Hebreos, 10, 19-25
Sal. 23
Mc. 4, 21-25
‘¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?’ se preguntaba el salmista del Antiguo Testamento. Y en el mismo salmo se le respondía: ‘El hombre de manos inocentes y puro corazón que no confía en los ídolos’.
¿Podemos nosotros subir al monte del Señor y entrar en su recinto sacro si nuestras manos están manchadas y nuestro corazón es el de un hombre pecador?
Podemos, sí, porque el Señor nos ha purificado y hemos sido lavados en la sangre del Cordero. Cristo nos ha redimido. Cristo nos ha purificado. Cristo nos ha salvado y nos ha abierto las puertas para entrar en el Santuario de Dios; nos ha puesto en camino para que marchando por sus sendas lleguemos hasta el altar de Dios.
‘Teniendo entrada libre al santuario, en virtud de la sangre de Jesús; contando con el camino nuevo y vivo que El ha inaugurado para nosotros a través de la cortina, o sea, de su carne…’ Así nos decía el autor sagrado en la Carta a los Hebreos. Emplea de nuevo la imagen de la cortina que separaba el Santuario en el templo de Jerusalén, y que recordamos - como nos decían los evangelistas, ‘el velo del templo se rasgó de arriba abajo’ -, a la muerte de Cristo en la Cruz esa cortina ya ha sido quitada para que podamos llegar hasta Dios.
‘¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?’ Con corazón humilde nos lo preguntamos una y otra vez cuando venimos a la presencia del Señor. Por eso la liturgia, por ejemplo, nos pide cada vez que vamos a celebrar la Eucaristía que nos reconozcamos pecadores en la presencia del Señor. Misterio grande de Dios al que nos acercamos cuando venimos a la Eucaristía. ¿Seremos dignos? Nos reconozcamos pecadores con fe y con esperanza. Porque sabemos quién nos purifica, quién nos salva. Y una vez más antes de acercarnos a comer a Cristo volvemos a confesar ‘yo no soy digno, pero una palabra tuya bastará para sanarme…’
‘Y teniendo un gran sacerdote al frente de la casa de Dios, acerquémonos con corazón sincero y llenos de fe, con el corazón purificado de mala conciencia y con el cuerpo lavado en agua pura’. Corazón humilde y sencillo. Corazón lleno de fe y de esperanza. Tenemos a Cristo que nos ha purificado. Reconocemos nuestra indignidad y pecado. Con sinceridad nos ponemos ante Dios.
‘Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, porque es fiel quien hizo la promesa…’ No nos puede faltar la esperanza. Dios nos ha prometido y dado su salvación, su perdón y su gracia.
Pero hay un aspecto más que no es menos importante. ‘Fijémonos los unos en los otros para estimularlos a la caridad y a las buenas obras’. Es que no andamos solos. Es un camino que hacemos en comunión con los demás. ¡Ay de aquel que quiere caminar solo y quiere prescindir de los demás! El que solo anda, solo se cae y nadie le tenderá una mano para levantarse.
Cuando nos fijamos en los demás tenemos la tendencia de fijarnos más bien en lo malo que en lo bueno. Así somos. Pero aquí se nos pide que nos fijemos en los demás para sentirnos estimulados a la bueno, al amor, a las obras buenas. Y es que el hermano que camina a mi lado, débil y pecador como yo, puede ser un estímulo para mí si yo se apreciar su esfuerzo, su lucha, sus ganas de salir adelante, de hacer cosas buenas; tendrá fallos, defectos y debilidades como yo que también los tengo, pero puede ser y de hecho es un aliciente para mí. Y cuando contemplamos a los santos que lograron vivir su santidad a pesar de sus debilidades y tentaciones, me siento más impulsado a mi lucha y a mi superación.
‘¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?’
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