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sábado, 6 de diciembre de 2008

Lo que gratis habéis recibido, dadlo gratis

Is. 35, 1-10

Sal. 84

Lc. 5, 17-26

‘Dichosos los que esperan en el Señor’. Y vaya sí que podemos que decir que somos dichosos porque en el Señor hemos puesto nuestra confianza y nuestra esperanza. El es nuestro consuelo, nuestra fortaleza, nuestra vida. Porque el Señor ‘sana los corazones destrozados, venda sus heridas…el Señor sostiene a los humildes’.

A El acudimos con nuestros agobios y preocupaciones, con las heridas del alma y con las heridas del cuerpo de nuestras limitaciones, nuestras enfermedades, nuestras debilidades. El es nuestro descanso. Nuestra paz. Por eso acudimos con confianza a El.

De eso nos ha hablado el profeta. ‘Pueblo de Sión, habitante de Jerusalén, no tendrás que llorar, porque se apiadará a la voz de tu gemido: apenas te oiga, te responderá’. El profeta emplea imágenes de la agricultura, la ganadería y lo que era la vida y las preocupaciones principales de un pueblo que fundamentalmente era agrícola y ganadero: las cosechas, los ganados con sus pastos, el agua que mana abundante de los ríos y de todos los cauces de agua. ‘Cuando el Señor vende la herida de su pueblo y cure la llama de su golpe’. El Señor nos escucha siempre y será la paz de nuestro corazón.

Por eso, como decíamos, acudimos a él con todo lo que es nuestra vida. Y que no son sólo las necesidades materiales o nuestras enfermedades corporales. Son tantas cosas por las que sentimos preocupación en nuestro corazón, cuando estamos atentos a las necesidades o problemas de los nuestros; o cuando hay lucha en nuestro interior porque queremos avanzar en la vida, ser mejores, superar malos momentos, y algunas veces somos tentados, otras hay fracasos y retrocesos, o las cosas no avanzan como nosotros quisiéramos. Para todo y en todo momento el Señor tiene su mano amorosa, abre los oídos de su corazón atento, nos ofrece el bálsamo de su amor.

Es lo que vemos hacer a Jesús en el Evangelio. ‘Recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas, anunciando el evangelio del Reino y curando todas las enfermedades y dolencias. Al ver a las gentes se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor’. Es el actuar compasivo y misericordioso de Jesús. Es la manifestación de su amor. Es lo que nos hace poner toda nuestra confianza y esperanza en El. ‘Extenuados y abandonados…’ en nuestras soledades, en nuestros agobios innecesarios, en tantas cosas que nos duelen en el alma, en nuestros fracasos, en nuestra desorientación…

Pero hay un detalle del evangelio en el que quiero fijarme también. Al final nos dice: ‘Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis’. Todo esto que has recibido del Señor no es sólo para ti y para tu satisfacción personal. Si tú te has sentido protegido y acompañado por el Señor, gratis lo has recibido, ahora te toca a ti hacerlo a los demás, gratis has de darlo.

Cuando Jesús llama a los Doce ‘les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia’. Y cuando los envía a anunciar el evangelio, en las instrucciones que les da les dice: ‘… id a las ciudades descarriadas de Israel. Id y proclamad diciendo que el Reino de los cielos está cerca. Curad enfermos, resucitar muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios…’ La misma obra y misión de Jesús. Lo que ellos habían recibido de Jesús ahora tenían que hacerlo generosamente con los demás.

Nos sentimos acogida y escuchados por el Señor, por eso es lo que nosotros tenemos que hacer ahora con los demás. En el Señor hemos sentido consuelo, fortaleza, esperanza, es lo que ahora nosotros tenemos que repartir a los demás: consuelo, fortaleza, ilusión, ganas de vivir, ánimo, deseos de superación y crecimiento. Ese es el curar enfermos o arrojar demonios que nos dice Jesús en el evangelio. Esas enfermedades profundas de los hombres de hoy nosotros en nombre de Jesús tenemos que ir a curarlas también. Como en alguna ocasión hemos reflexionado, con nuestro amor tenemos que ser signos de la misericordia del Señor para los demás.

Esa es la tarea del camino del Adviento que estamos realizando. Porque en la medida en que te olvides un poquito de ti mismo, y te abras a los demás para sentir preocupación por ellos, te vas a sentir bien, porque lo que vas a sentir es que Dios está más dentro de ti. Y que Dios esté dentro de ti, no es para que te lo guardes para ti sólo sino para que en ese amor lo lleves a los demás.

Dichosos los que ponen su esperanza en el Señor. ‘Lo que gratis habéis recibido, dadlo gratis’.

viernes, 5 de diciembre de 2008

El señor llega e iluminará los ojos de sus siervos

Is. 29, 17-24

Sal. 26

Mt. 9, 27-31

Toda limitación o carencia en cualquiera de nuestros sentidos siempre nos produce incapacidad para llevar nuestra vida en lo que llamamos normal, pero cuando nos falta la luz en nuestros ojos todo se nos vuelve negrura y oscuridad. Y ya no es solo el decir que no podemos apreciar la luz del sol o los colores de la naturaleza, sino que anímicamente se produce esa negrura que nos puede impedir llevar de forma, digamos normal, nuestra relación con uno mismo, con los demás y con el mundo que nos rodea.

