Daniel, 2, 31-45;
Sal. Dn. 3, 57-61;
Lc. 21, 5-11
Esto parece el fin del mundo, decimos cuando nos vemos envueltos en una fuerte tormenta, unm huracán o contemplamos los efectos de cualquier catástrofe. Nos sentimos quizá llenos de miedo o impotentes ante lo que pueda suceder o las imágenes terribles de sufrimiento y desolación que podamos contemplar. Es una sensación que en todos los tiempos siempre ha llenado de temor a todos los hombres.
El evangelio de hoy nos habla de cosas así, pero no para que nos llenemos de temor, sino para que avivemos nuestra esperanza y sintamos quizá la llamada que el Señor nos hace en lo hondo del corazón a un cambio de vida, a una conversión, o a buscar la gracia de Dios que hayamos perdido.
En esta última semana del año litúrgico los textos del evangelio que vamos a ir escuchando se entremezclan en diferentes anuncios y mensajes. Nos hablarán de la destrucción de la ciudad de Jerusalén, precisamente a partir de la contemplación de su belleza, como nos dice hoy el evangelio, de lo que va a suceder en los próximos años al pueblo judío, pero también de lo que es el recorrido de nuestra historia. Ya iremos comentando y reflexionando sobre lo que el Señor nos va manifestando cada día en medio de esa esperanza que tiene que animar nuestra vida y también, por qué no, en la preparación que hemos de tener para el momento final.
Ya contemplábamos hace unos días a Jesús llorando sobre la ciudad de Jerusalén, a la que tanto amaba, y que anunciaba que iba a ser destruida. Con semejantes palabras nos habla hoy de ello, pero no para que nos llenemos de agobio y angustia, sino para que avivemos nuestra esperanza y sepamos prepararnos para lo que el Señor en cada momento nos vaya pidiendo. Cuando el evangelista nos redacta el evangelio ya habían sucedido probablemente todos los anuncios que Jesús hace de la destrucción de Jerusalén. ‘Todo esto que contempláis, llegará un día en que no quedará piedra sobre piedra; todo será destruido’. Sería lo que sucedería en torno a los años setenta de nuestra era.
‘Cuidado con que nadie os engañe’, previene Jesús a los discípulos. Como diría en otro momento para descubrir la presencia del Señor en medio nuestro no busquemos cosas espectaculares. ‘Porque muchos vendrán usando mi nombre, diciendo: yo soy, o bien el momento está cerca; no vayáis tras ellos…’ Cosas que se han repetido a través de la historia, porque cuantas veces hemos oído hablar de fechas concretas para el fin del mundo o cualquier coincidencia de números en el calendario ya les hace presagiar a esos profetas de calamidades no sé cuantas cosas que van a suceder.
Habrá guerras, enfrentamientos de unos contra otros, terremotos, epidemias y calamidades naturales. Es el devenir de la historia. Serán para nosotros pruebas para nuestro amor y nuestra esperanza, porque nos darán ocasión para ejercitar el amor y la solidaridad poniendo remedio a tantos males que puedan hacer sufrir a los hombres. En ese sentido sí que pueden ser llamadas del Señor a nuestro corazón para invitarnos al compromiso y a la solidaridad. Pero no podemos confundirnos con otras interpretaciones.
El Señor nos ha dejado hermosos signos de su presencia, por una parte en los signos sacramentales donde le tenemos presente siempre y en donde podemos llenarnos de su gracia y de su fuerza; y nos ha dejado también los signos de su presencia que tienen que movernos al amor en los hombres y mujeres que sufren a nuestro lado y en los que tenemos que saber descubrir la presencia del Señor. Recordemos lo que escuchábamos el pasado domingo de lo que será el juicio final. ‘Tuve hambre y me diste de comer… ¿cuándo te vimos hambriento y te dimos de comer? Cuando lo hiciste con uno de estos humildes hermanos…’
Todo, pues, una invitación a avivar nuestra fe y nuestra esperanza, a encender la hoguera del amor en nuestro corazón.
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