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sábado, 31 de enero de 2009

¿No te importa que nos hundamos?

Hebreos, 11, 1-2. 8-19

Sal.: Lc. 1, 69-75

Mc. 4, 35-40

‘Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?’ Fue el grito y la súplica de los discípulos en medio de la tormenta desatada en lago mientras lo atravesaban a la otra orilla. Decir que normalmente el lago de Galilea suele estar en calma; sin embargo, dada la depresión en la que se encuentra al principio del valle del Jordán y con la cercanía de las altas montañas del Hermón, en ocasiones se levantan estas fuertes tormentas. La barca estaba a punto de zozobrar. Y Jesús ‘estaba a popa, dormido sobre un almohadón’.

Es significativo este hecho. Jesús estaba allí y ellos tenían miedo. Es el grito desgarrador que muchas veces surge también de nuestro interior, que surge del corazón de tantos que se ven solos, o les parece estar solos, cuando se tienen que enfrentar a las tormentas de la vida que nos zarandean.

Pienso en la súplica dolorida de un padre que en la crisis económica en que vivimos se ve sin tener para llegar a fin de mes y poder dar de comer a sus hijos. Pienso en el padre o madre que ve morir a su hijo víctima de la droga quizá, o de un accidente o de una cruel enfermedad. Pienso en quien de repente se ve despojado de todo, porque las cosas no le han salido, los problemas de todo tipo lo agobian y ya no sabe por donde salir. O pienso en esos problemas personales que nos pueden surgir en el corazón cuando deseamos algo, queremos tomar un camino, la convivencia con los demás se nos hace difícil, y todo se nos vuelve oscuro. ¿Dónde estás, Señor? ¿Por qué me has dejado sólo. Ya no me escuchas…

Pero el Señor está ahí. Y si supiéramos ver que esta ahí, a nuestro lado, aunque nos parezca que duerma o no nos escuche, seguramente volverá la calma y la paz a nuestro corazón. ‘Jesús se puso en pie, increpó al viento y dijo al lago: Silencio, cállate. Y el viento cesó y vino una gran calma’. No era sólo la calma del viento que había cesado, sino la paz que se siente con la presencia de Jesús.

Pero está el reproche de Cristo: ‘¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?’ Nos hace falta despertar nuestra fe. Tener la confianza y la seguridad de que El está ahí y nada nos puede faltar.

La Carta a los Hebreos que venimos leyendo nos habla del ejemplo de la fe de Abrahán, de Jacob, de Isaac, incluso de Sara. ‘La fe es seguridad de lo que se espera, y prueba de lo que no se ve’, nos decía el autor sagrado. Y ayer escuchamos que ‘el justo vivirá de fe… y somos hombres de fe para salvar el alma’.

‘Por fe obedeció Abrahán y salió hacia la tierra que iba a recibir en heredad. Salió sin saber adónde iba…’ Fue grande la fe de Abrahán para ponerse en camino, para creer en la promesa de Dios, para aceptar el camino duro del sacrificio que se le pedía. Es nuestro modelo y ejemplo. Es la fe que tenemos que despertar en nuestro corazón, que tiene que envolver nuestra vida, que tiene que motivar toda nuestra esperanza, que nos dará fuerzas para caminar aunque el camino se nos vuelva duro y áspero.

El Señor es fiel a su promesa. Y nos prometió que estaría con nosotros hasta el final de los tiempos. Prometió darnos su Espíritu y lo ha derramado en nuestros corazones. Y no es el Señor el que está dormido sobre un almohadón, sino que somos nosotros quizá los que nos dormimos sobre el almohadón de la desconfianza, de la rutina, de la frialdad, de la indiferencia y por eso zozobramos en tantas ocasiones. Esos embates de las tormentas quizá el Señor los permita para que despertemos de nuestra inconsciencia. Que se avive y se despierte nuestra fe.

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