Es por eso quizá que la imagen de la luz que vence a las tinieblas es una imagen repetida en la Biblia para expresarnos el significado de la presencia de Jesús como Salvador en medio del mundo.

Muchos son los textos con esta referencia. Mencionamos aquel de Isaías que habla del pueblo que caminaba en tinieblas y vio una luz grande, una luz les brilló, y que precisamente la liturgia utiliza en la misa de la nochebuena de la Navidad del Señor. O es el texto de la liturgia de este día. Cuando todo se vuelve un vergel, o sea se llena de color y de vida en la profusión de las plantas y flores que brotan por doquier, nos dice: ‘aquel día oirán los sordos las palabras del libro; sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos. Los oprimidos gozarán con el Señor y los pobres gozarán con el Santo de Israel’.

No sólo nos habla de la luz que vuelve a los ojos del ciego, sino que eso tendrá muchas repercusiones en la vida, porque se sentirán liberados los oprimidos y los pobres se llenarán de alegría.

En el evangelio son muchos los textos de curaciones de ciegos. Los dos ciegos de los que nos habla hoy que acuden a Jesús, el ciego Bartimeo de Jericó, el ciego de las calles de Jerusalén que es enviado a Siloé a lavar sus ojos y vuelve con vista… Todo llega podíamos decir a su culminación cuando Jesús se proclama a sí mismo: ’Yo soy la luz del mundo…’

Jesús es nuestra luz. ‘El Señor es mi luz y mi salvación’, decíamos en el salmo. Con Jesús, con su luz nos llega la vida y la salvación. Con Jesús todo adquiere un nuevo sentido y valor. Con Jesús descubrimos las maravillas de Dios, porque El nos revela al Padre. Con Jesús podremos en verdad glorificar al Padre del cielo. ‘Pues cuando vea mis acciones en medio de él, santificará mi nombre, santificará el nombre de Jacob y temerá al Dios de Israel’, que decía el profeta.

Que no nos falte a nosotros esa luz. Que no nos falta Jesús sino que El siempre nos ilumine. Que no nos falte la fe. Jesús le preguntaba a aquellos ciegos del camino ‘¿créeis que puedo hacerlo? Y ellos respondían: Sí, Señor. Y entonces les tocó los ojos diciendo: Que suceda conforme a vuestra fe. Y se les abrieron los ojos’.

Así tenemos que dejarnos tocar por Cristo, dejarnos iluminar por su luz, para que nunca andemos en tinieblas. Que así sintamos la fuerza de su gracia renovadora en nuestra vida que nos arranque de las tinieblas para siempre. Es nuestra luz, nuestra salvación, la fuerza que necesitamos para nuestro caminar.

Muchas veces andamos en tinieblas, nos dejamos envolver por las sombras de la muerte y del pecado. Como aquellos ciegos tenemos que decirle: ‘Jesús, Hijo de David, ten compasión de nosotros’. Y El nos devolverá la luz y la gracia, el sentido de nuestra vida y el valor para caminar.

Mirad, el Señor llega con poder, e iluminará los ojos de sus siervos’. Nos sentiremos liberados, llenos de alegría. Con su luz toda nuestra vida tendrá un nuevo resplandor.

jueves, 4 de diciembre de 2008

Abrid vuestras puertas ciudades de paz

Is. 26, 1-6

Sal. 117

Mt. 7, 21.24-27

‘Bendito el que viene en nombre del Señor’, repetimos hoy con el salmo. Seguramente al decir estas palabras hemos recordado la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén que conmemoramos el domingo de Ramos con las aclamaciones de los niños y del pueblo. Es lo que cantamos y repetimos cada Eucaristía uniéndonos a los coros de los ángeles y los santos del cielo. Es lo que hoy nos ha dicho el salmo. Algo que nos vale perfectamente en este camino de Adviento que estamos haciendo bendiciendo a Dios que viene a nosotros como nuestro Mesías Salvador.

En una de las estrofas del Himno del Oficio de Lectura de la liturgia de las Horas en este tiempo del Adviento se dice: ‘Abrid vuestras puertas ciudades de paz, que el Rey de la gloria ya pronto vendrá. Abrid corazones, hermanos, cantad, que nuestra esperanza cumplida será’. Abrir las puertas al Señor que llega, o entrar nosotros por esas puertas al encuentro del Señor para darle gracias es algo a que nos invita repetidamente hoy la Palabra de Dios.

En el mismo salmo se dice: ‘Abridme las puertas del triunfo, y entraré para dar gracias al Señor’. Son puertas de triunfo y de gloria. Y evocando la entrada de Jesús en Jerusalén a la que hacíamos antes mención pienso en esa entrada de Jesús por la ciudad santa en la que se abrían sus puertas, se abrían las puertas del templo para la entrada del Señor, como se describe también en alguno de los salmos.

