Contando con la gracia del Señor tampoco será imposible para nosotros desprendernos de cuanto hemos de arrancar de nuestro corazón para vivir la plenitud del Reino
Ezequiel 28,1-10; Sal. Dt 32; Mateo 19,23-30
‘¿Quién puede salvarse?’ se preguntan los discípulos más
cercanos a Jesús tras el episodio del joven rico que aspiraba a la vida eterna,
pero que ante las exigencias de Jesús da marcha atrás y se vuelve sin decidirse
por seguir a Jesús. Era rico, nos dice el evangelista y Jesús continua
apostillando cuán difícil le es a los ricos entrar en el Reino de los cielos. Y
les propone la imagen del camello pasando por el ojo de una aguja. Por las
puertas estrechas de las murallas de la ciudad donde les era difícil pasar con
toda la carga que llevaban sobre sus gibas.
Por ahí anda la clave de las palabras de Jesús que tanto les cuesta
entender a los discípulos y que tanto nos cuesta entender nosotros dándonos mil
explicaciones como solemos hacer no cuando no entendemos, sino cuando nos
parece que no nos interesa entender. Porque una cosa es que entendamos y otra
cosa es que queramos entender. Cuantas veces nos hacemos oídos sordos a las
explicaciones que nos quieren dar, cuantas veces nos hacemos oídos sordos
cuando nos tocan en la herida de nuestra vida que no queremos curar.
Ahí están nuestros apegos, que pueden ser las riquezas como literalmente
nos habla hoy el evangelio, pero que pueden ser tantas cosas que llevamos
apegadas al corazón y de lo que no queremos desprendernos; y damos rodeos y
rodeos sin decidirnos, sin dar valientemente el paso hacia delante para
liberarnos de esas ataduras.
Serán cosas o serán actitudes, serán malas costumbres que hemos
adquirido o esas rutinas que marcan el día a día de nuestra vida y que no
queremos cambiar, serán unas posturas de comodidad con aquello de que siempre
se ha hecho así y que no queremos ni siquiera pensar en que se puede renovar o
serán esas pasiones que nos desbordan y que porque nos dan un momento de placer
no pensamos en la trascendencia de nuestros actos que podríamos hacer mejor.
No podemos andar con vanidades en la vida donde todo se nos quede en
apariencias; no podemos contentarnos y sentirnos tan a gusto con el orgullo de
haber quedado por encima de los demás cuando sabemos bien que somos mezquinos y
que los otros son mucho mejores que nosotros; no podemos dejarnos arrastrar por
esos impulsos violentos de nuestros amor propio malherido, sino que hemos de
saber reconocer nuestros errores porque no somos perfectos y las cosas se
pueden hacer de mejor manera; no podemos dejarnos llevar por esas envidias y
malquerencias que surgen en nuestro interior cuando descubrimos todo lo bueno que
hay en el otro y que hasta incluso nos puede dar ejemplo.
Muchas cargas vamos echando sobre las gibas de nuestra vida que nos
impiden caminar con libertad y en nuestro acaparar para nosotros mismos,
terminamos acaparando también malos vicios, malos orgullos, malas actitudes y
posturas que tomamos ante los otros y ante la vida y que sí es cierto que no
nos dejaran entrar por la puerta del Reino de los cielos.
Por nosotros mismos no va a ser difícil muchas veces porque nos
cegamos de tal manera que ni siquiera nos damos cuenta de esas oscuridades de
nuestra vida; somos como aquellos ciegos de cataratas que poco a poco van
perdiendo el brillo de la luz y de los colores en sus ojos y hasta que no se desprenden
de esa catarata no se dan cuenta de cuanto habían perdido en la vida. De
cuantas cosas, actitudes, posturas tenemos que desprendernos en la vida; solo así
nos daremos cuenta de dónde está el verdadero tesoro que tendría que llenar
nuestro corazón.
Para Dios no hay nada imposible, contando con la gracia del Señor
tampoco será imposible para nosotros desprendernos de cuanto hemos de arrancar
de nuestro corazón.
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