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martes, 12 de agosto de 2014

Hacernos niños, pequeños, los últimos es la grandeza del Reino de Jesús

Hacernos niños, pequeños, los últimos es la grandeza del Reino de Jesús

Ez. 2, 8-3, 4; Sal. 118; Mt. 18, 1-5.10. 12-14
La gota de agua que cae repetidamente y con constancia sobre un mismo lugar, aunque fuera una dura piedra, irá dejando poco a poco una huella que a la larga puede producir marcas mayores; el arroyo de agua que continuamente va bajando por el mismo cauce, aunque nosotros no nos demos cuenta a primera vista, poco a poco irá agrandando su cauce porque el correr del agua va como limando las asperezas de la roca y puede llegar a producir profundas gargantas; ¿qué son a la larga nuestros barrancos y hasta valles?
¿Por qué comienzo con estas imágenes? Sencillamente porque la Palabra de Dios que día a día va llegando a nuestra vida, en especial desde nuestras celebraciones y más aún si personalmente luego le dedicamos tiempo a su lectura y reflexión, poco a poco irá dejando su huella en nuestra vida para ir realizando esa transformación del corazón que el Señor nos pide con nuestra conversión.
Algunas personas a veces se quejan de que son siempre los mismos textos, que el evangelio se repite, o que vamos repitiendo las mismas o parecidas reflexiones; pero quizá tendríamos que preguntarnos si en verdad las vamos acogiendo en nuestro corazón y vamos cambiando y mejorando nuestra vida desde su escucha y reflexión. Somos repetitivos en nuestros fallos y defectos, porque siempre tropezamos en la misma piedra, por así decirlo, pues seamos repetitivos en la escucha de la Palabra que despierte nuestros corazones y nos mueva  a una sincera conversión al Señor. Pero ya sabemos cuanto nos cuesta; que caiga nosotros como aquella gota de agua a la que hacíamos referencia al principio para que poco a poco vaya marcando nuestra vida el espíritu del Evangelio.
Una vez más los discípulos andan preocupados por quien va a ser importante y el primero en el Reino de los cielos; cuántas veces discutían por el camino o se atrevían como los hermanos Zebedeos a pedir un lugar uno a la derecha y otro a la izquierda. Cuántas veces Jesús les había explicado y les explicará que en el Reino de los cielos no podemos andar con esas ambiciones y luchas de poder entre unos y otros para ver quien está  mejor situado como sucede entre los poderosos de este mundo. Claro que tenemos que ser sinceros y preguntarnos si muchas de esas luchas no han existido a lo largo de los siglos y siguen existiendo en nuestra Iglesia a pesar de todo lo que nos dice Jesús.
A la pregunta hoy sencillamente Jesús ‘llamó a un niño y lo puso en medio’. Seguro que les llamaría la atención ese gesto de Jesús. Pero ¿no fue Jesús el que le había dicho a Nicodemo que había que nacer de nuevo para entrar en el Reino de Dios? Y nacer de nuevo significa de nuevo hacerse niño para comenzar con un estilo y con un sentido distinto.
‘Os digo que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el Reino de los cielos. Por tanto el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el Reino de los cielos. El que acoger a un niño como éste en mi nombre, me acoge a mí’. Hacerse niño, hacerse pequeño, acoger a un niño… no es cualquier cosa. Pero, ¿cómo es la mirada de un niño? ¿cuáles son los deseos del corazón de niño? ¿qué es lo que te ofrece un niño continuamente por poco que tú pongas de tu parte?
No hay malicia en su mirada inocente ni en su corazón puro, hay siempre deseos de búsqueda y de saber que se traducen en sus múltiples preguntas y en su mirada atenta, siempre tiene el corazón abierto en disponibilidad para hacer lo que se le pida en una bonita actitud de servicio y de colaboración, su sencillez, su humildad… cuántas cosas podemos aprender; cuántas actitudes nuevas y limpias tenemos que meter de nuevo en nuestro corazón.
Qué lejos están esas actitudes y posturas de las que tenemos los mayores llenos siempre de miedos y desconfianzas, ambiciosos en nuestros pensamientos y deseos que nos pueden llevar incluso a destruir a cuanto pueda manifestarse como oposición u obstáculo que nos impida alcanzar esos deseos; qué lejos de esas ansias de grandezas, de dominio y de poder que nos pueden llevar a manipular lo que sea con tal de alcanzar nuestros objetivos. No pueden ser esas las actitudes de un seguidor de Jesús, pero ya sabemos como diablo nos tienta con los brillos del poder y de las grandezas humanas; recordemos la primera tentación del paraíso por donde iba.

Pidamos al Señor que nos dé ese corazón humilde y sencillo por el que no temamos hacernos pequeños y los últimos y servidores de todos. El ejemplo lo tenemos en María que siempre se consideró la humilde esclava del Señor.

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