Pero ¿quién puede entrar por esas puertas del triunfo? El profeta nos da la pauta. ‘Abrid la puerta para que entre un pueblo justo, que observará la lealtad; su ánimo está firme y mantiene la paz, porque confía en ti. Confiad siempre en el Señor…’ Pueblo justo, pueblo leal, pueblo de paz, pueblo que se mantiene en firme fidelidad y confianza en el Señor.

Y en ese mismo sentido nos dirá Jesús en el evangelio quién podrá y quién no en el reino de los cielos. ‘No todo el que me dice, Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo’. Menos golpes de pecho, como se dice popularmente, y más vida recta en conformidad con los caminos del Señor.

Aceptar y acoger la Palabra de Dios, la voluntad del Señor en nuestra vida, pero en la práctica y en el actuar de cada día, es la manera de mantener esa firmeza en el Señor. Por eso a continuación Jesús nos hablará de la casa edificada sobre roca o la casa edificada sobre arena. Edifiquemos pues nuestra vida sobre roca, sobre nuestra Roca que es Cristo, que es Dios. ‘Confiad siempre en el Señor, porque el Señor es la Roca perpetua’, que nos decía el profeta. ‘Mejor es refugiarse en el Señor…’ decíamos también en el salmo. No nos refugiamos ni nos apuntalamos simplemente en nosotros mismos o en criterios humanos. Nuestro apoyo y nuestra fuerza, nuestro camino y nuestra vida es el Señor.

Entraremos por las puertas del triunfo cuando en verdad hayamos cimentado nuestra vida sobre esa Roca que es Cristo, sobre su Palabra y lo que es la voluntad de Dios, y el ponerlo en práctica en nuestra vida. Cuando comentábamos el libro del Apocalipsis escuchábamos que se nos decía, ‘a los triunfadores los sentaré en mi trono junto a mí’. Ya sabemos, pues, como llegaremos a ser esos triunfadores. Fundamentando nuestra vida en Cristo, escuchando su Palabra y cumpliendo su voluntad en nuestra vida.

Que se abran las puertas del triunfo para que entremos a dar gracias al Señor. Que en este camino del Adviento que estamos haciendo busquemos siempre ese plantar la Palabra en nuestro corazón y nuestra vida.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Un festín de vinos de solera

Is. 25, 6-10

Sal. 22

Mt. 15, 29-39

‘Aquel día se dirá: Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara; celebremos y gocemos con su salvación’.

Esta conclusión del profeta Isaías que nos invita a gozar y disfrutar de la salvación que nos trae el Mesías evoca en mí frases que he oído en ciertas ocasiones, expresión de vivencias y experiencias, después de haber tenido un grupo de personas algún tipo de convivencia hermosa; un encuentro familiar, un encuentro de amigos lleno de alegría y buena convivencia, donde todos compartían juntos no sólo quizá unos alimentos o una bebida, sino algo más hondo como puede ser la amistad. En mi propia experiencia como párroco, tras alguna convivencia organizada en la parroquia con diversos grupos o por distintos motivos, en más de una ocasión alguien al final de aquel rato de convivencia exclamó: ¡Esto sí que ha estado bueno hoy! Allí todo había sido armonía y paz; a un lado se dejaban los egoísmos y resentimientos; no cabía subirse a los pedestales del orgullo cuando todos nos sentimos cercanos los unos a los otros.

Es lo que nos viene a decir la Palabra de Dios que hoy hemos escuchado. Por una parte el anuncio del profeta Isaías.’Preparará el Señor para todos los pueblos en este monte un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares enjundiosos, vinos generosos’. Son las señales de los tiempos mesiánicos. Para todos los pueblos. Se arrancará el velo, el paño que nos separa y nos distingue unos de otros porque ya somos todos un solo pueblo.

Y es lo que nos viene a decir también el texto del Evangelio. ‘Acudió a El mucha gente llevando tullidos, ciegos, lisiados, sordomudos y muchos otros… y la gente se admiraba al ver hablar a los mudos, sanos a los lisiados, andas a los tullidos y con vista a los ciegos…’ Pero la fiesta aquel día en el desierto fue grande. Jesús no quería dejar marchar a la gente a sus casas de cualquier manera. Llevaban varios días con Jesús y las provisiones de aquellas gentes se habrían agotado. ‘…no tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que se desmayen en el camino…’ Sólo tenían siete panes y unos pocos peces. Pero el milagro se realiza. Todos comen hasta saciarse y hasta sobrarán siete cestas llenas.

Es la imagen de lo que significa la presencia de Jesús y de su salvación. Lo anunciado por el profeta y lo realizado por Jesús en el desierto es cómo quiere Jesús que sea nuestra vida con El, lo que los que creemos en El tenemos que hacer de nuestra vida y en bien de nuestro mundo. Esas tienen que ser las características del Reino de Dios que tienen que brillar en nosotros.

