El
testimonio de aquella anciana que servía al Señor en el templo noche y día es
un reto para aprender a valorar a los pequeños y sencillos que con sus
vidas nos hablan de Dios
1Juan 2, 12-17; Sal 95; Lucas 2, 36-40
El marco no dista mucho de lo que habitualmente
sucede también en nuestros templos, en nuestras iglesias, como comúnmente
decimos; no nos faltarán en nuestras celebraciones esas personas mayores, que
prácticamente pasan casi todo su tiempo alrededor de nuestras Iglesias;
personas buenas cargadas con el peso de los años, a las que ya no les obligan
mayores responsabilidades familiares; personas muchas veces que viven solas, y
que su momentos mejores de compañía es cuando vienen a nuestras celebraciones y
que se apuntan a todo; que estarán pendientes de si hay que limpiar algo,
colocar unas flores, adornar una imagen para una celebración o procesión;
personas que no hacen daño a nadie, de una bondad natural, o aprendida también
con el paso de los años.
Claro que cuando nos hacemos esta
descripción tendríamos que hacer notar nuestros juicios, nuestras prevenciones,
nuestras desconfianzas, o, al menos, la poca valoración que les damos. Otra
tendría que ser nuestra mirada, otra tendría que ser la valoración que nosotros
hiciéramos de esas personas.
Hoy nos encontramos, sí, en el
evangelio, esta mujer anciana, de muchos años, y que muchos años se había
pasado siempre alrededor del templo; era viuda, además nos hace notar el
evangelista. Una mujer de una religiosidad grande, para ella todo su gozo era
estar en el templo del Señor, era su servicio, era la manera de dar gloria a
Dios; pero era una mujer de una mirada distinta, que sabía discernir muy bien
donde estaba Dios, donde actuaba Dios.
Se unió también esa mujer al grupo que
se había formado alrededor de aquel matrimonio con aquel anciano que hacía profecías
tan maravillosas sobre lo que iba a ser aquel niño y también del sufrimiento de
la madre. Hay sensibilidades que llaman los corazones. Y Ana se unió al cántico
de alabanzas que había iniciado el anciano Simeón. Ella también alababa a Dios
y hablaba del niño a cuantos aguardaban la liberación de Israel.
Un hermoso testimonio que nos ofrece
hoy el evangelio con la presencia y la sensibilidad de esta anciana que viene a
ser para nosotros también como un estimulo en esa búsqueda de Dios. Pero es también
para nosotros como un reto que nos enseña a valorar esos gestos maravillosos
que nos pueden ofrecen los que parecen pequeños e insignificantes. Ojalá
supiéramos tener más en cuenta esas almas de Dios, que viven una religiosidad
sencilla pero que en su humildad saben tener abierto el corazón a Dios.
Alejemos de nosotros esos orgullos de
creernos sabios, de creemos que nosotros sí sabemos muchas cosas de Dios, esa
vanidad en que muchas veces envolvemos nuestra vida y también nuestra
religiosidad; sepamos ir a lo sencillo, sepamos tener esos pequeños gestos de
valoración de los que parecen pequeños a nuestro alrededor pero que quizás con
sus vidas nos están hablando mucho de Dios.
El texto del evangelio de hoy termina
hablándonos de la vuelta de la Sagrada Familia a Nazaret. ‘Cuando cumplieron
todo lo que prescribía la ley del Señor, Jesús y sus padres volvieron a
Galilea, a su ciudad de Nazaret’. Y nos resume en pocas palabras lo
que fue el crecimiento de aquel niño. ‘El niño, por su parte, iba creciendo
y robusteciéndose, lleno de sabiduría; y la gracia de Dios estaba con él’.
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