Is. 7, 10-14; Sal. 39; Hebreos, 10, 5-10; Lc. 1, 26-38
‘Llegada la plenitud
de los tiempos, Dios envió su mensaje a la tierra y la Virgen creyó el anuncio
del ángel: que Cristo, encarnado en su seno por obra del Espíritu Santo, iba a
hacerse hombre por salvar a los hombres…’
Había llegado el tiempo de la plenitud; las promesas
hechas a través de los tiempos por los profetas iban a cumplirse plenamente; la
esperanza de todos los pueblos se iba a ver colmada de manera insospechada.
Llega la salvación. Es la plenitud de los tiempos.
Desde las primeras páginas de la Biblia estaba
anunciado; en los albores de la creación tras la desobediencia de Adán y el
pecado del hombre estaba hecho el anuncio del Salvador que iba a venir porque
el linaje de la mujer iba a aplastar la cabeza de la serpiente maligna. Dios se
haría presente entre los hombres de modo admirable para volvernos a su amor y a
su amistad.
A través de toda la historia de la salvación Dios se
iba haciendo presente entre los hombres. No todos llegarían a ver y sentir la
presencia de Dios y muchas veces los hombres le darían la espalda, pero el amor
de Dios mantenía su promesa de salvación y quería hacerse presente entre los
hombres. Recordamos de manera especial el anuncio del profeta Isaías que
anunciaba que una virgen daría a luz un hijo que sería Emmanuel, Dios con
nosotros. El profeta le insistía a aquel rey que no quería ver la señal de la
presencia de Dios a su lado y por eso anunciaría ese signo maravilloso que
tendría su pleno cumplimiento en María y en el Hijo de la Virgen María que
sería en verdad para siempre Emmanuel, Dios con nosotros.
Hemos escuchado hoy en el evangelio el anuncio del
ángel y la fe de María. Llega la plenitud de los tiempos, llega el Emmanuel,
llega la salvación. Dios quiso contar con el concurso de María, la Virgen fiel,
la Virgen que diría Sí a Dios para que se realizase tan admirable misterio que
hoy estamos celebrando. Hoy escuchamos el anuncio del ángel y celebramos el
Misterio de la Encarnación de Dios en el seno de María.
Nosotros queremos decir sí también, el Sí de nuestra fe
y el Sí agradecido de nuestro amor. Cuánto nos ama el Señor; qué generoso es
Dios en su amor para con nosotros. Quiere ser Dios con nosotros para siempre.
Se encarna en el seno de María y se hace hombre para ser nuestro Redentor y
Salvador. Y de María aprendemos a decir Sí, Amén. Queremos acoger a Dios;
queremos hacernos partícipes de su Redención, queremos sentir en nosotros toda
la gracia de la salvación que nos perdona y nos llena de nueva vida. Le damos
el Sí de nuestra fe.
Se nos unen en cierto modo por la cercanía de las
fechas que nos ofrece la liturgia esta fiesta del Misterio de la Encarnación de
Dios con el Misterio de la Redención de Cristo que pronto vamos a celebrar en
la Pascua. Es todo el misterio de Cristo que es la manifestación de todo el
Misterio del amor de Dios. Y decimos misterio de amor, porque en nuestra cabeza
humana no nos cabe tanto amor como Dios nos está manifestando. No nos cabe en la cabeza que Dios así nos busque
y hasta nos entregue a su Hijo que va a morir por nosotros para llenarnos de su
gracia y de su vida, para ofrecernos su perdón.
Nosotros, los hombres, somos mezquinos en nuestro amor y
siempre buscamos disculpas para poner límites. Pero el amor de Dios es
infinitamente generoso. Dios es un misterio de amor, porque aun cuando hemos
sido nosotros los hombres los que hemos roto nuestra amistad con Dios a causa
de nuestro pecado, Dios sigue buscándonos, llamándonos, haciéndose presente
junto a nosotros, queriendo ser Emmanuel para levantarnos de nuestra miseria y
llevarnos a estar con El.
Le pedíamos en la oración que nos concediera a quienes
confesamos a nuestro Redentor, como Dios y como hombre verdadero, lleguemos a
hacernos semejantes a El en su naturaleza divina. Ahí está la maravilla. Dios
ha querido tomar nuestra naturaleza humana para hacerse hombre como nosotros,
pero para levantarnos y hacernos semejantes a El, hacernos partícipes de su
naturaleza divina. ¿No tenemos que hacer en consecuencia la ofrenda de nuestra
fe y la acción de gracias de nuestro amor agradecido?
Cuando Dios ha querido acercarse de esa manera a
nosotros y levantarnos a esa nueva dignidad que nos concede de ser hijos de
Dios vivamos en consecuencia conforme a esa dignidad con una vida santa.
Necesariamente tenemos que ser santos.
‘Aquí estoy para hacer tu voluntad’, hemos de decir también.
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