Con
Jesucristo, sumo y eterno sacerdote, por la unción del Espíritu hemos sido
consagrados para ser uno con Cristo y ser también sacerdotes, profetas y reyes
Isaías 6, 1-4.8; Sal 22; Juan 17, 1-2.9.
14-26
El evangelio nos ofrece hoy de nuevo la
oración sacerdotal de Jesús, que ya escuchamos y reflexionamos en los últimos días
del tiempo pascual. La razón es que hoy la Iglesia nos ofrece celebrar a
Jesucristo, sumo y eterno sacerdote.
Como un colofón del tiempo pascual que habíamos
venido celebrando y, aun cuando ya estamos inmersos de nuevo en el tiempo
ordinario, se nos ofrece esta celebración para contemplar una vez el misterio
de Cristo en su profundo sentido pascual. Es quien por nosotros se ha ofrecido
en sacrificio con su entrega de amor en la cruz. Una muerte con pleno sentido
cuando tantas veces nos preguntamos por el sentido de la muerte. Una pasión y
muerte que es ofrenda de amor.
Cuando en nuestro amor queremos regalar
algo a quien amamos no nos importa lo que nos cueste aquello que vamos a
ofrecer. Dar de lo que nos sobra porque ya no lo necesitamos no tiene ningún mérito
ni valor. Pero cuando damos algo que arrancamos de nosotros mismos aunque nos
cueste dolor estamos manifestando qué grande es el amor que tenemos, que
verdadero es ese amor porque amar siempre es donación y es entrega.
No ofreció cualquier cosa por nosotros
Jesús. Había venido para hacer en todo semejante a nosotros y a pesar de su condición
divina tomó la condición de esclavo, porque quiso hacerse el último y el
servidor de todos y así se rebajó hasta someterse incluso a la muerte y a la
muerte más ignominiosa, la muerte de cruz. Y es que ya El nos lo había dicho
que nadie tiene mayor amor que aquel que da la vida por aquellos a los que ama.
Y es lo que hizo Jesús. Es su ofrenda de amor, es su sacrificio ofrecido en el
ara de la cruz.
Pero no es alguien ajeno quien hace la
ofrenda y el sacrificio, sino que es El mismo quien se ofrece, se sacrifica y
quien como sacerdote presenta la ofrenda al Padre. Es el mayor signo del
sacrificio y del sacerdocio, porque se ofrece a su mismo, porque entrega su
vida, porque así nos regala su amor llenándonos de nueva vida. Así de infinito
es el valor de su ofrenda y sacrificio.
Pero El ha querido hacernos partícipes
de su sacerdocio porque con El somos sacerdotes, profetas y reyes. Desde
nuestro bautismo con la unción del Espíritu hemos sido también nosotros
consagrados para unirnos a El y ser una misma cosa con El. Allá en el Jordán
tras el bautismo de Juan al que quiso someterse apareció el Espíritu del Señor
sobre El en forma de paloma mientras se escuchaba la voz del cielo que lo
proclamaba como el Hijo de Dios. Fue como su unción y su consagración aunque
por si mismo ya era el Hijo de Dios, de la misma naturaleza que el Padre y por
quien todo se ha hecho, como proclamamos en el credo de nuestra fe.
En el nuevo bautismo también se va a
manifestar sobre nosotros el misterio trinitario de Dios, para que por la unción
del Espíritu, la unción con el crisma, nosotros podamos ser unos también con
Cristo y con Cristo hacernos también participes de su sacerdocio. Lo solemos
llamar el sacerdocio común de los fieles para diferenciarlo del sacerdocio
presbiteral, pero diríamos que es el más importante porque nos consagra y nos
hace uno con Cristo para que también nosotros todos podamos hacer la misma
ofrenda de Jesús.
La vida del cristiano ha de ser también
esa ofrenda de amor de cuanto es, de cuanto hace, de cuanto tiene, de lo que es
su vida toda. Todo en la vida del cristiano ha de ser siempre para la gloria de
Dios, con toda nuestra vida siempre y en todo momento hemos de glorificar al
Señor. Por eso con Cristo somos también sacerdotes. Es lo que hoy tenemos que
considerar cuando celebramos esta fiesta de Cristo, sumo y eterno sacerdote.
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