Jesús nos sale al encuentro, no importa que seamos pecadores
o hayamos llenado el corazón de maldad, porque es el médico que nos sana y que
nos llena de vida
Génesis 23,1-4.19; 24, 1-8.62-67; Sal 105;
Mateo 9,9-13
‘Vio
Jesús al pasar a un hombre llamado Mateo, sentado al mostrador de los
impuestos, y le dijo: Sígueme’. La gente se sintió sorprendida. ¿Era consciente
Jesús de a quien estaba llamando para ser uno de los que le iban a seguir de
cerca? Aquello se salía de lo comúnmente establecido. Los que tenían ese oficio
no eran bien mirados, se les llamaba incluso publicanos, o sea, pecadores.
¿Cómo se mezclaba Jesús con toda clase de gentes? ¿Cómo lo agrega al número de
sus amigos? Ya veremos luego la reacción de algunos porque Jesús se sentó a la
mesa del publicano en la que estaban sentados también otros muchos publicanos.
Cuando
leemos hoy este evangelio nos escandalizamos quizá, no de que Jesús haya
escogido a un publicano para formar parte del grupo de los que más íntimamente
le seguían, sino quizá de que aquella gente tuviera esas actitudes, actuara de
esa forma discriminatoria con los que ejercían una profesión. Pero ¿de qué
tenemos que escandalizarnos? Seguro que en el mundo, en la sociedad en la que
vivimos ¿no andamos con discriminaciones semejantes?
Pensémoslo
bien antes de entrar en juicios que se pueden volver contra nosotros. Diversas
son las reacciones que muchos tenemos ante ciertas personas cuando nos cruzamos
con ellas por la calle, o porque quizá conviven en nuestro mismo barrio o en
nuestra misma calle. Nos llenamos de prejuicios ante su aspecto exterior, su
manera de vestir o las cosas que les vemos hacer y ya nos sentimos como
prevenidos ante su presencia; quizá el color de su piel o su apariencia externa
ya nos predispone, su raza o el lugar de su procedencia los tenemos demasiado
en cuenta consciente o inconscientemente.
Ahí está
la frialdad con que los recibimos, la manera casi con indiferencia y distancia
con que abrimos la puerta si nos llaman para vendernos algo o pedirnos una
ayuda. ¿No seremos de alguna manera racistas? Muchos prejuicios llevamos en
nuestro interior que no manifestamos claramente, pero ahí están. Creo que tendría que hacernos pensar.
Hoy Jesús
nos está dando una gran lección. No tiene en cuenta los prejuicios en que se movía
la sociedad de entonces, de manera especial con los llamados publicanos, para
llamar a alguien que va a seguirle de cerca y a quien un día hará formar parte
del número de los Doce.
Como ya
antes mencionábamos, por allá andan los fariseos y los escribas con su ojo
escrutador viendo lo que Jesús hace y hasta manifiestan externamente con sus
comentarios los prejuicios con que Vivian su vida. ‘¿Cómo es que vuestro
maestro come con publicanos y pecadores?’, les comentan a los discípulos de
Jesús. Ya conocemos la reacción de Jesús. ‘Jesús lo oyó y dijo: No tienen
necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. Andad, aprended lo que
significa misericordia quiero y no sacrificios: que no he venido a llamar a los
justos, sino a los pecadores’.
Es el sentido
nuevo que Jesús quiere dar a nuestra vida y a nuestras mutuas relaciones.
¿Quién soy yo para hacer discriminaciones y distinciones entre las personas? El
espíritu del amor que tiene que anidar en nuestro corazón nos tiene que llevar
a la acogida, a la relación de amistad, a saber compartir la misma vida para
caminar junto, a tender nuestras manos como puentes, no poniendo muros que nos
distancien o nos alejen, a tener una nueva mirada hacia los demás haciéndolo
pasar todo por el filtro del amor, a limpiar nuestros ojos con el colirio del
amor y de la ternura.
Jesús nos
sale al encuentro, no importa que seamos pecadores o hayamos llenado el corazón
de maldad, porque es el médico que nos sana y que nos llena de vida, que
perdona nuestra obstinación y nos pone un nuevo corazón.
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