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sábado, 30 de diciembre de 2023

El testimonio de aquella anciana que servía al Señor en el templo noche y día es un reto para aprender a valorar a los pequeños y sencillos que con sus vidas nos hablan de Dios

 


El testimonio de aquella anciana que servía al Señor en el templo noche y día es un reto para aprender a valorar a los pequeños y sencillos que con sus vidas  nos hablan de Dios

1Juan 2, 12-17; Sal 95; Lucas 2, 36-40

El marco no dista mucho de lo que habitualmente sucede también en nuestros templos, en nuestras iglesias, como comúnmente decimos; no nos faltarán en nuestras celebraciones esas personas mayores, que prácticamente pasan casi todo su tiempo alrededor de nuestras Iglesias; personas buenas cargadas con el peso de los años, a las que ya no les obligan mayores responsabilidades familiares; personas muchas veces que viven solas, y que su momentos mejores de compañía es cuando vienen a nuestras celebraciones y que se apuntan a todo; que estarán pendientes de si hay que limpiar algo, colocar unas flores, adornar una imagen para una celebración o procesión; personas que no hacen daño a nadie, de una bondad natural, o aprendida también con el paso de los años.

Claro que cuando nos hacemos esta descripción tendríamos que hacer notar nuestros juicios, nuestras prevenciones, nuestras desconfianzas, o, al menos, la poca valoración que les damos. Otra tendría que ser nuestra mirada, otra tendría que ser la valoración que nosotros hiciéramos de esas personas.

Hoy nos encontramos, sí, en el evangelio, esta mujer anciana, de muchos años, y que muchos años se había pasado siempre alrededor del templo; era viuda, además nos hace notar el evangelista. Una mujer de una religiosidad grande, para ella todo su gozo era estar en el templo del Señor, era su servicio, era la manera de dar gloria a Dios; pero era una mujer de una mirada distinta, que sabía discernir muy bien donde estaba Dios, donde actuaba Dios.

Se unió también esa mujer al grupo que se había formado alrededor de aquel matrimonio con aquel anciano que hacía profecías tan maravillosas sobre lo que iba a ser aquel niño y también del sufrimiento de la madre. Hay sensibilidades que llaman los corazones. Y Ana se unió al cántico de alabanzas que había iniciado el anciano Simeón. Ella también alababa a Dios y hablaba del niño a cuantos aguardaban la liberación de Israel.

Un hermoso testimonio que nos ofrece hoy el evangelio con la presencia y la sensibilidad de esta anciana que viene a ser para nosotros también como un estimulo en esa búsqueda de Dios. Pero es también para nosotros como un reto que nos enseña a valorar esos gestos maravillosos que nos pueden ofrecen los que parecen pequeños e insignificantes. Ojalá supiéramos tener más en cuenta esas almas de Dios, que viven una religiosidad sencilla pero que en su humildad saben tener abierto el corazón a Dios.

Alejemos de nosotros esos orgullos de creernos sabios, de creemos que nosotros sí sabemos muchas cosas de Dios, esa vanidad en que muchas veces envolvemos nuestra vida y también nuestra religiosidad; sepamos ir a lo sencillo, sepamos tener esos pequeños gestos de valoración de los que parecen pequeños a nuestro alrededor pero que quizás con sus vidas nos están hablando mucho de Dios.

El texto del evangelio de hoy termina hablándonos de la vuelta de la Sagrada Familia a Nazaret. ‘Cuando cumplieron todo lo que prescribía la ley del Señor, Jesús y sus padres volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret’. Y nos resume en pocas palabras lo que fue el crecimiento de aquel niño. ‘El niño, por su parte, iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él’.

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