La queja de Jesús ante la respuesta de aquellas ciudades de Galilea que no daban respuesta es también una interpelación a la respuesta de nuestra vida
Job 38,1.12-21; 40,3-5; Sal 138;
Lucas 10,13-16
‘¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se
hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían
convertido, vestidas de sayal y sentadas en la ceniza’. Siempre me ha
parecido un texto bastante inquietante, esta queja de Jesús contra aquellas
ciudades donde tantos signos había realizado para que se convirtieran al Señor
– a continuación menciona también a Cafarnaún -, y ha sido fuertemente
interpelante para mi vida. Creo que es una lectura que hemos de hacer de este
texto en clave de lo que el Señor ha hecho y sigue haciendo en mi vida y la
respuesta que doy a tanto amor del Señor.
La predicación de Jesús anunciando el Reino con palabras y signos se había
extendido principalmente por toda la región de Galilea; había establecido como
su centro Cafarnaún y probablemente en la casa de Simón Pedro; cercanas estaban
Betsaida, la patria de Simón y de Andrés y de alguno de los otros discípulos, y
también Corozaín; muchos milagros había realizado en su entorno curando a los
enfermos, dando vista a los ciegos, haciendo caminar a los cojos; en las
cercanías, en las orillas del lago había realizado el milagro de la
multiplicación de los panes, y por allí estaba aquella montaña con su llanura a
sus pies donde había desgranado el sermón de las Bienaventuranzas con todo lo
que era el ideal de vida a vivir en el Reino nuevo de Dios que anunciaba. Pero
también se había encontrado con la indiferencia de muchos que no daban los
pasos necesarios de conversión que eran necesarios. De alguna manera Jesús se
siente dolido; igual que en Nazaret, su pueblo, donde no había realizado
milagros porque no le habían aceptado.
Pero como decíamos ya desde el principio este mensaje del evangelio
hemos de escucharlo en clave de nuestra vida. También hemos de saber reconocer
cuantas maravillas ha hecho el Señor en nosotros. Cada uno de nosotros tiene su
historia, una historia que está llena de momentos enriquecidos con el amor del
Señor. También nosotros hemos escuchado una y otra vez el mensaje de las
bienaventuranzas, el anuncio del Reino y todo lo que es la Buena Nueva de Jesús;
testigos somos, aunque nos cueste reconocerlo, de esa presencia de Dios en
nuestra vida que nos ha liberado tantas veces de tantos males en nosotros.
A esto tendríamos que añadir los sacramentos que hemos celebrado y
recibido. ¿Cuántas veces nos hemos confesado en la vida derramándose el amor y
la misericordia del Señor sobre nosotros? ¿En cuántas Eucaristías hemos
participado y recibido la comunión sacramental? Y ¿cuál es nuestra respuesta? ¿Damos
sinceros frutos de conversión en nuestra vida dejándonos transformar por la
gracia del Señor?
El evangelio nos interpela, nos hace preguntas, nos plantea una
renovación de nuestra vida. No lo podemos escuchar solo como una cosa bonita
que nos acuna y adormece, sino que tiene que ser ese espolón que nos pincha
allá donde más nos duela y nos quiere hacer despertar. No tengamos miedo a
enfrentarnos con sinceridad y valentía al Evangelio dejándonos interpelar por
él.
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