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jueves, 8 de diciembre de 2011

María, la llena de gracia, la Inmaculada, la Purísima


Gén. 3, 9-15.20;

Sal. 97;

Ef. 1, 3-6.11-12;

Lc. 1, 26-38

Esta fiesta de la Virgen que hoy estamos celebrando, esta Solemnidad de la Inmaculada Concepción de María, es una de las fiestas más hermosas de la Virgen, más entrañables para el pueblo cristiano. A través del año son muchas las fiestas que en nuestro amor y devoción a la que es la Madre de Dios y nuestra madre vamos celebrando.

Celebramos su Maternidad divina origen y fuente podíamos decir de todo el misterio de María, o celebramos su Asunción gloriosa al cielo en Agosto que es fiesta muy querida y entrañable para el pueblo cristiano; celebramos su Natividad o la celebramos en las diversas advocaciones con que la honramos, la invocamos y la amamos según nuestros propios lugares o según también los sentimientos que afloran en nuestro corazón en honor de la Madre.

Pero esta es la fiesta de la Inmaculada, la fiesta de la Purísima, así sin más, y está surgiendo ahí en nuestro corazón nuestro amor de de hijos a Madre tan querida y tan preclara. Y la contemplamos toda pura, toda llena de radiante hermosura, con la belleza más original y más grande, como tantos artistas magistralmente nos la han querido plasmar en cuadros, en imágenes, en poesías y cantos.

La liturgia también se desborda en este día en todo el esplendor de sus imágenes y sus signos en los diversos textos que se nos ofrecen para cantar a María, para cantar con ella la gloria del Señor. No nos cansamos de intentar decir cosas bellas a la Madre y ofrecerle el más tierno y puro amor, como siempre todo buen hijo quiere hacer.

Qué no haría un hijo por su madre si en su mano estuviera el poderle dar lo más hermoso o adornarla con las más preciadas joyas. Es lo que quiso hacer Dios con la que iba a ser la Madre de Jesús, la Madre del Hijo de Dios encarnado, en fin de cuentas, la Madre de Dios. Si como consecuencia del pecado de Adán todos nacemos con la mancha del pecado original no iba a permitir Dios que quien iba a prestar sus entrañas para que el Hijo de Dios se encarnase haciéndose hombre para nuestra salvación, para vencer la muerte y el pecado naciera con esa mancha en su alma.

Es el misterio admirable y maravilloso que hoy en María estamos celebrando. En virtud de los méritos de Cristo Ella iba a ser preservada de todo pecado. ‘Porque preservaste a la Virgen María de toda mancha de pecado original para que en la plenitud de la gracia fuese digna madre de tu Hijo…’ cantamos en el prefacio para cantar la gloria del Señor y darle gracias. ‘Preparaste a tu Hijo una digna morada y en previsión de la muerte de tu Hijo la preservaste de todo pecado… la preservaste limpia de toda mancha de modo singular…’ repetimos una y otra vez en las diversas oraciones litúrgicas.

María, la llena de gracia, la que encontró gracia ante el Señor, como la saluda y le dice el ángel de la anunciación. ‘La virgen se llamaba María’, había dicho el evangelista cuando nos describe el cuadro donde se iba a realizar y hacer presentes las maravillas del Señor. Pero cuando el ángel la saluda de entrada no es ese el nombre que utiliza, sino que la llama ‘la llena de gracia’.

A todos los significados que los gramáticos puedan buscar en la etimología de María hay que añadir el significado que le da el ángel a su nombre, ‘la llena de gracia’. Luego sí le dirá, ‘no temas, María…’ porque tu eres la llena de gracia, porque ‘has encontrado gracia ante Dios’. Encontró gracia ante de Dios y se inundó de Dios, ‘el Señor está contigo’, le sigue diciendo el ángel. Tan llena de Dios que está inundada del Espíritu Santo para hacer que de Ella nazca Dios hecho hombre. ‘La fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra… y el Santo que va a nacer, se llamará Hijo de Dios’. Es el misterio de Dios que nos describe el evangelista y tantas veces hemos escuchado y meditado.