Esto lo decimos y lo estamos pensando mientras realizamos nuestro camino de Adviento y nos preparamos para la Navidad. Y no es sólo que nos preparemos para que en esa noche de Navidad hagamos una hermosa cena en familia. Lo cual también es bueno. Sino para que ese espíritu que resaltamos ahora en la navidad sea algo normal y corriente todos los días de nuestra vida, precisamente en razón de esa fe que tenemos en Jesús de quien nos decimos sus discípulos y seguidores.

Podría suceder que esa noche se tenga una hermosa cena y todos brindemos con alegría, pero luego el resto del año nuestra casa no sea un hogar verdadero sino algo así como una pensión a la que vamos en determinados momentos a comer o a dormir. Tenemos que hacer que en verdad nuestras casas sean hogares, donde nos sintamos a gusto, nos reunamos para comer o para estar juntos, vivamos el calor y la comunión de sentirnos familia; y esto no sólo en algunas ocasiones sino como norma y estilo de nuestra vivir.

Y decimos de nuestros hogares, pero decimos de nuestro mundo, de nuestra sociedad. Porque nos llamamos cristianos, creemos en el Dios que se hace hombre y al que vamos a contemplar nacido en Belén en la próxima Navidad, tenemos que lograr esa armonía, esa hermosa convivencia, esa paz en ese mundo concreto en el que nos movemos, entre nuestros amigos, con la gente con la que trabajamos, o con la que nos tropezamos todos los días.

Pongamos un poco de ese vino de solera, para que la vida en verdad sea esa festín de amor que Jesús quiere hacer de nosotros. El nos ayudará a superar todas esas cosas que son obstáculo para la convivencia y el amor. El sanará las heridas que se puedan ir produciendo en nuestro corazón. El será nuestra fuerza y nuestra vida para hacerlo realidad en nosotros cada día.

martes, 2 de diciembre de 2008

Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente

Is. 11, 1-10

Sal. 71

Lc. 21, 24

‘Que en sus días florezca la justicia y la paz abunde eternamente’, es el rezo, la súplica, la esperanza del pueblo de Israel en la espera de la llegada del Mesías. A ello les alentaban los profetas con sus profecías y ayudándoles a mantenerse fieles a la Alianza con el Señor. Era tanta el ansia que sentían por la llegada del Mesías que vislumbraban lo que iba a suceder en aquellos tiempos mesiánicos, podríamos decir, que lo veían, y esas son las descripciones que nos hacen en los libros proféticos.

Es lo que les comenta hoy Jesús a los discípulos en el Evangelio, después de dar gracias al Padre porque ha revelado el misterio de Dios a los sencillos y a los humildes. ‘¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Os aseguro que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis y no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron’.

Anuncia el profeta, en este hermoso texto que hoy se nos ha ofrecido, la venida del que está lleno del Espíritu del Señor y nos traerá la justicia y la paz. Es un texto semejante al que Jesús escogiera para leer en la Sinagoga de Nazaret en el inicio de su vida pública. Y nos habla del que está lleno del Espíritu de Dios: ‘espíritu de ciencia y discernimiento, espíritu de consejo y de valor, espíritu de piedad y de temor del Señor…’ Y nos describe el profeta las características de los tiempos proféticos, por eso nos habla de justicia, de paz, de lealtad, de equidad y rectitud, de cómo ha de desaparecer todo tipo de violencia y todo ha de llenarse de paz. Bellas y hasta poéticas son las imágenes que nos propone el profeta.

Pero una cosa hemos de tener en cuenta, nosotros estamos haciendo este camino de Adviento que nos prepara para la celebración de la Navidad. El Mesías de Dios, el Ungido con el Espíritu del Señor ya ha venido y ha realizado la salvación. Es lo que nosotros vamos a celebrar. Pero precisamente hemos de celebrarlo haciendo que todas esas características de los tiempos mesiánicos se realicen ya en nosotros. Son para nosotros las características del reino de Dios que nos anuncia Jesús.

Por eso lo mejor es que nosotros resplandezcamos con los dones y los frutos del Espíritu. ‘espíritu de ciencia y discernimiento, espíritu de consejo y de valor, espíritu de piedad y de temor del Señor…’ y tendríamos que añadir con lo que nos dice hoy san Lucas en el Evangelio. ‘Jesus lleno de la alegría del Espíritu Santo…’ No olvidemos que por nuestra unión con Cristo, configurados con El, hechos una sola cosa con El, estamos llenos del Espíritu. Recordemos cómo fuimos unidos en el Bautismo con el Crisma santa para ser con Cristo sacerdotes, profetas y reyes, y en la confirmación fuimos de nuevo ungidos para dársenos el don del Espíritu Santo.

Pues sí, que brillen en nosotros esos frutos del espíritu porque vivamos en esos parámetros de justicia, de paz, de lealtad, de equidad y rectitud, haciendo desaparecer todo tipo de violencia para que todo se llene de paz, y que brille también en nosotros la alegría del Espíritu.

