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lunes, 26 de marzo de 2012

Encarnado en el seno de María para hacerse hombre por salvar a los hombres


Is. 7, 10-14; Sal. 39; Hebreos, 10, 5-10; Lc. 1, 26-38
‘Llegada la plenitud de los tiempos, Dios envió su mensaje a la tierra y la Virgen creyó el anuncio del ángel: que Cristo, encarnado en su seno por obra del Espíritu Santo, iba a hacerse hombre por salvar a los hombres…’
Había llegado el tiempo de la plenitud; las promesas hechas a través de los tiempos por los profetas iban a cumplirse plenamente; la esperanza de todos los pueblos se iba a ver colmada de manera insospechada. Llega la salvación. Es la plenitud de los tiempos.
Desde las primeras páginas de la Biblia estaba anunciado; en los albores de la creación tras la desobediencia de Adán y el pecado del hombre estaba hecho el anuncio del Salvador que iba a venir porque el linaje de la mujer iba a aplastar la cabeza de la serpiente maligna. Dios se haría presente entre los hombres de modo admirable para volvernos a su amor y a su amistad.
A través de toda la historia de la salvación Dios se iba haciendo presente entre los hombres. No todos llegarían a ver y sentir la presencia de Dios y muchas veces los hombres le darían la espalda, pero el amor de Dios mantenía su promesa de salvación y quería hacerse presente entre los hombres. Recordamos de manera especial el anuncio del profeta Isaías que anunciaba que una virgen daría a luz un hijo que sería Emmanuel, Dios con nosotros. El profeta le insistía a aquel rey que no quería ver la señal de la presencia de Dios a su lado y por eso anunciaría ese signo maravilloso que tendría su pleno cumplimiento en María y en el Hijo de la Virgen María que sería en verdad para siempre Emmanuel, Dios con nosotros.
Hemos escuchado hoy en el evangelio el anuncio del ángel y la fe de María. Llega la plenitud de los tiempos, llega el Emmanuel, llega la salvación. Dios quiso contar con el concurso de María, la Virgen fiel, la Virgen que diría Sí a Dios para que se realizase tan admirable misterio que hoy estamos celebrando. Hoy escuchamos el anuncio del ángel y celebramos el Misterio de la Encarnación de Dios en el seno de María.
Nosotros queremos decir sí también, el Sí de nuestra fe y el Sí agradecido de nuestro amor. Cuánto nos ama el Señor; qué generoso es Dios en su amor para con nosotros. Quiere ser Dios con nosotros para siempre. Se encarna en el seno de María y se hace hombre para ser nuestro Redentor y Salvador. Y de María aprendemos a decir Sí, Amén. Queremos acoger a Dios; queremos hacernos partícipes de su Redención, queremos sentir en nosotros toda la gracia de la salvación que nos perdona y nos llena de nueva vida. Le damos el Sí de nuestra fe.
Se nos unen en cierto modo por la cercanía de las fechas que nos ofrece la liturgia esta fiesta del Misterio de la Encarnación de Dios con el Misterio de la Redención de Cristo que pronto vamos a celebrar en la Pascua. Es todo el misterio de Cristo que es la manifestación de todo el Misterio del amor de Dios. Y decimos misterio de amor, porque en nuestra cabeza humana no nos cabe tanto amor como Dios nos está manifestando. No  nos cabe en la cabeza que Dios así nos busque y hasta nos entregue a su Hijo que va a morir por nosotros para llenarnos de su gracia y de su vida, para ofrecernos su perdón.
Nosotros, los hombres, somos mezquinos en nuestro amor y siempre buscamos disculpas para poner límites. Pero el amor de Dios es infinitamente generoso. Dios es un misterio de amor, porque aun cuando hemos sido nosotros los hombres los que hemos roto nuestra amistad con Dios a causa de nuestro pecado, Dios sigue buscándonos, llamándonos, haciéndose presente junto a nosotros, queriendo ser Emmanuel para levantarnos de nuestra miseria y llevarnos a estar con El.
Le pedíamos en la oración que nos concediera a quienes confesamos a nuestro Redentor, como Dios y como hombre verdadero, lleguemos a hacernos semejantes a El en su naturaleza divina. Ahí está la maravilla. Dios ha querido tomar nuestra naturaleza humana para hacerse hombre como nosotros, pero para levantarnos y hacernos semejantes a El, hacernos partícipes de su naturaleza divina. ¿No tenemos que hacer en consecuencia la ofrenda de nuestra fe y la acción de gracias de nuestro amor agradecido?
Cuando Dios ha querido acercarse de esa manera a nosotros y levantarnos a esa nueva dignidad que nos concede de ser hijos de Dios vivamos en consecuencia conforme a esa dignidad con una vida santa. Necesariamente tenemos que ser santos. ‘Aquí estoy para hacer tu voluntad’, hemos de decir también.

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