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lunes, 21 de marzo de 2022

No envejezcamos la Palabra de Dios, no echemos a perder esa sal del evangelio, sintamos ese vigor de la nuevo que nos llevará a ser esos hombres nuevos del evangelio

 


No envejezcamos la Palabra de Dios, no echemos a perder esa sal del evangelio, sintamos ese vigor de la nuevo que nos llevará a ser esos hombres nuevos del evangelio

2Reyes 5, 1-15ª; Sal 41; Lucas 4, 24-30

Bien sabemos que es bien dificultoso el presentar ideas nuevas, nuevos planteamientos de la cosas, incluso artísticamente cuando surge un verdadero artista que no se contenta lo que habitualmente se hace sino que en su espíritu creador e innovador ideas cosas nuevas, nuevas líneas o conceptos en aquella faceta artística que él desarrolla, no siempre va a encontrar comprensión y aceptación de su obra, porque estamos acostumbrados al estilo de siempre y nos sentimos cómodos en lo que se hace siempre, porque tenemos miedo a la innovación que no siempre terminamos de entender.

Podemos referirnos a muchas facetas de la vida, aunque en el ejemplo propuesto me haya fijado más en esa faceta artística, pero nos sucede en los mismos planteamientos de la vida, en los planteamientos que queramos hacer para nuestra sociedad en la búsqueda de algo mejor, o nos podemos referir al tema de las ideas o de las ideologías, o los planteamientos éticos que se hagan a la sociedad.

Los innovadores siempre van a encontrar rechazo por buena parte de esa sociedad, aunque habrá por una parte quienes están deseosos de algo nuevo, pero también quienes incluso quieran manipularles para llevarles por el camino de sus intereses. No es fácil esa tarea innovadora, no es fácil tener visión de profeta de algo nuevo para nuestro mundo.

Difícil fue siempre la tarea de los profetas, porque desde el espíritu divino que aleteaba en su interior se sentían críticos de los comportamientos humanos y por eso su voz aparece como denuncia, pero que no era solo denuncia sino el ofrecimiento de un camino de mayor fidelidad pero que tenia que renovar la vida de los individuos, y también ser promotores de renovación de la sociedad en la que vivían.

Recordamos aquello que le decían a un profeta en Betel para que se apartara de aquel lugar sagrado y fuera con sus profecías a proclamarlas en otro lugar, molestaban sus palabras a quienes estaban allí acomodados y podían hacerles perder su prestigio o su posición. Pero el profeta no podía callar, sentía en su interior la voz de Dios que tenia que proclamar, aunque fuera rechazado.

Es lo que contemplamos en la vida de Jesús y es lo que contemplamos en concreto hoy en el evangelio. Está en la sinagoga de su pueblo, en Nazaret; primeramente todo eran alabanzas porque de entre ellos había salido y aquello podía darles hasta un cierto prestigio e incluso ganancia. Pero Jesús no va a contentar sus gustos y sus orgullos; no está allí como un prestidigitador o un curandero milagroso que les entretuviera o pudiera resolver algún problema. El está anunciando algo nuevo, es la Buena Noticia del Evangelio del Reino de Dios y eso tenía sus implicaciones y en cierto modo compromisos. Es lo que les cuesta aceptar.

Les cuesta aceptar además lo que les dice y las comparaciones que hace tanto de los tiempos de Elías como de Eliseo. La que recibió los beneficios de la presencia del profeta era una mujer fenicia, por tanto no del pueblo de Israel, y el que se sintió beneficiado por Eliseo fue un sirio, Naamán, mientras habría muchos leprosos en Israel.

Lo que era necesario no era el orgullo de la pertenencia a un pueblo determinado, sino la fe y la humildad que hubiera en sus corazones. Confió la mujer fenicia en la palabra del profeta y aunque era pobre y lo que le quedaba era lo mínimo para su subsistencia fue capaz de desprenderse para compartirlo con el profeta confiando en su palabra. Aunque a Naamán le costó humillarse para lo que le pedía el profeta, confió y se vio liberado de la lepra, por la fe que había puesto en los actos que realizaba.

Es lo que está pidiendo Jesús en la sinagoga de Nazaret. Una fe que les haga desprenderse de sus orgullos para escuchar y aceptar aquella palabra profética que Jesús estaba pronunciando en el anuncio del Reino de Dios. No tenían fe y no pudo hacer allí ningún milagro dirá el evangelista en un momento determinado. Pero es que los primeros entusiasmos se transformaron en odio para rechazar a Jesús y querer incluso despeñarlo por un barranco.

¿Cuál es la reacción que hay en nuestro corazón cuando la Palabra de Dios llega clara y tajante a nuestra vida, como espada de doble filo que diría el profeta y que penetra hasta lo profundo de nuestro ser? ¿Escuchamos? ¿Confiamos? ¿Nos dejamos interpelar por esa Palabra? ¿Abrimos nuestro corazón a la renovación que nos ofrece nueva vida?

La Palabra es profética, no porque, como hemos mal interpretado muchas veces, nos anuncie cosas futuras, sino porque es una Palabra viva que traerá renovación a nuestras vidas. ¿Queremos escuchar y sentir eso nuevo y muy concreto que la Palabra nos trae cada día? No envejezcamos la Palabra de Dios, no echemos a perder esa sal del evangelio, sintamos ese vigor de la nuevo que nos llevará a ser esos hombres nuevos del evangelio.

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