Al celebrar a Cristo Rey nos ponemos en el camino del Reino, camino que ha
de pasar por el amor, la entrega más profunda al servicio de los demás, el
compromiso por un mundo mejor
2Samuel 5,1-3; Sal 121; Colosenses
1,12-20; Lucas 23,35-43
‘Jesús, acuérdate de mí
cuando llegues a tu reino’. Es
el grito, la súplica de quien estaba sufriendo el mismo suplicio. Hasta ahora Jesús
había guardado silencio ante las imprecaciones, los gritos, las burlas que
tantos a su alrededor estaban haciéndole. Le había dicho que si era el Mesías,
que si era el elegido de Dios, que si era el rey de los judíos, pero Jesús
guardaba silencio.
Aquellas expresiones no eran el
grito de la fe; era el grito del orgullo de los que se creían vencedores; era
el grito del sarcasmo y de la desconfianza; era quizá el grito de quien se
sentía desesperanzado y por si acaso hubiera algo de verdad en lo que aquellos
otros decían, estando en el mismo suplicio aunque fuera por propia culpa iba a
ver si podía conseguir algo. Por eso Jesús guardaba silencio.
Pero ¿cual sería el sentido del
grito del que ya desde entonces llamamos el buen ladrón que sin embargo parecía
estar cargado de esperanza? ¿Esperaba quizá que aun en aquellas circunstancias
se fuera a restaurar el futuro reino de Israel? ¿Eran nuevas aquellas palabras
que hablaban del Rey de los judíos como estaba escrito en el título de la
condena clavado a la cabecera de la cruz, o acaso alguna vez estuvo entre
aquellas multitudes que le habían escuchado anunciar un reino, el Reino de
Dios?
Para empezar en él había
humildad porque ya reconocía que si estaba en aquel suplicio era por algo que había
hecho mal y era merecedor de aquel castigo. Pero desde la humildad y desde el
sufrimiento parecía ser una plegaria sincera, aunque pudiera parecer inconcebible
que se pudiera llamar Rey a quien estaba en el suplicio de una cruz. Pero hay
cosas que se sintonizan con el corazón y al parecer aquel hombre había
sintonizado. Es por lo que había replicado a su compañero de suplicio ‘¿ni
siquiera temes tú a Dios estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo
porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en
nada’.
Algo vislumbraba de verdad sobre
ese Reinado de Dios en aquel que estaba colgado del mismo patíbulo. Es cierto
que para los poderes de este mundo, como sucedía a aquellos sumos sacerdotes,
escribas y fariseos que vociferaban alrededor de la cruz, no se entiende un
reino a la manera como allí se estaba manifestando. Pero ya Jesús había
expresado muchas veces a lo largo del evangelio donde estaba la verdadera
grandeza y dignidad y cuales eran las características de ese Reino de Dios que
ahora se instauraba. Era, sí, el momento en que se proclamaba y constituía ese
Reino de Dios. Aunque pudiera parecer contradictorio era aquel momento el de la
victoria del Reino, porque aquella sangre derramaba nos rescataba del poder del
maligno, aquella sangre derramada era verdadera purificación del hombre pecador
que alcanzaba el perdón y la redención, aquella sangre derramada era el signo
del amor más verdadero, de la entrega más absoluta hasta el final, hasta dar la
vida como hacían los que de verdad amaban que daban su vida por el amado.
Y aquel ladrón arrepentido
aunque estuviera muriendo en el cadalso de la cruz estaba participando de esa
victoria. ‘Te lo aseguro, hoy estarás conmigo en el paraíso’. El también
estaba haciendo un acto de amor cuando con fe había acudido a Jesús para
beneficiarse de la sangre redentora. Si más tarde incluso el centurión llegaría
a decir que quien moría en la cruz era un inocente, el ladrón arrepentido
estaba proclamando en verdad que Jesús es Rey, que Jesús es el Señor. Después
de la resurrección así lo llamarán para siempre los discípulos, lo proclamaría
Pedro ‘a Éste que habéis crucificado Dios lo ha constituido Señor y Mesías’.
Es lo que hoy estamos
celebrando. Al concluir el año litúrgico, porque ya el próximo domingo
iniciaremos otro ciclo con la celebración del Adviento que da principio a todas
las celebraciones del misterio de Cristo a través del año, hoy como una hermosa
conclusión proclamamos con la liturgia a Jesucristo Rey del Universo. Es una
celebración que viene como a resumir todo el misterio de Cristo que a través de
todo el año hemos celebrado.
Queremos nosotros proclamar y
celebrar hoy con toda solemnidad que Jesús es Rey, es el único Señor de nuestra
vida. Queremos proclamar no solo con esta celebración sino con toda nuestra
vida que es verdaderamente el centro de nuestra existencia, en quien
encontramos la salvación, en quien encontramos la luz y el sentido de nuestra
vida, en quien nos sentimos impulsados a hacer de nuestro mundo en verdad ese
Reino de Dios.
No es una celebración que podamos hacer
solamente desde lo externo, sino que tiene que ser algo que en verdad surja
desde lo más hondo de nuestra vida. Ya conocemos los caminos que nos señala Jesús
a lo largo del evangelio, caminos que necesariamente han de pasar por el amor,
por nuestra entrega más profunda al servicio de los demás, por ese compromiso
por hacer que nuestro mundo sea mejor, por ir construyendo una sociedad desde
los valores del evangelio donde todos seamos considerados y valorados, donde
nadie tenga que sufrir por sus carencias o por la insolidaridad de los
hermanos.
Celebramos a Cristo Rey y en
verdad queremos ponernos en el camino del Reino, un reino de amor y de entrega,
un reino de humildad y de justicia, un reino de paz y de concordia, un reino de
verdad y de sinceridad. Es lo que desde nuestra fe queremos vivir.
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