Cuando
somos misericordiosos como Dios, nuestro Padre, experimentado en nuestra propia
vida, comenzaremos a mirar con mirada nueva y distinta a los demás
Daniel 9, 4b-10; Sal 78; Lucas 6, 36-38
Hay quien vive una vida dura, reseca y
amarga como raíces secas que no han sabido encontrar la humedad que les hubiera
llenado de vida, una vida sin amor y sin haber sabido sentir el amor en sí y
entonces su vida se vuelve áspera para los demás. ¿Puede haber alguien que haya
vivido una vida así, sin amor, sin haber experimentado el amor en su vida?
Desgraciadamente podemos insensibilizarnos para el amor y aunque estuviera, por
así decirlo, al alcance de la mano nunca supo experimentar en sus vidas esa
experiencia de amor y de misericordia. Por manera de ser, por el trato que
habitualmente han recibido en su vida se endurecieron con las costras en su
alma del orgullo, la insensibilidad y de la dureza del corazón que ahora
tampoco sabrán expresar ningún tipo de ternura con los demás. Dura tiene que
ser una vida así.
Tenemos que saber romper esas costras
en las que envolvemos nuestra alma, abrirnos a la ternura que nos haría más
humanos y dejarnos querer. A pesar de la
maldad con que tanta veces envolvemos nuestro corazón hemos de saber atisbar
allí donde se manifiesta la ternura y la compasión, allí donde podemos alcanzar
misericordia para dejarnos envolver por ese amor compasivo.
Cuando nos dejamos querer y
experimentamos la misericordia en nosotros aprenderemos a querer a los demás y
seremos capaces de obrar también con compasión y misericordia con los demás. La
misericordia que recibimos en nuestro corazón se convierte en colirio para
nuestros ojos para mirar con una mirada distinta y es que quien ha
experimentado la misericordia de Dios en su vida estamos aprendiendo a mirar
con los ojos misericordiosos de Dios a los demás.
Claro que todo esto significa un
proceso muy grande que hay que realizar en nosotros partiendo de nuestra
conciencia de pecadores; no podemos parapetarnos nunca tras el muro de nuestro
orgullo de creernos siempre los justos y los santos; lo que le pasaba a
aquellos fariseos del evangelio que podríamos decir que fueron los más que
oyeron hablar a Jesús del amor y de la misericordia, pero se mostraban siempre
implacables con los demás porque se habían parapetado en sus pedestales en los
que se creían para siempre justos y santos. No se consideraban pecadores, no
saboreaban en su vida lo que era la experiencia de la misericordia del Señor, y
su mirada estaría siempre enturbiada por ese amor propio que no les dejaba
mirar con la mirada compasiva de Dios.
Es todo el proceso que hoy descubrimos
en la Palabra de Dios. En la lectura del profeta escuchamos una oración humilde
de quien se sabe pecador, y aunque se considera indigno por su pecado – ‘nos
abruma la vergüenza’, dice el profeta – sabe confesar sin embargo lo que es
la ternura y la misericordia de Dios. ‘Pero, mi Señor, nuestro Dios, es
compasivo y perdona, aunque nos hemos rebelado contra él’. Ahí está la
experiencia del Dios que es compasivo y perdona que nos lleve a obrar nosotros
también de la misma manera, a tener la misma mirada de compasión y misericordia
para con los demás.
Es lo que nos señalan las palabras de
Jesús en el evangelio. ‘Sed misericordiosos como vuestro Padre es
misericordioso; no juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis
condenados; perdonad, y seréis perdonados; dad, y se os dará: os verterán una
medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida con que
midiereis se os medirá a vosotros’.
Merece la pena recordar textualmente en
su integridad las palabras de Jesús. Cuando somos misericordiosos como Dios,
nuestro Padre que es compasivo, porque lo hemos experimentado en nuestra propia
vida, comenzaremos a mirar con mirada nueva y distinta a los demás, ni
juzgaremos, ni condenaremos, sino siempre dispuestos al perdón, a darnos con
toda generosidad.
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