Prov. 31, 10-13.19-20.30-31;
Sal. 127;
1Tes. 5, 1-6;
Mt. 25, 14-30
¿Qué has hecho con los talentos? ¿Qué he hecho con los talentos que se me han confiado? Es la pregunta que surge, que me hago yo también a mí mismo, casi como un examen de conciencia, cuando escuchamos la parábola que nos ha propuesto Jesús.
Y en muchas facetas de nuestra vida lo podemos aplicar. Porque todos entendemos que no nos podemos quedar en una interpretación economicista de la parábola, aunque nos hable de talentos de plata – monedas de la época – y de ganancias que se habrían de obtener. Es mucho más lo que nos quiere decir. Nos vale para nuestra vida personal, familiar, en el ámbito de la vida social de la sociedad y el mundo en el que vivimos, en el camino de nuestra vida espiritual, en el sentido eclesial que hemos de darle a nuestra fe y que nos viene bien este día de la Iglesia Diocesana que estamos hoy celebrando.
¿Qué he hecho con los talentos que se me han confiado? Y podemos comenzar pensando en la misma vida, don y regalo de Dios, con todos los valores, cualidades, posibilidades que recibimos y que tenemos. Son la verdadera riqueza de la persona. ‘A cada cual según su capacidad’, dice la parábola. Hemos de comenzar por reconocer la riqueza que hay en nuestra vida. Y no se trata de ridículos orgullos e ilusorias vanidades, ni tampoco de falsas humildades. Unas y otras son tentaciones que podemos sentir y que hemos de saber superar. Es reconocer la realidad de nuestra vida con nuestras propias posibilidades.
Cualidades y valores que me han de llevar a un crecimiento personal en la medida que las ejercitemos y las cultivemos. Es como una semilla que se ha plantado en nosotros y que hemos de cultivar. Y todos tenemos esa semilla en mayor o menor cantidad, pero es un regalo que en la vida hemos recibido, como creyentes decimos, de Dios. Y en la tierra de nuestra vida hemos de cultivar. Me siento responsable ante Dios por cuánto ha enriquecido mi vida y del desarrollo que yo he de hacer de todos esos valores y cualidades. Tengo que dar fruto en ese crecimiento personal. Y eso, en todos los momentos de la vida, porque no podemos decir que es es sólo para los jóvenes.
Pero cuya riqueza, bien sabemos, no se va a quedar sólo en nosotros, porque no somos seres que vivimos aislados de los demás. Tenemos una familia y ahí están nuestras propias responsabilidades en ese ámbito; vivimos inmersos en una sociedad, hacemos una convivencia rodeados de otras personas de las que no nos podemos sentir ajenos, porque hay siempre una mutua intercomunicación y enriquecimiento. Y eso de lo que Dios me ha dotado no es sólo para mí, pues con ello puedo yo beneficiar y enriquecer a los demás. Yo contribuyo con mi vida, con lo que soy, con mis valores a esa sociedad en la que vivo, o al bien de esas personas con las que convivo.
Y lo que estamos diciendo tanto en ese ámbito personal, como familiar o social hemos de decir también en nuestro sentido eclesial. Ser iglesia es ser comunidad, sentirnos una familia, sentirnos en comunión de hermanos; somos la comunidad de los que creemos en Jesús y por eso mismo nos sentimos llamados a vivir en comunión y amor mutuo unidos a los otros creyentes. Por eso, esos valores, esas cualidades que enriquecen mi vida y que he de desarrollar como decíamos antes, van a enriquecer a mi iglesia, a mi comunidad.
Escuchar esta parábola, esta Palabra que hoy el Señor nos está dirigiendo nos hace mirarnos a nosotros mismos, pero no para subirme en el pedestal del orgullo por lo que valgo o por lo bueno que soy, sino para examinar si verdad estoy respondiendo a todo eso que Dios espera de mí. ¿Seremos el empleado fiel y cumplidor o se nos puede recriminar por ser el empleado negligente y holgazán?
