Proclamamos hoy que Jesús es el Rey y Señor del universo porque queremos vivir en su reino con las actitudes y valores nuevos que nos llevan al amor y al servicio
Ez. 34, 11-12. 15-17; Sal. 22; 1Cor. 15, 20-26.28; Mt. 25,
31-46
Llegamos a la finalización del año litúrgico. De entrada decir, porque
alguien podría decir que nos queda más de un mes para que finalice el año, que
el ritmo de la liturgia no sigue exactamente el ritmo del año natural. El ritmo
de la liturgia de las celebraciones de los cristianos gira en torno a Cristo,
como lo es toda la vida del cristiano.
En cada ciclo anual celebramos los grandes misterios de nuestra redención
teniendo como centro del todo la celebración de la Pascua, la celebración de la
muerte y la resurrección del Señor. En torno a ello giran todas las
conmemoraciones que hacemos del misterio de Cristo en lo que por una parte
tenemos siempre unos tiempos que nos preparan y otros tiempos que nos prolongan
la celebración del gran misterio de Cristo.
Comenzaremos un nuevo ciclo preparándonos para la celebración del
nacimiento de Cristo en las semanas del Adviento que ya iniciaremos el próximo
domingo, por eso ahora concluyen el ritmo anual de todas las celebraciones. Y
en este último domingo, casi como un compendio de todo lo que hemos venido
celebrando proclamamos a Jesucristo Señor y Rey del Universo.
Y su reino no tendrá fin, le había dicho el ángel de la Anunciación
a María en Nazaret. Y Jesús había comenzado su tarea pública la llegada del
Reino de Dios que estaba cerca y eso nos exigía el creer y convertirnos en esa
Buena Nueva. Sí, era una buena nueva, una buena noticia lo que Jesús
proclamaba, la llegada del Reino de Dios.
Había que creer en la Palabra que Jesús era y pronunciaba para
nosotros y nos exigía una transformación del corazón; un darle la vuelta total
al corazón – no eran simplemente arreglitos o remiendos lo que habríamos de
hacer - para hacer que en verdad en el Reino de Dios se centrara nuestra vida. Fue
el anuncio continúo que siguió realizando en toda su vida; las parábolas, los
signos que realizaba, toda la profundidad de su mensaje eran un irnos señalando
las características de ese Reino de Dios.
Su entrega hasta la muerte fue la expresión más sublime de lo que habría
de significar en nuestra vida el Reino de Dios. No era ya solo el Rey de los
judíos, como puso Pilatos en el letrero de la sentencia, sino que se convertía
así en el Rey de toda la creación. Se había rebajado como uno de tantos, como
un esclavo porque su vida toda era un servicio – no había venido a ser
servido sino a servir, le diría a los discípulos – hasta someterse a la
muerte mas ignominiosa, la muerte de Cruz. Pero Dios lo levantó y su nombre
está por encima de todo nombre en el cielo, en la tierra, en el abismo, como cantarían
las primeras comunidades cristianas y san Pablo
nos recoge en sus cartas, y toda lengua proclamará por siempre que Jesús
es el Señor. A El la gloria y el imperio, como proclamaremos en la
liturgia.
Ese es su trono y la corona de su gloria, el amor y el servicio, la
entrega hasta la muerte y el amor y la gracia que derramará ya para siempre
sobre todos. Lo proclamamos el Señor; Dios lo constituyó Señor y Mesías,
como nos diría san Pedro. Y ahora nosotros hemos de reconocerlo actuando y
viviendo en el mismo sentido. Solo podremos proclamar que El es el Señor si
nosotros amamos con su mismo amor, y nos hacemos servidores de los demás porque
es ahí donde está nuestra grandeza.
Será entonces cómo lo reconoceremos como el Señor, en la fracción del
pan y en el amor. La fracción del pan que nos lo hará Eucaristía, ofrenda de
amor para siempre; la fracción del pan que realizaremos con nuestra vida cuando
nos hacemos pan, cuando nos fraccionamos para los demás, cuando nos hacemos los
últimos y los servidores, cuando abramos los ojos de verdad para verle a El en
el hambriento y en el pobre, en el que está solo y en el que está sometido a
toda clase de sufrimientos, cuando trabajemos por la armonía y la fraternidad
para crear la verdadera paz entre los hombres, cuando arranquemos de nuestro
corazón toda malicia para mirar con ojos nuevos a todo aquel con quien nos
crucemos en el camino, cuando seamos capaces de bajarnos de nuestras
cabalgaduras de soberbia y de orgullo para ponernos humildes a los pies del
hermano para curar sus heridas, cuando no nos importe sufrir la incomprensión
de los demás porque nos hacemos los últimos porque hemos descubierto quizás lo
que otros no han descubierto que nuestra verdadera grandeza está en hacernos
los últimos y servidores de todos.
Es entonces cuando estamos proclamando que en verdad Jesús es nuestro
Rey y nuestro Señor, porque queremos vivir en su Reino, porque queremos vivir
esas actitudes y valores nuevos que nos ha enseñado en el evangelio, cuando
hemos sabido despojarnos de tantos mantos que disfrazan la realidad de nuestro corazón
para saber ser humildes y estar siempre a la altura del otro.
Venid, vosotros, benditos de mi Padre, heredad el Reino preparado
para vosotros desde la creación del mundo, escucharemos que nos dirá Jesús
porque le hemos sabido descubrir de verdad y caminar siempre a su lado cuando
hemos caminado al lado del hermano sea quien sea, pero que para nosotros será
siempre un hermano.
Así proclamamos hoy que Jesús es Rey del Universo, es nuestro Señor
por su Sangre derramada y por su Cuerpo entregado. Es nuestro Salvador, es el
Camino y es la Vida, es la Verdad de nuestra vida y el sentido del hombre y del
mundo. Por siempre yo cantaré tu nombre, Señor, porque tuyo es el Reino, el
poder y la gloria por los siglos de los siglos.
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