Hechos, 15, 22-31;
Sal. 56;
Jn. 15, 12-17
Hay momentos que por la trascendencia que tienen, bien por el momento en sí o por las cosas importantes que van a suceder, se viven con especial emoción y hacen salir a flote los sentimientos más hondos que llevamos en el corazón.
Momentos así eran los que se estaban viviendo aquella noche de la cena pascual en la que todo sonaba a despedida y había como premonición para los discípulos de las cosas grandes que iban a suceder. Y Jesús les estaba hablando con el corazón en la mano. Y sus palabras eran como testamento que siempre habían de recordar y también, cual albaceas, poner en práctica.
Cada palabra, cada gesto, cada frase tenían como un sentido lapidario que había que grabar muy bien para no olvidar nunca no sólo como un recuerdo sino como algo que tenían que vivir con toda intensidad.
‘Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos… soy yo quien os he elegido…’ No nos mira Jesús como siervos ‘porque el siervo no sabe lo que hace su Señor’. Jesús nos mira como amigos, amigos por los que siente el amor más grande y más hermoso; el amor extremo de quien da su vida por sus amigos.
Aquel grupo de discípulos llevaban ya mucho tiempo con Jesús. El los había escogido y llamado uno a uno para estar con El. En un momento los había llamado por su nombre a cada uno y los había hecho entrar en el grupo de los doce, los doce apóstoles. A ellos de manera especial se les había revelado, les había dado a conocer los misterios del Reino de Dios, porque a ellos de manera especial les explicaba las parábolas o en ocasiones se los llevaba aparte para estar con ellos, para instruirlos o para hacerlos descansar a su lado. ‘Soy yo quien os he elegido… sois mis amigos’, les dice Jesús.
A ellos ahora les está confiando su especial mandamiento. Ya lo había ido enseñando de mil maneras a lo largo del tiempo que había estado con ellos; les había manifestado que ese tenía que ser el sentido de su vida y de su actuar, en que no podían sino dejarse conducir siempre por el amor, por el servicio, por la humildad; con ellos había tenido especial comunión y les había enseñado también a vivir en comunión de amor y amistad los unos con los otros.
Ahora se lo deja como mandato, como su único mandamiento. ‘Este es mi mandamiento: que os ameís los unos a los otros como yo os he amado’. Amarse, pero no de cualquier manera, sino ‘como yo os he amado’. Hace unos momentos se había puesto humilde a lavarles los pies para enseñarles hasta donde tenía que llegar ese amor en el servicio a los demás. Ahora además les diría que El es el amigo que ama como el que más porque es capaz de dar la vida por el amigo. Está diciéndonos, pues, que tenemos que amar como El, que amó hasta el extremo.
Por eso, aunque ese mandamiento no parece ninguna cosa extraordinaria, porque decimos, bueno, tenemos que querernos los unos a los otros porque tenemos que saber convivir los unos con los otros, sin embargo la medida del amor que Jesús nos propone como su mandamiento no es una medida cualquiera. ‘Como yo os he amado’, nos dice para darnos la medida a la que tiene que tender nuestro amor. Y nos dice, ‘sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando’. ¡Vaya compromiso en el que nos pone la palabras de Jesús!
¿Nos pide imposibles Jesús? ‘Para Dios nada hay imposible’, le diría un día el ángel a María. Con Dios nada hay imposible tenemos que reconocer nosotros. Porque un amor así no lo vamos a vivir por nosotros mismos sino con la fuerza de su Espíritu. Jesús nos lo promete. Lo vamos a escuchar repetidamente estos días. Creamos en la presencia y en la fuerza del Espíritu para vivir un amor como el que Jesús nos pide y enseña. ‘Esto os mando: que os améis los unos a los otros’.
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