Que no nos suceda que aunque deseamos comulgar en el fondo no tenemos
hambre de ese pan que Cristo quiere darnos cuando se hace pan de vida para
nosotros
Proverbios 9, 1-6; Sal. 33; Efesios 5, 15-20; Juan 6, 51-58
¿Cómo dar de comer a quienes no tienen hambre? ¿Están saciados ya
quizá? Podría parecer un contrasentido. Quien se ha saciado con lo primero que
ha encontrado cuando le ofrecemos los más deliciosos manjares ya quizá no se
los pueden comer.
¿Nos pasará de alguna manera? Y entendemos que no hablamos solo de
comidas que llenen nuestro estómago y sacien nuestro apetito físico. Ya hay
gente a la que no le interesa escuchar, se sienten satisfechos, autosuficientes
con sus ‘saberes’. Hay gente que quizá ya no aspira a algo mejor, a algo más
noble, a algo más espiritual, se contentan con lo que tienen, con sensualidades
baratas, con satisfacciones prontas que no exijan demasiado, pensando solo en
lo material como única fuente de felicidad.
Nos cegamos y no somos capaces de ver lo más bello, nos cegamos en
nuestras ideas y pensamientos y no somos capaces de abrirnos a algo nuevo, nos
cegamos con sabidurías baratas que no van a elevar nunca nuestro espíritu y
hacerlo trascender, quedándonos en superficialidades que pronto nos van a
cansar.
Sin embargo, queremos pan aunque muchas veces andamos desorientados y
no sabemos ni lo que pedimos. Cuando los judíos en la sinagoga de Cafarnaún le
pidieron a Jesús ‘danos de ese pan’, pudo haberles respondido como un
día les dijera a los Zebedeos cuando pedían primeros puestos, ‘no sabéis lo
que pedís’. Igual que entonces los
hermanos Zebedeos andaban un tanto despistados sobre lo que significaba beber
el mismo cáliz de pasión o bautizarse en su mismo bautismo, igual que la
samaritana solo pedía que Jesús le diera agua para no tener que ir todos los días
al pozo a sacarla, así andaban ahora las gentes de Cafarnaún porque en la tarde
anterior habían comido pan hasta saciarse y gratis allá en el desierto.
Jesús rotundamente les dice ahora que El es el verdadero pan bajado del
cielo y el que le coma vivirá para siempre. ‘Y el pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo’, les dice Jesús. Un pan para la vida, un
pan que da vida eterna, un pan que es la vida del mundo. Tiene que ser algo
mucho más que un pan normal que sacie nuestros estómagos.
Estamos ante la página más
sublime sobre la Eucaristía. Es el gran anuncio que nos hace Jesús. En el
Evangelio de Juan no se nos hace el relato de la institución de la Eucaristía
en la última cena, pero aquí en esta página tenemos lo más sublime que podemos escuchar
de la Eucaristía. Claramente nos lo dirá Jesús. ‘Os aseguro que si no coméis
la carne del Hijo del Hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros.
El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en
el último día’.
Comer su cuerpo y beber su
sangre, comer a Cristo va mucho más allá de una comida material que comamos.
Comer a alguien es querer entrar en comunión plena y total con él; no podemos
decir que comemos a Cristo si no entramos en esa comunión total con Cristo, de
manera que ya sea aquello que nos dirá san Pablo que no vivimos nosotros sino
que es Cristo quien vive en nosotros. Nos lo dice hoy. ‘El que come mi carne
y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él… el que me come, vivirá por mí’.
Si Cristo habita en
nosotros y nosotros en El, si vivimos ya para siempre por Cristo estamos
asumiendo mucho, estamos asumiendo su vivir. No es nuestro vivir sino el de
Cristo, no es nuestro pensar sino el de Cristo, no es el actuar a nuestra manera
sino a la manera de Cristo, es dejar que ya para siempre Cristo actúe en
nosotros.
Comulgar entonces no es
entrar en momento de fervor casi místico de mucha devoción en un momento
determinado sino es vivir ya en un compromiso nuevo y distinto para actuar a la
manera de Cristo. Comulgar no es el hecho material de acercarnos a un comulgatorio
en la Misa sino es entrar en una dimensión nueva de la vida que tendrá que
reflejarse en nuestro compromiso, en nuestro testimonio, en nuestra manera de
vivir. Como nos dirá un sabio predicador, el termómetro para saber si el pan
que comemos y compartimos es el mismo que ofrece Jesús, tal vez sea el tomar el
pulso a nuestro compromiso personal y comunitario en la construcción de una
sociedad más justa, humana y solidaria, semilla del Reino.
Y no tengamos miedo de que
por comer a Cristo de verdad nos podamos convertir en problemáticos en medio de
los que nos rodean. En cierto modo comer a Cristo tiene que hacernos
revolucionarios porque el testimonio que demos sea en verdad comprometido con
nuestro mundo, con los que sufren, con los que se sienten abandonados o con los
que son maltratados, con los que padecen violencias e injusticias o con los que
sienten verdadera hambre e inquietud por la paz y por hacer que nuestro mundo
sea mejor. En ello tenemos que estar verdaderamente comprometidos si nos
dejamos habitar por Jesús.
¿Sabemos lo que pedimos
cuando nosotros queremos decirle a Jesús que nos dé a nosotros también de ese
pan? ¿Seremos conscientes de verdad cuando vamos a comulgar todo lo que eso tiene que representar en
nuestra vida? ¿No nos sucederá que aunque decimos que deseamos comulgar en el
fondo no tenemos hambre de ese pan que Cristo quiere darnos cuando se hace pan
de vida para nosotros? Busquemos la Sabiduría de Jesús. No podemos dar de comer
a quien no tiene hambre, decíamos al principio. Cuidado nos pase a nosotros.
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