En Jesús contemplamos el rostro misericordioso de Dios que llena de paz nuestro corazón
Hechos 13, 44-52; Sal 97; Juan
14, 7-14
‘Hace tanto tiempo que estoy con vosotros, ¿y aún no me conoces…?’
Fue la queja de Jesús a Felipe y en consecuencia al resto de los apóstoles ante
las preguntas que le hacían porque no terminaban de comprender lo que les
estaba diciendo.
Nos cuesta conocer a las personas, aunque pensemos que ya las
conocemos; nos cuesta introducirnos de verdad en el misterio de la persona y no
quedarnos en detalles, en superficialidades, en cosas externas por las que
fácilmente juzgamos y hasta tantas veces condenamos. Por supuesto me atrevería
a decir que cada persona es un misterio, porque encierra en si misma muchas
cosas que no siempre somos capaces de percibir. Conocer el pensamiento o el
interior de la persona no podemos llegar a él si la persona no se nos comunica,
abre su interior. Pero una mirada atenta a la persona, fijándonos bien en su
trayectoria, siguiendo atentamente sus palabras y lo que va manifestando de si
misma nos ayudará a comprender, a ir penetrando en ese misterio, como decíamos,
de la persona, para no quedarnos en superficialidades, que nos lleven a ese
juicio temerario, a la murmuración o a la critica a lo que nos sentimos tantas
veces tentados.
¿Será acaso una queja que Jesús también nos haga a nosotros? ¿Le
conocemos de verdad? Hemos venido reflexionando mucho sobre esto. Porque hay
ocasiones en que por nuestras actitudes y comportamientos, o incluso por la
manera de mantener nuestra relación con Dios, da la apariencia de que aun no
terminamos de conocer plenamente a Jesús. Y es que conocer a Jesús nos llevará
a conocer a Dios; en Jesús se nos revela todo el misterio de Dios. Por eso
decimos en nuestro lenguaje teológico que es el Verbo, la Palabra del Padre que
se nos revela.
Necesitamos de verdad escuchar a Jesús, su Palabra, su revelación de
Dios. Y es algo que muchas veces nos cuesta porque nos distraen tantos ruidos
de nuestro mundo. Hoy nos dice: ‘Si me conocéis a mi, conoceréis también a
mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto’. Es de donde surge la
petición de Felipe: ‘Señor, muéstranos al Padre y nos basta’. A lo que
Jesús le terminará respondiendo, tras su queja, ‘quien me ha visto a mí
ha visto al Padre’.
Jesús nos manifiesta con su
persona, con su vida, con sus palabras y gestos el rostro misericordioso y
lleno de amor de Dios. Ahí tenemos sus parábolas, como aquella parábola tan
hermosa y que tantas veces hemos meditado que nos manifiesta al padre compasivo
y misericordioso siempre dispuesto a acoger al hijo pródigo que se ha marchado
de la casa. Es el rostro de Dios.
Ahí tenemos también sus gestos, su
cercanía con los pobres, con los niños, con los que sufren, con los pecadores.
El no viene a condenar porque nos está manifestando al Padre misericordioso
siempre dispuesto a perdonar. Y acoge a los pecadores y come con ellos, y
siempre tendrá la palabra oportuna para salvar a la persona como cuando llega
ante El la mujer pecadora, y estará dispuesto incluso a disculpar para ofrecer
el perdón – ‘Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen’ – o
para abrir las puertas de la salvación eterna al pecador arrepentido que le
reconoce como el Señor y el Salvador – ‘hoy estarás conmigo en el paraíso’
–.
Qué gozo y que paz podemos sentir en
nuestro corazón; somos pecadores pero tenemos la certeza de los brazos amorosos
del padre que nos acoge y nos perdona y nos llena de vida. Es la maravillosa
revelación de amor que nos hace Jesús.
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