Cuando llegue la navidad, y tras este camino de preparación que con toda seriedad vamos haciendo eso es lo que tiene que brillar en nuestra vida. Celebraremos entonces de verdad esa presencia salvadora de Jesús en nosotros. Haremos auténtica navidad porque ya no será sólo el recuerdo de aquel nacimiento del Hijo de Dios allá en Belén, sino que será un auténtico nacimiento en nuestra vida, porque estaremos más llenos de Dios.

Que en verdad nos dejemos iluminar por el Espíritu del Señor.

lunes, 1 de diciembre de 2008

Ven, caminemos a la luz del Señor

Is. 2, 1-5

Sal.121

Mt. 8, 5-11

‘Os digo que vendrán de Oriente y Occidente y se sentarán con Abrahán, Isaac y Jaco en el Reino de los cielos’. Es la respuesta reacción de Jesús a la fe de aquel hombre, un centurión romano, luego un gentil, que le pedía la salud para su criado. ‘Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie tanta fe’.

Es lo que viene a dar cumplimiento a lo anunciado por los profetas. Aunque los judíos fácilmente tenían la idea de que la salvación era algo exclusivo para ellos, y de todas formas tenía que pasar por la pertenencia al pueblo judío, los profetas habían anunciado claramente la universalidad de la salvación para todos los hombres.

Hoy lo hemos escuchado en el profeta Isaías. Cuando habla en su visión de lo que ve en el Monte Sión, continúa diciendo: ‘Hacia él confluirán los gentiles, caminarán pueblos numerosos. Dirán: Venid, subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob…’ Y terminará diciendo: ‘…ven, caminemos a la luz del Señor’.

¿Cómo ha de ser ese camino? ¿Qué cosas habríamos de tener en cuenta ahora que estamos al principio del Adviento que nos prepara para ir al encuentro del Señor?

En primer lugar que tengamos una fe grande como la del centurión romano que mereció la alabanza de Jesús. Grande era la fe de aquel hombre y grande la seguridad que le daba aquella fe. ‘Basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Porque yo también vivo bajo disciplina y tengo soldados a mis órdenes, y le digo a uno ve, y va; al otro ven, y viene, a mi criado haz esto, y lo hace’.

Grande la fe y grande la humildad. ¡Cómo tenemos que aprender! ‘¿Quién soy yo para que entres bajo mi techo?’ No somos digno ni merecedores, pero el Señor nos ama y nos regala sus dones. Por eso con humildad tenemos que acercarnos a El. Será otra de las cosas a tener en cuenta en ese camino.

Pero también hemos de dejarnos enseñar por el Señor. ‘El nos instruirá en sus caminos y marcharemos por sus sendas’, decía el profeta. El Señor nos regala continuamente su Palabra. Nos la está ofreciendo cada día cuando venimos a la Eucaristía. Pero en cada momento podemos acercarnos al Libro santo, a su Palabra. La podemos escuchar continuamente en nuestro corazón. Y nos habla a través de la Iglesia, fiel intérprete de la palabra y la voluntad del Señor.

Finalmente otra cosa hemos de poner en nuestro camino de Adviento: los deseos de paz. ‘Será el árbitro de las naciones, el juez de pueblos numerosos. No alzará la espada pueblo contra pueblo, no se adiestrarán para la guerra…’ Que no alcemos nunca la espada de nuestra palabra, o nuestros gestos, o nuestras actitudes, o nuestros olvidos, o nuestros resentimientos contra nadie. Esas espadas tienen que destruirse. Son otras las armas que tenemos que utilizar, nacidas del amor, del perdón, de la comprensión.

Que cuando en la noche de navidad los ángeles canten ‘gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que Dios ama’, lo sintamos hecho realidad en nosotros porque nosotros hayamos trabajado por la paz.

‘Casa de Jacob, ven, caminemos a la luz del Señor’

