Qué otra cosa sería la vida si supiéramos acogernos mutuamente y nos vistiéramos de esos valores que faciliten siempre el encuentro con el otro
Ezequiel 36,23-28; Sal 50; Mateo 22,1-14
A todos nos gusta que nos inviten a una fiesta, a una comida o a una
boda. Nos sentimos honrados por la deferencia de quien nos ha invitado y
tratamos de corresponder asistiendo y participando de esa fiesta o de esa
comida a la que nos han invitado y haciéndolo de una manera digna y decorosa;
causas graves tendrían que surgirnos para no asistir y por educación enviaríamos
una disculpa razonable por el medio que sea a quien ha tenido la deferencia de
invitarnos. No haríamos el feo, como se suele decir, de dejar plantado en la
mesa a quien ha tenido la amabilidad de invitarnos.
Pero puede suceder también que nos encontramos con personas que por
las razones que sean son reacias a participar en celebraciones así; se buscan
disculpas, se escudan en lo ocupados que están – qué ocupados estamos cuando no
nos interesa algo -, se inventan actividades que se hacen coincidir en el
tiempo, pero todo es una búsqueda de razones para no participar, para rehuir el
bulto. Aparece así la descortesía, los malos modos, o la forma de expresar que
quizá no nos sea agradable esa invitación, la escasa estima y consideración que
quizá tenemos hacia esa persona que nos ha invitado o que no nos resulta
agradable el sentarnos a la mesa con determinadas personas.
Cosas que nos suceden en la vida, cosas que nos pueden pasar a
nosotros; momentos quizá que pueden tensar las relaciones, cuando todo
encuentro con los demás nos tendría que servir siempre para crear lazos de
amistad; el compartir juntos alrededor de una mesa es una oportunidad para
abrir los corazones, para compartir pensamientos y sueños, para alimentar
ilusiones, para abrir puertas para nuevas amistades. Esa convivencia sana y
feliz de quienes comparten así contribuye a hacer que nuestra vida sea mejor, y
contribuye a crearnos un mundo más feliz. Aunque tristemente muchas veces por
nuestros caprichos, con nuestras disculpas y nuestras huidas, con los
distanciamientos que nos creamos no contribuimos precisamente a ello.
Me hace pensar en todo esto la parábola que hoy se nos propone en el
evangelio. Una parábola que quiere hablarnos del Reino de Dios, que quiere
decirnos cómo con nuestra convivencia feliz en la imagen de un banquete de
bodas al que estamos invitados podemos reflejar la felicidad del Reino de Dios.
Y en esos pequeños detalles que nos ofrece la parábola se no da ocasión para
reflexionar sobre muchas cosas de nuestra vida.
Lo que nos refleja esa imagen de los invitados que buscaron mil
disculpas para no asistir al banquete de bodas nos está hablando claramente de
cual es la respuesta negativa que tantas veces damos a la llamada e invitación
del Señor. No nos quedamos en la anécdota sino que nos miramos a nosotros con
nuestras actitudes negativas, con nuestras reticencias tantas veces a responder
a lo que el Señor nos va pidiendo. No queremos participar en ese banquete de
bodas, no queremos entrar por ese camino nuevo que nos señala el Señor, nos
hacemos sordos a su llamada y rehuimos dar una respuesta. Cuántas disculpas
vamos poniendo en la vida.
Cuando nos hacíamos la primera descripción de la invitación al
banquete de bodas decíamos que tratamos de corresponder asistiendo de manera
decorosa y digna. Es un detalle que nos resalta también la parábola. Al no
asistir los invitados aquel rey mando que salieran a los caminos y trajesen a
todo el que encontraran al banquete y la sala se llenó de comensales. Un signo
de cómo todos estamos invitados y a todos hemos de hacer llegar también esa invitación.
Pero había que asistir con traje de fiesta.
En los protocolos de nuestras comidas y banquetes ya se nos insinúa
como hemos de ir para compartir en una mesa juntos; nuestra presencia no puede
volverse indecoroso o mejor hacer difícil la convivencia con los demás que
estamos sentados a la misma mesa.
Por aquí va la clave de lo que nos quiere decir el Señor en la
parábola. Algunas actitudes y posturas nuestras algunas veces hacen difícil el
encuentro y la convivencia. De ese traje hemos de despojarnos para vestirnos de
otras actitudes y valores que nos lleven a un encuentro sincero y verdadero con
los demás. Qué otra cosa sería la vida
si nos vistiéramos de esos valores que faciliten siempre el encuentro con el
otro.
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