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lunes, 23 de mayo de 2011

Mi Padre lo amará, lo amaré yo y me mostraré a él


Hechos, 14, 5-17;

Sal. 113;

Jn. 14, 21-26

‘Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado; pero el Espíritu Santo… será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho…’ Comienza Jesús a hacernos anuncios del envío del Espíritu Santo. Quien nos lo enseñe todo, Espíritu de inteligencia, de ciencia y de conocimiento de Dios.

Nos dice Jesús cómo nos ha ido revelando su corazón, ahora que está a nuestro lado. Si nos fijamos bien en estos textos que estos días vamos escuchando, tomados de las palabras de Jesús en la última cena, nos daremos cuenta de cuántas cosas nos va revelando del misterio de Dios; pero de cuántas cosas nos habla de lo que va a ser nuestra vida desde nuestra fe en El. Cómo nos va llenando de su amor; cómo nos habla del amor grande, infinito, que Dios nos tiene. Cómo, si nosotros nos vamos dejando conducir por el Señor y vamos respondiendo con nuestro amor, Dios nos ama tanto que quiere morar en nuestro corazón.

Pero nos queda aún más cuando el Espíritu Santo descienda sobre nosotros. De tal manera nos llena de la vida de Dios que nos hará a nosotros hijos de Dios, partícipes como nos hace de la vida divina. Y podremos comprenderlo y llegar a vivirlo porque el Espíritu nos lo revela, nos lo ensela, nos lo recordará continuamente.

De nuestra parte, nuestra fe y nuestro amor. Aunque pequeña y débil sea nuestra fe, aunque nuestro amor no se todo lo grande que tendría que ser, nos sentiremos amados de Dios. Primero siempre es el amor de Dios, porque El nos amó primero, porque nos amó aunque nosotros no lo mereciéramos –y tendríamos que recordar lo que nos dice san Juan en sus cartas sobre esto – pero la sintonía con ese amor de Dios tiene que ser con nuestro amor.

Un amor que nos lleve a cumplir la voluntad de Dios. ‘El que sabe mis mandamientos y los guarda, ése me ama; y al que me ama lo amará mi Padre y lo amaré yo, y me mostraré a él’. En esa sintonía de amor podremos cada día conocer más a Dios, porque Dios más se nos revelará.

Se me ocurre pensar en los grandes santos místicos que en su unión con Dios llegan a un conocimiento profundo del misterio de Dios y se sientan inundados misteriosa y extraordinariamente por Dios. Pasaron por un camino de ascesis, de purificación interior para irse liberando más y más del pecado y llegar a esa altura de santidad de esa unión tan íntima y profunda con Dios que se les revelaba y se les manifestaba. Aman a Dios y se sienten amados de Dios; aman a Dios y toda su vida es unirse a Dios en el cumplimiento fiel de su voluntad. Y de tal manera van creciendo en su interior, en su espíritu que se sienten transformados por Dios, por un Dios que les ama y se les revela de forma extraordinario.

Alguien podría pensar, bueno, pero eso no es para nosotros, es sólo para los grandes místicos. A eso estamos llamados todos porque si amamos al Señor, todos nos sentiremos amados de Dios y a todos se nos manifestará el Señor. Tengamos fe. Pongamos amor en nuestra vida. Es meta e ideal al que tenemos que aspirar. Yo me siento muy pecador y muy lejos de todo eso, pero no dejo de reconocer que a eso me llama el Señor, a esa santidad de mi vida.

Ojalá pudiéramos nosotros ir creciendo de esa manera en nuestro interior, en nuestra espiritualidad, en nuestra unión con Dios, purificados de todo pecado y de toda debilidad y flaqueza. Ojalá pudiéramos cada día más crecer en esa unión con el Señor para ir logrando esa oración tan intima y tan intensa que nos haga asi sentirnos unidos a Dios, llenos e inundados de Dios.

Nos queda mucho que purificar en nuestro corazón. Pero es un camino que tenemos que intentar ir realizándolo cada día. Un cristiano que ama profundamente al Señor tiene que estar en esa actitud permanente de crecimiento interior, de crecimiento en el amor de Dios, de crecimiento en santidad.

El Espíritu Santo que nos enviará Jesús desde el Padre nos lo revelará todo, nos decía Jesús. Dejémonos conducir por el Espíritu divino que además de ser nuestra fortaleza es también nuestro Defensor contra las acechanzas del maligno; lo llamamos el Paráclico, el Defensor.

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