domingo, 30 de noviembre de 2008

Adviento, esperanza, luz, vida nueva con Cristo que viene

Is. 63, 16-17.19; 64, 2-7;
Sal. 79;
1Cor. 1, 3-9;
Mc. 13, 33-37

Cuando comenzamos el adviento decimos que comenzamos un tiempo de esperanza, porque llega la navidad. Una cosa fácil de decir es que hoy los hombres viven sin esperanza. ¿Será en verdad eso así? ¿hay esperanza en la vida? ¿cuáles son nuestras esperanzas?
Si miramos a nuestro alrededor sí que podemos decir que hay algún tipo de esperanza en las gentes que nos rodean. ¿No espera el enfermo curarse y alcanzar la salud? ¿No espera el padre o la madre la vuelta del hijo que se marchó, o el anciano o la anciana que entre por la puerta el hijo o al ser querido que viene todos o que hace tanto tiempo que no ve?
¿No esperamos todos que esta situación de crisis económica en que nos vemos envueltos se resuelva y acaben todos los problemas que están surgiendo en todos los ámbitos? ¿no espera el parado encontrar trabajo, el estudiante aprobar los exámenes o acabar sus estudios? ¿No esperamos ahora que viene la navidad que nos toque la lotería, nos hagan muchos regalos o toda la familia coma unida?
Esperanza… podíamos seguir haciendo lista con cada uno de los problemas que nos afectan y en los que tenemos esperanza de encontrar soluciones.
Pero todo esto, ¿qué tiene que ver la esperanza en la navidad que se nos acerca? O acaso, ¿esperamos navidad sólo porque son unos días especiales o son días de vacaciones y de fiesta?
Dios ¿qué tiene que ver el adviento y la navidad con todas nuestras esperanzas? O también podríamos preguntar ¿en nuestras esperanzas hay algún lugar para Dios?
Creo que es en lo que tendríamos que reflexionar, y darle un poquito de profundidad a la vida, a nuestra fe, a la navidad que se acerca o a lo que realmente somos como cristianos.
Muchas veces las preocupaciones las ponemos en cosas fuera de nosotros mismos y quizá esperamos que las soluciones nos vengan desde fuera, desde otros que sean los que tienen que darla, o, a lo más, desde arriba.
Dios quiere que nos metamos allá en lo más hondo de nosotros mismos y seamos capaces de ver la luz que El quiere poner ahí, dentro de nosotros. Y que esa luz nos ayude a descubrir cuál tiene que ser nuestra auténtica esperanza y cuál es el trasfondo verdadero que tienen esas nuestras humanas esperanzas.
Como creyentes tenemos que decir que viene el Señor, que es nuestra luz y nuestra salvación, y que esa luz y esa salvación que El nos trae tiene que tocar, iluminar, salvar y sanar allá en lo que hay más dentro de nosotros. Esa luz y esa salvación que el Señor nos ofrece nos es, ni algo impuesto a nuestra vida desde fuera, ni algo ajeno a lo que es nuestra vida de cada día.
En la lectura profética que hoy hemos escuchado en primer lugar, el profeta está hablando al pueblo que pasa por unos momentos difíciles en su historia; es la vuelta del destierro, la hora de reconstruir en todos los sentidos aquel pueblo que estaba destrozado y dividido. El profeta les hace mirar dentro de sí mismo para ver las cosas que no marchan bien en su vida, reconocer sus infidelidades, su olvido de Dios, sus divisiones y enfrentamientos.
Todos éramos impuros, nuestra justicia era un paño manchado, todos nos marchitábamos como follaje, nuestras culpas nos arrebatan como el viento. Nadie invocaba tu nombre ni se esforzaba por aferrarse a ti…’
El profeta les ayuda a sentir la presencia de Dios, que viene como lluvia que empapa la tierra, como fuego que derrite y purifica, y que se sientan como barro en manos del alfarero para dejarse trabajar por Dios. ‘¡Ojalá rasgases el cielo y bajases, derritiendo los montes con tu presencia! Bajaste y los montes se derritieron con tu presencia… Señor, tú eres nuestro Padre, nosotros la arcilla y tú el alfarero, somos todos obra de tu mano…’ Invoca la misericordia del Señor pero quiere ponerse en sus manos y dejarse transformar por él.
Pedimos también nosotros que venga el Señor y nos transforme, nos restaure, nos haga nuevos. Y el Señor quiere venir a nuestra vida, aunque nosotros muchas veces estamos ciegos y son otras las cosas que esperamos. El Evangelio nos habla de vigilancia, de estar atentos para sentir al Señor que llega a nuestra vida. ‘Mirad, vigilad… no sea que venga inesperadamente y os encuentre dormidos… velad’.
Iniciamos el tiempo del Adviento en este domingo. Es la presencia ya iniciada del Señor en nuestra vida. Nos preparamos es cierto para la Navidad, que no es sólo repetir aquellos acontecimientos de Belén. La llegada del Señor en la historia para hacerse hombre y traernos la salvación ya se realizó, por eso decimos presencia ya iniciada. Nos preparamos ahora nosotros porque queremos sentir esa presencia y esa salvación en nuestra vida, hoy y en nuestro mundo concreto.
Presencia del Señor que viene a colmar nuestras esperanzas más hondas. Presencia del Señor que nos hace anhelar también su venida gloriosa al final de los tiempos, donde lo alcancemos a El en toda plenitud. Porque esta triple dimensión tiene el tiempo del Adviento y la Navidad que se acerca.
Que de la misma manera que en ese signo de la corona del Adviento vamos enciendo una luz nueva cada semana, así vayamos dejándonos iluminar por el Señor y nos llenemos de la más honda esperanza de la salvación que el Señor nos trae a nuestra vida. Iniciamos un camino, un camino que tenemos que ir sembrando de luz y de esperanza. Luz que nos ilumine en las sombras mas hondas que podamos tener dentro de nosotros. Luz que nos haga mejores cada día. Luz que nos ayude a llenar de auténtica esperanza a nuestro mundo. Luz que nos ayude a descubrir la presencia de Dios en medio de nosotros.

sábado, 29 de noviembre de 2008

Dios nos ha preparado una felicidad eterna en los cielos

Apoc. 22, 1-7

Sal. 94

Lc. 21. 34-36

Dios nos ha creado para la felicidad. Y quiere para nosotros una dicha y una felicidad eterna, sin fin. Nos tiene reservado un cielo nuevo y una tierra nueva de dicha y de felicidad junto a El.