Si Dios así la reviste de toda gracia y hermosura, gracia que va a brillar en su fe y en su amor, en su alma siempre dispuesta para Dios y en su corazón siempre rebosante de amor para amar y para servir, hasta hacer posible que todos quepamos en su corazón de Madre cuando el mismo Dios nos la regala, cómo no vamos nosotros también a piropearla con nuestro amor, a cantar los cánticos más bellos para María, cómo no vamos a alegrarnos con la alegria más grande y más pura en su fiesta como hoy lo hacemos. Ya quisiera ser músico y poeta para cantar las más hermosas melodías en su honor o entonar los más bellos cánticos y poemas.

Pero es que además en el espejo de María hemos de mirarnos, como se miran siempre todos los hijos que quieren imitar a su madre. ‘Comienzo e imagen de la Iglesia, esposa de Cristo, llena de juventud y de radiante hermosura’, le dice la liturgia en el prefacio. La belleza del corazón de María, la belleza de la santidad de María es el espejo donde hemos de mirarnos porque ahí nos está señalando el camino de santidad y de gracia que nosotros hemos de recorrer también; ahí estamos contemplando la santidad de María que es el vestido con que nosotros nos hemos de vestir, o el molde en el que nos hemos de meter para formarnos a imagen de María.

María, la primera redimida, porque en previsión de los méritos de Cristo, su Hijo, fue preservada del pecado, va delante de nosotros señalándonos el camino, diciéndonos con su santidad que es posible hacer ese camino de seguimiento a Jesús si somos capaces como ella de plantar en nuestro corazón y en nuestra vida la Palabra de Dios. ¿No recordamos lo que diría Jesús que quien escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica ese es su madre y su hermano y su hermana? Ahí lo tenemos, ahí tenemos a María delante de nosotros enseñándonos, si nos parecemos a ella, cómo hemos de saber acoger la Palabra de Dios en nuestro corazón.

Ahí camina María delante de nosotros con esa disponibilidad total de su corazón para amar y para servir haciéndose la última y la esclava de todos como luego Jesús nos enseñará en el evangelio que quien se hace el último y el servidor de todo ése será el más grande en el Reino de los cielos. Transformemos nuestro corazón a imagen del corazón de María para que así siempre esté lleno y rebosante de amor. Tengamos los ojos de María para ver con mirada nueva e ir descubriendo en cada momento donde hemos de poner todo nuestro amor como ella lo hacía. Y así, una a una, vayamos copiando todas sus virtudes, vayamos revistiéndonos de su santidad, llenándonos de la gracia del Señor.

Cantemos al Señor que ha hecho maravillas en María. ‘Cantad al Señor un cántico nuevo que ha hecho maravillas’, que decíamos en el salmo. Cantemos y bendigamos al Señor que en Cristo nos ha bendecido también a nosotros con toda clase de bendiciones espirituales y celestiales, como decía san Pablo en la carta a los Efesios. Bendecimos a Dios que nos ha elegido y nos ha llamado para que seamos santos e irreprochables en el amor, pero que nos ha dado a María como el más sublime ejemplo y modelo de amor, de gracia, de santidad, porque nos la ha dado como Madre.

Es la fiesta de la Purísima, de la Inmaqculada y al contemplar la santidad de María nos sentimos impulsados a vivir una santidad igual. A María celebramos, a María la bendecimos y la invocamos, a María le pedimos que sea siempre esa madre buena e intercesora que nos alcance esa gracia del Señor. Ella era la ‘llena de gracia’, - y también ese tendría que ser nuestro nombre si imitáramos más a María – ‘la llena de gracia’ que se dejó inundar por el Espíritu divino, que nos ayude, que nos enseñe cómo llenarnos de esa gracia del Señor, cómo dejarnos inundar por el Espíritu de Dios, cómo tener esa disponibilidad y esa fe en nuestro corazon para sentir que también siempre Dios está con nosotros.

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