Gén. 4, 1-15.25
Sal. 49
Mc. 8, 11-15
Con el pecado entró la muerte en el corazón del hombre. Lo contemplábamos en versículos anteriores cuando nos narraba la tentación de Adán y Eva y su pecado. La página del Génesis que hoy escuchamos nos habla de Caín y Abel. Y nos habla de las consecuencia de ese pecado y de la maldad que se va introduciendo en el corazón de los hombres, en este caso de Caín.
No era agradable la ofrenda que hacía Caín al Señor, mientras que la de Abel que ofrecía las primicias y la grasa de sus ovejas – imagen que quiere expresar cómo ofrecía lo mejor de sí mismo y de su trabajo – sí era agradable al Señor.
‘Caín se enfureció y andaba abatido… ¿Por qué te enfureces y andas abatido?, le dice el Señor…. Cierto, si obraras bien, estarías animado; pero si no obras bien, el pecado acecha a tu puerta; y aunque viene a ti, tú podrás dominarlo…’ La tentación acecha, pero la tentación se puede vencer. Caín se dejó vencer. Ya conocemos cómo continúa la escena con el crimen de Abel. Pero la conciencia le remordía. ‘Mi culpa es demasiado grande para soportarla… tendré que ocultarme de ti, andando errante y perdido por el mundo…’ Vuelve a repetirse la reacción de Adán y Eva que se ocultaron de Dios entre los árboles del jardín.
Nosotros tenemos una seguridad y una certeza: la misericordia del Señor que es infinita y nos ofrece su perdón. Ya allí mismo en el paraíso Dios había prometido un Redentor, quien iba a escachar la cabeza de la serpiente y del mal. Tenemos un Salvador, Cristo Jesús, que nos redime de nuestra culpa, pero que aún más es nuestra fortaleza y nuestra defensa frente a la tentación del mal y del pecado. Cristo nos ha redimido. Cristo nos deja su gracia.
Andamos también errantes y como por un desierto inhóspito cuando nos vemos envueltos por el pecado. Cardos y espinos envuelven nuestra vida y todo se convierte en un sequedal cuando nos alejamos del Señor y nos metemos en el mal y en el pecado. Pero podemos acudir al Señor para que El nos conceda su perdón y su gracia.
Esta página es bien reflejo de nuestra vida y de la realidad de nuestro mundo. Violencias, discordias, orgullos no apagados, envidias que nos corroen, zancadillas que quieren hacer caer a los demás, amarguras y resentimientos, luchas y rivalidades… En nuestra vida personal, en lo que contemplamos a nuestro alrededor; en el pequeño ámbito de los que están más cerca de nosotros en la familia, entre vecinos, en el mundo del trabajo en el que nos movemos. Pero también a los grande que provoca guerras y contiendas, luchas por el poder ya sea político, económico o en la vida social… Los periódicos cada día nos traen noticias de todo ello.
Hay un Himno en la liturgia de las horas que nos dice: ‘Hoy sé que mi vida es un desierto, en el que nunca nacerá una flor, vengo a pedirte, Cristo jardinero, por el desierto de mi corazón. Para que nunca la amargura sea en mi vida más fuerte que el amor, pon, Señor, una fuente de alegría en el desierto de mi corazón…’
Cada día lo pedimos al Señor, pero hagámoslo de forma consciente. ‘Líbranos del mal… no nos dejes caer en la tentación…’ Ponemos nuestro esfuerzo y nuestra voluntad, nuestra determinación y la lucha personal, pero pensemos que no lo hacemos solos. Lo podremos lograr, la victoria del amor y de la gracia, con la fuerza del Señor.
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