Pero esa voluntad de Dios la encontramos desde las primera página de la Biblia cuando nos habla de la creación y de la creación del ser humano. ‘Luego Dios plantó un jardín en un lugar del Oriente llamado Edén; allí colocó al hombre que había formado. Hizo brotar del suelo toda clase de árboles agradables a la vista y buenos para comer. Y puso en medio el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. Del Edén salía un río que lo regaba…’ Así se expresa la primera página de la Biblia para decirnos en tan bellas imágenes el deseo de Dios de la felicidad del hombre.

Ahora en la última página de la Biblia encontramos una descripción semejante para hablarnos de ese cielo nuevo que tiene reservado para el hombre. De esa dicha y felicidad eterna que Dios quiere para el hombre que ha creado y ha redimido. ‘El ángel del Señor me mostró a mí, Juan, el río de agua viva, luciente como el cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero. En la mitad de la calle de la ciudad, a ambos lados del río, crecía un árbol de la vida… y las hojas del árbol sirven de medicina a las naciones. Allí ya no habrá nada maldito… ya no habrá más noche ni necesitarán luz de lámpara o de sol, porque el Señor Dios irradiará luz sobre ellos, y reinarán por los siglos de los siglos’.

Es la descripción rica en imágenes de la felicidad eterna de ver a Dios cara a cara. ‘Lo verán cara a cara’, dice el Apocalipsis. ‘Lo veremos tal cual es’, nos dirá san Juan en sus cartas. Los vencedores, los que formarán parte de ese cortejo celestial, los que están marcados en la frente con la señal de la sangre del Cordero, podrán contemplar a Dios, podrán gozar de la dicha de la visión de Dios por toda la eternidad y por toda la eternidad cantarán el cántico nuevo de la alabanza al Señor.

Queremos llegar a esa dicha y a esa felicidad. Ahora nos toca seguir caminando en este mundo pero en la fidelidad al Señor. Pedimos al Señor, como termina el Apocalipsis, ‘Marana Tha, ven Señor Jesús’. Que gocemos ya anticipadamente de su presencia y de su gracia que nos fortalezca en nuestro camino.

El evangelio de hoy nos previene para que estemos preparados. ‘Tened cuidado…’, nos dice Jesús. Hay muchas cosas que se pueden apegar a nuestro corazón, muchas pasiones que se desbordan, muchas cosas que nos pueden esclavizar. ‘Tened cuidado… no se os eche encima de repente aquel día… estad siempre despiertos, pidiendo fuerza para escapar de todo lo que está por venir, y manteneos en pie ante el Hijo del Hombre’.

Esperanza y vigilancia. Atención para no dejarnos enrollar por la tentación y el pecado. Cuidado para vivir santamente de manera que un día podamos gozar de la visión de Dios y cantar eternamente sus alabanzas.

viernes, 28 de noviembre de 2008

Cielos nuevos y tierra nueva

Apoc. 20, 1-4.11 -21, 1

Sal. 83

Lc. 21, 29-33

‘Somos un pueblo que camina… buscando otra ciudad…. ciudad de eternidad…’ Es un canto que utilizamos muchas veces en nuestras celebraciones. Hoy nos habla el Apocalipsis de esa ciudad que no termina, de eternidad. ‘Y ví la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que descendía del cielo, enviada por Dios, arreglada como una novia que se adorna para su esposo’.

Hermosa visión la que nos ofrece hoy Juan en el Apocalipsis. Ha sido derrotado el dragón maligno y enviado al abismo. ‘Agarró al dragón, que es la antigua serpiente, el diablo o satanás, y lo encadenó para mil años…’ Nos recuerda la serpiente del Génesis que tentó a Eva, el diablo tentador que se atrevió a tentar también a Jesús, el maligno que tantas veces nos ha llevado y arrastrado por el camino del pecado.

Llega el momento del juicio universal y la entrada en la gloria. ‘Y ví también unos tronos y en ellos se sentaron los encargados de juzgar…’ Allí estaban en primer lugar los mártires ‘los decapitados por el testimonio de Jesús y el mensaje de Dios… éstos volvieron a la vida y reinaron con Cristo…’ Recordamos lo que ya hemos escuchado: ‘A los vencedores los sentaré en mi trono, junto a mí’.

Es el momento de la resurrección final. Es un artículo de nuestra fe. ‘Creo en la resurrección de la carne’, decimos en el Credo. ‘Ví a los muertos, pequeños y grandes, de pie ante el trono… el mar entregó sus muertos… y todos fueron juzgados según sus obras’.

