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domingo, 15 de julio de 2012

Expulsaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban, nuestra misión


Expulsaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban, nuestra misión

Amós, 7, 12-15; Sal. 84; Ef. 1, 3-14; Mc. 6, 7-13
‘Ellos marcharon y predicaban la conversión. Expulsaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban’. Lo hemos escuchado en el evangelio. Jesús llama a los doce y los envía con su misma misión. Ya nos decía de entrada que ‘Jesús recorría las aldeas de alrededor enseñando’. Lo hemos venido escuchando en el evangelio.
Es la misión de Jesús y es la misión de los que seguimos a Jesús. A nosotros nos la confía. Es la misión de la Iglesia de todos los tiempos que se sigue realizando, que hemos de seguir realizando hoy. Porque creemos en Jesús no para buscar un refugio donde escondernos porque las cosas marchen mal en nuestro entorno o en nuestro mundo, y allí nos refugiamos desentendiéndonos de esos problemas, de ese mal que nos envuelve. Como siempre recordamos la fe en Jesús nos compromete.
Como Jesús, como los apóstoles que hoy vemos enviados por Jesús tenemos un anuncio que realizar, el Evngelio, la Buena Nueva del Reino de Dios; pero ese anuncio lo hacemos con nuestras palabras y con nuestros signos; porque hemos de dar señales con nuestra vida de que sí es posible ese Reino de Dios.
Hemos de ser nosotros los primeros que nos dejemos transformar por ese mensaje, por esa gracia del Señor. La invitación primera de Jesús, como la de los apóstoles enviados, es a la conversión, a dejarnos transformar para encontrarnos con Dios, para que en verdad Dios esté en el centro de nuestra vida. Y cuando vivamos ese encuentro vivo con el Señor y nos convirtamos a Dios, cuando convirtamos a Dios en el centro de nuestra vida significará que también muchas otras cosas tendrán que cambiar, transformarse, vivirlas con un nuevo sentido y valor. Nuestra nueva forma de vivir tendrá que ser un signo para quienes nos vean de lo que es el Reino de Dios. ¡A cuánto nos compromete nuestra fe en Jesús!
Dice el evangelio que al tiempo que anunciaban el Reino ‘expulsaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban’. Quizá podríamos preguntarnos cómo vamos a realizar eso hoy. Porque no vamos a buscar al diablillo con ojos de fuego y rabo y un tridente, como las imágenes nos lo han presentado tantas veces y nos ha llenado la imaginación.
¿Cuáles son los demonios de nuestro mundo de hoy, cuáles son los males que lo acechan y que cuando se nos meten en nuestro corazón nos llevan a nosotros también al mal? Podemos pensar en el egoísmo que nos hace pensar tanto en nosotros mismos y nos vuelve insolidarios; podemos pensar en el materialismo de la vida que nos invade y nos hace consumistas o nos impide darle horizontes grandes a la vida; podemos pensar en tantas situaciones de injusticia que llevan al sufrimiento de tantos, que nos lleva a no respetar la dignidad de toda persona, que conduce a la miseria de los más pobres cada vez más pobres por el enriquecimiento egoísta e insolidario de los que se sienten más fuertes; podemos pensar en la violencia de todo tipo que hemos convertido en base de nuestro trato y de nuestras relaciones mutuas; podemos pensar en la falsedad e hipocresía con que vivimos la vida, en el lujo y el despilfarro que nos lleva a vivir desde las apariencias… en la muerte de tantos inocentes desde la violencia de las guerras, en el crimen abominable del aborto o la eutanasia… y así en tantas cosas más.
¿Queremos que nuestro mundo siga siendo así? ¿En el nombre de Jesús que expulsaba los espíritus inmundos, pero que vino a rescatarnos del mal con su redención no tendríamos nosotros que ir también expulsando ese mal de nuestro mundo? Es nuestra tarea. Primero, convirtiéndonos nosotros al Señor para que ese mal no entre en nuestro corazón y nuestras actitudes sean buenas, nuestros valores sean esos nuevos valores del evangelio, y así nos sintamos transformados desde lo más hondo para que nada de eso nos domine. Hemos de ser los primeros curados para que nuestra vida de justicia, de amor, de verdad, de paz sea un signo para cuantos nos rodean. ¡Cuánto tenemos que hacer en nuestra vida y también para transformar nuestro mundo y no sea nunca más el reino del mal sino que sea en verdad el Reino de Dios! El compromiso de nuestra fe. El compromiso por el Reino de Dios.
No siempre será fácil, como le sucedía a los profetas y como le anunciaba Jesús que les pasaría a los apóstoles - lo hemos escuchado esta semana en el texto paralelo de san Mateo - porque nuestra lucha contra el mal se tiene que convertir muchas veces en denuncia de ese mal y de esa injusticia. Y los poderosos no lo van a soportar ni permitir. Recordemos, en lo escuchado hoy en el profeta, que querían expulsarlo de Betel, la Casa de Dios, para que se fuera con sus profecías a otra parte porque sus palabras y los gestos de su vida incomodaban a los poderosos. ‘No soy profeta ni hijo de profeta, respondía, sino pastor y cultivador de higos, pero el Señor me sacó de junto al rebaño y me dijo: ve y profetiza a mi pueblo de Israel’. Así nos puede suceder también a nosotros.
‘Ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban’. Tenemos que ser los enfermeros de Dios para nuestro mundo. Como el médico o el enfermero que va aplicando la medicina, el remedio y la cura a los cuerpos enfermos para hacerles recobrar la salud, así nosotros a nuestro mundo enfermo, a tantos corazones tan llenos de sufrimientos y que no solo solo los sufrimientos derivados de una enfermedad física - que también - hemos de llevarles el aceite humilde y generoso de nuestra caridad, de nuestro amor, de nuestro servicio, de nuestra solidaridad, de nuestro consuelo, de nuestra compañía, de nuestra palabra de aliento, de nuestra sonrisa que les dé ánimo, que les levante el espíritu, que les sane el dolor del alma.
¿Se podrá decir que ya no se pueden hacer milagros, que no podemos hacer milagros? Creo que son muchos los milagros que podemos hacer como pequeños granitos de arena en gestos pequeños, humildes, sencillos pero llenos de amor y generosidad con los que podemos mitigar muchos dolores y sufrimientos de nuestros semejantes.
Como consecuencia de aquel espíritu del mal que tanto domina nuestro mundo y a tantos hace sufrir, como decíamos antes, nos encontramos, si somos capaces de abrir un poquito los ojos, mucho sufrimiento a nuestro alrededor, muchas soledades, muchas carencias de afecto, muchos corazones desgarrados, muchas angustias, muchas desesperanzas y desilusiones. Ahí nos envía Jesús con su misma misión, con su fuerza y con su gracia.
Bendito sea el Señor que nos ha confiado esta misión. Como nos decía san Pablo en la carta a los Efesios: ‘Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales… y nos eligió para que fuésemos santos e irreprochables ante El por el amor’. Que seamos irreprochables por el amor, que resplandezca así el amor en nuestra vida para que seamos en verdad signo del Reino de Dios para cuantos nos rodean. Que no nos falte la gracia y la fuerza del Señor para esa misión que nos ha confiado de ser testigos de su Reino.

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