No andemos comparándonos los unos con los otros que no todos han tenido las mismas oportunidades, sino demos ocasión para desarrollar lo que cada uno vale
Ezequiel 34,1-11; Sal 22; Mateo 20,1-16
Siempre nos creemos merecedores de todo, nos creemos merecedores de
algo mejor; no estamos contentos con lo que recibimos, no estamos contentos con
la valoración que los demás hacen de nosotros; de alguna manera parece que nos
sentimos injustamente tratados porque no nos tienen en cuenta como nosotros
quisiéramos, no tienen en cuenta nuestras valores. Y aparece algo de vanidad,
mucho también de orgullo, y vienen desavenencias y desconfianzas, surge la
destructiva envidia.
Hoy se nos habla mucho de la autoestima, y está bien. Claro que
tenemos que valorarnos, empezando por saber descubrir bien cuales son nuestros
valores, nuestras cualidades, aquellas posibilidades que tenemos en la vida y
desarrollarlo. Pero esa autoestima no está reñida con la sencillez y la
humildad; esa autoestima no está en autocomplacencias y autosuficiencias que
nos pudieran llevar a pedestales con los que queremos destronar a los demás.
Nuestra autoestima no tiene por qué minusvalorar lo que son los otros, sino
todo lo contrario tenerlos muy en cuenta, porque tendríamos que ser
colaboradores los unos con los otros para hacer mejor las cosas, para hacer
mejor nuestro mundo.
Pareciera que hay un conflicto de intereses entre la autoestima y la
humildad, pero tendría que ser todo lo contrario. Humildad no es ponernos a
menos, sino reconocer lo que en verdad somos, para valorar también lo que son
los demás. La humildad no es autodestruirnos ni mucho menos, sino saber actuar
calladamente sin aspavientos con aquello que somos, con lo que son nuestros
valores y posibilidades. Autoestima no es darnos auto bombo, y en eso hay
muchos que se confunden, porque lo que hacen es llenarse de vanidad y tratar de
inflarse tanto que al final revientan en la realidad de lo que somos.
Me ha surgido toda esta reflexión sobre realidades de la vida, de lo
que somos o de lo que algunas veces queremos aparentar, por abajo o por arriba,
da igual, porque siempre puede ser vanidad, desde el pasaje del evangelio que
hoy se nos propone. Pudiera parecernos que el evangelio quiere hablarnos de
otras cosas, de que somos llamados a trabajar en la vida en cualquier momento o
en cualquier circunstancia y hemos de estar siempre disponibles a escuchar esa
llamada, pero me ha hecho pensar en todo esto lo que vemos al final de la
parábola en la actitud exigente y displicente de los que protestan aunque le
han dado justamente lo que habían acordado.
No pudieron resistirse aquellos obreros de la primera hora a
compararse con los demás o con el trabajo que los otros habían hecho. Pero no
eran capaces de apreciar la generosidad del dueño de la viña que en su corazón
misericordioso quiso también valorar el trabajo de los que aparentemente habían
hecho menos, habían hecho poco porque llegaron a última hora, pero con quienes quería
ser generoso aquel buen hombre, quizá pensando en las necesidades que pudiera
haber detrás y ocultas para la mayoría.
No podemos andar juzgando la generosidad del corazón de los otros; no
podemos andar por la vida siempre haciéndonos comparaciones de los unos y los
otros; no todos han tenido quizá las mismas oportunidades porque así es la
realidad de la vida, pero con todos hemos de saber ser generosos no permitiendo
que nos corroa por dentro la envidia o el amor propio herido. Cuidado con los
pedestales a los que nos subamos.
Valorarnos, sí, tener nuestra propia autoestima, está bien, pero saber
ir por la vida con sencillez y con humildad, poniendo siempre generosidad en
nuestro corazón para saber valorar a los demás, ayudarlos a levantarse de
momentos oscuros o de hundimiento por los que puedan estar pasando por la vida.
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