Recordando
esa mirada de Dios, tan palpable hoy sobre María, y también sobre la historia
de nuestra vida, aprendamos a tener una mirada hacia los demás
1Samuel 1,24-28; Sal.: 1S 2,1.45.6-7.8;
Lucas 1,46-56
‘¡Me está mirando!’, es la reacción de
sorpresa de aquella persona humilde y sencilla que salió con sus convecinos al
paso de alguien importante de paso por aquel lugar. Alegría, gozo, fiesta en
aquellas gentes por el hecho de que aquel personaje pasara en medio de ellos,
pero alguien le sucedió algo especial en su interior al paso de aquel
personaje, se sintió mirada, no con una mirada cualquiera, una mirada que
podríamos decir de corrida y de forma general como estaba mirando a todos, sino
se dio cuenta que su mirada se posaba en ella. Algo sintió por dentro,
¿sorpresa? ¿Miedo quizás por lo que podría significar porque hay miradas que
son aterradoras? ¿Alegría porque era como una mirada de predilección que iba a
tener un significado posterior especial?
Así se sintió María. Desde que el ángel
la había sorprendido en su casa de Nazaret, desde que escuchó el saludo del
ángel que además la llamaba la agraciada ante de Dios – la llena de gracia, que
dice el evangelio – Ella estaba sintiendo en todo momento esa mirada de Dios
que se posaba en su corazón. No puede menos que desbordar de gozo su corazón y
cantar los mejores cánticos de alegría y alabanza a su Creador. Como saltando
por los montes, brincando entre las colinas, como decía el Cantar de los
Cantares ella había hecho aquel recorrido de Nazaret a las montañas de Judea dejando
oír su voz y su alegría por los caminos de Samaría y por las montañas de Judea.
Y si la música la llevaba en el corazón
resonando como en un eco por la alegría que recorría aquellos caminos y solo la
escuchaban los ángeles de Dios que la acompañaban, ahora en la confianza donde
se siente querida y amada ese cántico salta a gritos en perfecta entonación que
se convierten en la más hermosa melodía y que van a resonar fuerte entre los
valles y las montañas con prolongación de los siglos hasta nuestros días para
alabar y para bendecir al Señor. Es el cántico del Magnificat que hoy se nos
ofrece en el evangelio y que se ha convertido también en el cántico de la
Iglesia con el que cada tarde se bendice y se alaba también al Señor.
Alaba y bendice al Señor María porque
ha mirado, se ha fijado en la humildad de su esclava y el poderoso ha hecho
obras grandes en ella. Y recuerda María todo el camino de la misericordia del
Señor que se ha ido manifestando siglo tras siglo con su pueblo cumpliéndose
todas las promesas hechas por los antiguos profetas y que Dios un día hiciera a
Abrahán, su siervo. Todo va a cambiar, un mundo nuevo va a resurgir, las
promesas de Dios siempre se cumplen. No puede menos María que cantar al Señor.
Dios había puesto sus ojos en ella adueñándose de su corazón.
¿No será eso lo que nosotros también
hemos de sentir? La mirada de Dios ha estado siempre sobre nosotros, la mirada
del Señor nos ha acompañado y ha sido nuestra fuerza y nuestra guía. Quizás sintiéndonos
indignos quisiéramos ocultarnos de esa mirada de Dios, como le sucedió a Adán y
Eva en el paraíso después de su pecado, pero Dios nos ha seguido buscando. ¿Se
quería esconder Pedro cuando se sintió mirado por Jesús en el patio del pontífice después de su
triple negación? Lloraría Pedro su pecado – la tradición nos habla de los
surcos que cruzaban su rostro marcado por el río de sus lágrimas -, pero
tendría ánimos para porfiarle su amor y decirle que Jesús lo sabía todo y sabía
que a pesar de todo él le amaba.
Recorramos la historia de nuestra vida
que ha sido la historia de una mirada de amor de Dios sobre nosotros. Cuántas
veces se manifestado una y otra vez la misericordia de Dios sobre nuestra vida
en su mirada de amor. Podemos así levantarnos y dejarnos encontrar por Dios,
por su gracia, sentir la ternura de su mirada, ver cómo se derrama una y otra
vez la misericordia sobre nuestro corazón.
Recordando esa mirada de Dios, tan
palpable hoy sobre María, pero tan palpable también sobre la historia de
nuestra vida, hemos de aprender a volver nuestra mirada hacia los demás. Que a
través de nuestra mirada se siga derramando esa ternura de Dios sobre el
corazón de cuantos nos rodean, porque el Señor también en nosotros quiere
realizar obras grandes.
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