Ya decíamos antes que habíamos de evitar ridículos orgullos o ilusorias vanidades, pero también falsas humildades. En este aspecto es lo que vemos reflejado en el tercero de los empleados de los que nos habla la parábola. Sólo le habían confiado un talento y se sintió incapaz de hacer nada con aquel talento que le habían confiado. Lo escondió, lo enterró. Como dice la parábola ‘tuve miedo y me fui a esconder mi talento bajo tierra’. Tuvo miedo de perderlo y simplemente lo guardó bien guardo para no perderlo.
Cuántos miedos que paralizan, que nos hacen escondernos en falsas humildades o incapacidades. No es la incapacidad sino el miedo el que nos paraliza, nos inutiliza. Cada valor es importante en cada uno, por insignificante que nos pueda parecer; es una riqueza que hay en nuestra vida y que siempre nos tiene que hacer crecer.
No tenemos por qué sentirnos nunca anulados por nada, porque cada uno tenemos nuestra dignidad y nuestro propio valor. Algunas veces nos hacemos comparaciones entre unos y otros que pueden acabar por remordernos por dentro y hacer que afloren orgullos que nos hieren y hacen daño, y esa falsa humildad se pueda convertir en una soberbia camuflada. Ya vemos en la parábola como se le recrimina al que escondió sus talentos por no hacerlos fructificar.
Ya decíamos al principio que la reflexión sobre esta parábola es como un examen de nuestra vida, al tiempo que es un estímulo para que descubramos nuestros valores y los hagamos fructificar por nuestro propio bien y también por bien de cuantos nos rodean en los distintos ámbitos de la vida. Lo que somos nunca nos puede encerrar en nosotros mismos de forma egoísta. Precisamente el reconocimiento de esos valores nos tiene que conducir a abrirnos más a los demás. Con nuestro compartir lo que somos enriquecemos a los demás.
En los momentos difíciles en que vivimos creo que este compartir solidario tiene que despertarse muy fuertemente en nosotros porque sabemos que sólo si ponemos de nuestra parte cada uno en juego nuestros valores estaremos ayudando mejor a nuestra sociedad a salir de esos malos momentos. Cuántas soluciones se encontrarían si fuéramos en verdad solidarios. ‘El que está animado de una verdadera caridad, nos enseña el Papa, es ingenioso para descubrir las causas de la miseria, para encontrar los medios para combatirla, para vencerla con intrepidez’.
Y como decíamos, sobre todo teniendo en cuenta esta Jornada especial del Día de la Iglesia Diocesana que hoy celebramos, tenemos que preguntarnos si estamos haciendo de nuestra parte todo lo que podemos en bien de la iglesia, de la que formamos parte. Hoy al celebrar esta Jornada miramos a nuestra Iglesia y vemos a tantas personas comprometidas en las diferentes acciones pastorales, en todo lo que es la marcha de nuestra Iglesia y hemos de sentirnos nosotros estimulados a vivir intensamente ese sentido eclesial con nuestra participación de lo que somos y de todo lo que podemos.
Como nos dice nuestro obispo en su carta con motivo de esta Jornada Todos constituimos la Iglesia y somos miembros activos en ella. Por eso, podemos afirmar con verdad que, por el vínculo de la caridad, en la variedad de carismas y ministerios, "todos somos Iglesia Diocesana" y de todos nosotros depende lo que la Iglesia es ante Dios y ante el mundo… El sentido de pertenencia a la Iglesia debe llevarnos a una implicación directa en las tareas pastorales y en el sostenimiento económico de la misma: la Iglesia necesita nuestra colaboración personal… Todo ello debe hacernos más conscientes de la necesidad de nuestra participación y llevarnos a un mayor compromiso en la vida y misión de la Iglesia…
Como nos sigue diciendo: Es un día para dar gracias a Dios por la Iglesia y por todos los bienes espirituales que a través de ella recibimos. Es un día para sentirnos miembros vivos y activos de una familia, la familia de los hijos de Dios, que forma un pueblo nuevo y sin fronteras, con gentes de toda raza, lengua y nación.
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