Los
misterios grandes manifestados en lo pequeño e insignificante solo serán
capaces de contemplarlos quienes tienen una sintonía especial de Dios en los
ojos y el corazón
1Juan 2,3-11; Sal 95; Lucas 2,22-35
Quienes estuvieran contemplando aquella
mañana, quizás desde una distancia emocional o quizá por simple curiosidad, lo
que estaba sucediendo en aquellos pórticos del templo, no habría notado nada
especial, sino unos matrimonios, en general jóvenes, que se acercaban a hacer
las ofrendas rituales por el primogénito que les había nacido y a las
correspondientes purificaciones de las madres. Era una escena normal como otras
que cada día se sucedían en el templo aparentemente sin ninguna connotación
especial.
Pero alguien tenía una visión distinta.
Era un hombre de Dios que aguardaba impaciente la llegada del Mesías de Dios y
que allá en su interior había sentido el Espíritu divino que le aseguraba que
no cerraría sus ojos sin contemplar a ese enviado de Dios. Los misterios
grandes que se manifiestan en cosas pequeñas e insignificantes solo serán
capaces de contemplarlas quienes tienen una sintonía especial de Dios en sus
ojos y en su corazón. Es lo que sucedía en aquel anciano, y posteriormente también
en la que llamaríamos la profetisa Ana.
Se adelantó aquel anciano hasta
aquellos jóvenes esposos que con su niño en brazos se dirigían a realizar la
ofrenda prescrita. Y ahora todo serán gritos de alabanza y de bendición al
Señor porque le ha permitido que antes de cerrar sus ojos a la luz de este
mundo pudiera contemplar la luz de Dios que nos visitaba. ‘Ahora, Señor,
según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han
visto a tu Salvador… luz para alumbrar a las naciones, y gloria de tu pueblo
Israel’.
Todo son bendiciones y alabanzas pero también
serán anuncios proféticos. Será grande aquel niño, pero será ‘un signo de
contradicción’; y la contradicción comenzará para aquella madre que se une
gozosa también a ese cántico de alabanza, como ella había venido haciéndolo
desde que el ángel del Señor le anunciara las maravillas que Dios iba a
realizar en ella, pero se le anuncia ahora una espada de dolor que atravesará
su alma. Podíamos decir que María lo sabía. Conocedora era de las Escrituras
santas que tantas veces había rumiado en su corazón, y conocería pues los
cánticos del siervo de Yahvé que había proclamado el profeta Isaías y que son
toda una descripción de lo que iba a ser la pasión de su Hijo.
Pero era aquel Niño el que estaba
puesto también como signo de contradicción para todas las gentes. Más tarde
mientras uno lo alaban y bendicen, como bendecirán también los pechos que lo
alimentaron y el vientre que lo llevó, porque nadie ha hablado como este hombre
y Dios ha visitado a su pueblo, habrá quienes estén sin embargo acechando y buscando
como quitarlo de en medio. Y es que ante Jesús hay que decantarse siempre, o se
está con El o se estará contra El, y el que no esté con él no siembra sino que
desparrama. Será un signo de contradicción ‘para que se pongan de manifiesto
los pensamientos de muchos corazones’. Bien que lo veremos a lo largo de
todo el evangelio. ¿Qué significará para nosotros? ¿No tendremos que
decantarnos también ante El?
De una cosa si que tenemos que estar
seguros ya desde este primer momento, tenemos que saber sintonizar la sintonía
de Dios; hemos de aprender a tener unos ojos límpidos como los de aquel anciano
que aparece en aquellos momentos por el templo, para saber reconocer el actuar
de Dios, la presencia de Dios. Y será en lo pequeño y en lo que es nada
aparatoso, será en los gestos sencillos, será desde un corazón humilde y
abierto a Dios, será quien se deje conducir por el espíritu divino el que se
encontrará en los caminos de Dios y podrá encontrarse con Dios. ¿Serán esas las
actitudes de nuestro corazón?
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