndonos.
Acción de gracias y alabanza que damos con nuestra respuesta de fe y de amor. Por eso nos dice Pedro hoy: ‘Ahora que estáis purificados por vuestra respuesta a la verdad y habéis llegado a quereros sinceramente como hermanos, amaos unos a otros de corazón e intensamente… mirad que habéis vuelto a nacer… por medio de la Palabra de Dios viva y duradera… Palabra del Señor que permanece para siempre. Y esa Palabra es el Evangelio que os anunciamos’.
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