Ez. 34, 11-12.15-17;
Sal. 22;
1Cor. 15, 20-26.28;
Mt. 25, 31-46
‘Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria, por siempre, Señor’, aclamamos en la Eucaristía. ‘Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria, por siempre, Señor’, aclamamos hoy desde lo más hondo del corazón, con toda nuestra vida, en esta fiesta en la que proclamamos a Jesucristo como nuestro Rey y Señor, como Rey del universo, en este final del año litúrgico.
Es un momento importante en el que la liturgia nos propone esta aclamación. Concluíamos la plegaria eucarística queriendo dar todo honor y toda gloria a Dios por Cristo, con Cristo y en Cristo, en la unidad del Espíritu Santo. Y cuando hemos continuado tras orar con las palabras de Jesús hemos manifestado nuestra esperanza cierta en la venida gloriosa de Cristo pero al mismo tiempo le hemos pedido paz, le hemos pedido que nos veamos libres de todo mal y de todo pecado, que nada nos perturbe para que podamos en verdad vivir hondamente todo el sentido de su Reino.
El Reino de Dios es la Buena Nueva que Jesús comienza anunciando desde el principio. Buena nueva del Reino que hemos de creer pero para lo que tenemos que convertirnos, cambiar el corazón, darle vuelta totalmente a nuestra vida. Es el anuncio que permanentemente Jesús nos va haciendo y nos va explicando a lo largo de todo el evangelio, enseñándonos cómo tenemos que acogerlo desde lo más hondo del corazón.
Las parábolas y toda la predicación de Jesús tratan de enseñarnos cómo hemos de vivir, cuál ha de ser nuestro estilo y sentido cuando aceptamos el Reino de Dios, cuando aceptamos que en verdad Dios sea nuestro único Señor. Las bienaventuranzas nos señalan el espíritu nuevo en que hemos de vivir porque nos puntualizan las actitudes fundamentales que ha de tener lo que viven el Reino.
Un corazón pobre y misericordioso, un corazón inquieto por lo bueno y por la justicia para todos como el hambre más profunda que se pueda tener, un corazón limpio y sin maldad para ver siempre con la mirada de Dios, un corazón lleno de paz porque en paz se siente cuando se tiene a Dios y porque tendrá que ser siempre pacificador y pacífico, un corazón generoso y capaz de sufrir pacientemente cualquier ultraje porque lo que busca por encima de todo es el Reino de Dios y no importa cualquier sufrimiento o sacrificio.
Y cuando lleguemos a aceptar de verdad que Dios es nuestro Padre que nos ama y nuestro único Señor entonces aprenderemos a mirar de manera distinta a cuantos nos rodean, porque serán hermanos a los que hemos de amar, y perdonar, y comprender, y servir, con un corazón lleno de amor, de compasión y de misericordia porque ya lo tenemos que hacer siempre con un corazón como el de Dios.
Nos lo va repitiendo y enseñando una y otra vez con infinita paciencia a través de todo el evangelio porque a veces nos cuesta entender, como les sucedía a los discípulos. Y ya no tiene que importarnos hacernos los últimos por servir y por amar, desprendernos de todo para compartirlo con los demás y vivir con un corazón libre sabiendo que nuestro tesoro más importante hemos de guardarlo donde la polilla no lo corroe ni los ladrones lo pueden robar. Y es que ya nuestra única ley es la del amor. Será su mandamiento y será nuestro distintivo.
No nos extrañará entonces que nos diga que para amarle a El tenemos que amarle en los hermanos y sobre todo en los más pobres y más necesitados o en los que más sufren. Será de lo que nos va a preguntar en el atardecer de la vida, porque entonces, como nos decía poéticamente san Juan de la Cruz, seremos examinados de amor. Es la página hermosa del evangelio que hoy se nos ha proclamado.
No podremos en verdad reconocer que Jesús es nuestro Rey y Señor si no hemos amado a los hermanos, si no lo hemos acogido en los hermanos. Será así cómo proclamaremos que pertenecemos al Reino de Dios, vivimos en el Reino de Dios que nos merecerá la herencia eterna del Reino preparado para nosotros desde la creación del mundo.
No venimos hoy a proclamar que Jesucristo es Rey para poner enjoyadas coronas de oro en sus imágenes ni cubrirlas con mantos valiosos de brocados y telas preciosas. La única corona o el único manto que Cristo quiere que pongamos sobre su cabeza o sobre sus hombros es con el que cubramos la desnudez de nuestros hermanos o con lo que aliviemos el hambre de cuantos pasan necesidad, o calmemos el sufrimiento de tantos que lo pasan mal por mil motivos a nuestro lado.
Como san Martín de Tours hemos de saber ir partiendo nuestra capa con el hermano que pasa frío o necesidad a nuestro lado, para que Cristo venga a nuestro encuentro en ese momento final de la historia, en lo que llamamos el juicio final, y lo veamos cubierto con lo que nosotros habíamos compartido con el pobre y nos invite a pasar al banquete de su Reino eterno.
Son las exigencias del Reino de los cielos, que son las exigencias del amor y al mismo tiempo se convierten en exigencias de justicia y de verdad. Quienes decimos o queremos pertenecer al Reino de Dios no nos podemos desentender de esas exigencias del amor. Y cuando queremos que en verdad el Reino de Dios se haga presente en nuestro mundo fuertemente nos sentimos comprometidos a hacer un mundo mejor entrando todos en la dinámica de la civilización del amor y de la solidaridad.
Y cuando vemos la marcha de nuestra sociedad tan llena de sufrimientos y angustias por la situación por la que vamos pasando, sabemos que desde un verdadero compromiso de amor y de solidaridad podemos poner unas bases justas para hacer que nuestro mundo sea mejor. Como nos dice el Papa en la ‘Cáritas in veritate’ hemos de saber sazonar con la sal de la caridad toda nuestra lucha por un mundo mejor.
‘Tuyo es el reino, tuyo el poder y la gloria, por siempre, Señor’ comenzábamos recordando al principio de nuestra reflexión esta proclamación de la liturgia. Queremos, sí, aclamar a Cristo nuestro Rey y nuestro Señor no sólo en nuestra celebración sino con toda nuestra vida. Que por el testimonio de nuestro compromiso, por las obras buenas que vayamos realizando, por esas actitudes nuevas de amor que vayamos poniendo en nuestro corazón el mundo comience a creer también en el Reino de Dios, se acerquen a Jesús y se sientan atraídos por el Evangelio. Así proclamamos en verdad que Jesucristo es Rey.
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