La hora de la resurrección y la hora del juicio final. ‘Se abrieron los libros y se abrió otro libro, el registro de los vivos…’ Recordamos lo que escuchamos en el evangelio de Mateo sobre el juicio final. Y sabemos de qué vamos a ser juzgados, qué es lo que nos va a tener en cuenta Jesús. Por eso quienes están escritos en el libro de la vida, porque en verdad hayan llenado su vida de amor que es vida, serán llevados al cielo nuevo y a al tierra nueva, que nos tiene preparado. Quienes hayan llenado su vida de muerte, que no estén inscritos en el libro de la vida ‘serán arrojados al lago de fuego’.

Todo esto no es para el temor, sino para movernos al amor. Para que sintamos dentro de nosotros esos hondos deseos de cielo. ‘Esta es la morada de Dios con los hombres’, hemos repetido en el salmo. Pero allí también manifestábamos esas ansias y deseos de cielo, de poder contemplar cara a cara Dios, de gozar de su presencia, de iluminarnos con su luz. ‘Mi alma se consume y anhela los atrios del Señor, mi corazón y mi carne retozan por el Dios vivo…’

Que un día nosotros podamos ser de los que estemos inscritos en el libro de la vida. Que podamos vivir ese cielo nuevo y esa tierra nueva. Que podamos gozar de la dulzura del Señor. Que podamos con todos los santos en el cielo cantar eternamente la gloria del Señor.

jueves, 27 de noviembre de 2008

Se acerca la liberación y seremos dichosos de comer en el banquete de bodas del Cordero

Apoc. 18, 1-2.21-23, 19, 1-3.9

Sal. 99

Lc. 21, 20-28

‘Levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación…’ Con estas palabras ha terminado el texto del evangelio de este día. Jesús ha hablado de la destrucción de Jerusalén con todo detalle – cuando el evangelista escribió este evangelio ya se habían cumplido los anuncios de Jesús – y a continuación habla del final de los tiempos.

Ya sabemos el leguaje apocalíptico, como así se le llama – aunque sabemos que Apocalipsis es mucho más que eso -, que se suele emplear lleno de ricas imágenes para hablarnos del final de los tiempos. Pero lo importante no son la materialidad de esas señales, sino la aparición gloriosa de Jesucristo al final de los tiempos. ‘Entonces verán al Hijo del Hombre venir en una nube, con gran poder y gloria’. Es una imagen que se repite en distintos momentos del evangelio, como en el texto del Juicio final de Mateo que escuchamos el domingo, o cuando ante el Sanedrín Jesús dice que lo verán venir entre las nubes del cielo sentado a la derecha de la gloria de Dios.

Esto es lo importante, esa venida gloriosa del Señor, que es la señal del triunfo de Cristo, de nuestra total liberación. Es con lo que podemos conectar con el texto del Apocalipsis de este día. ‘¡Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero!’, nos ha dicho. Es el signo de la plenitud del Reino de Dios. Es la señal del triunfo del Cordero frente a la Bestia y al maligno. Participar en el banquete del Reino de los cielos, porque la victoria es de Cristo. Sabemos que en el Apocalipsis para hacer referencia a Cristo se menciona siempre el Cordero.

De esa victoria nos habla hoy el texto del Apocalipsis cuando nos habla de la caída de Babilonia. El nombre de esta ciudad es sinónimo de maldad y de pecado. La caída de babilonia es la victoria del bien sobre el mal, de Cristo sobre el pecado y la muerte. Por eso una vez más se prorrumpe en un cántico de alabanza.

‘Oí después en el cielo algo que recordaba el vocerío de una gran muchedumbre, cantaban: ¡Aleluya! La victoria, la gloria y el poder pertenecen a nuestro Dios; porque sus sentencias son rectas y justas…¡Aleluya!

Participamos ya de la victoria de Cristo. Pero es una lástima que habiendo vencido Cristo el pecado y la muerte con su muerte y resurrección nosotros sigamos volviendo a la muerte y al pecado. Nos dejemos seducir una y otra por la tentación del maligno y volvamos a ser derrotados con el pecado. Por eso, con qué intensidad tenemos que pedir una y otra vez ‘no nos dejes caer en la tentación, líbranos del mal’. Es nuestra lucha contra el pecado pero fortalecidos con la gracia del Señor que nunca nos falta. Los que fallamos somos nosotros dejándonos arrastrar por el pecado.

Aquí estamos ahora queriendo participar del banquete de la Eucaristía, el banquete de bodas del Cordero, que ahora como primicia y como prenda de la gloria futura nosotros celebramos aquí en la tierra. No somos dignos, tenemos que decirlo una y otra vez como el centurión del evangelio, pero aun así nos atrevemos a acercarnos porque confiamos en la palabra de Jesús que nos salva. No somos dignos, pero queremos sentir su fuerza y su gracia, por eso queremos alimentarnos del Pan de la Eucaristía que es Cristo mismo que como viático quiere venir a nuestro camino para ser nuestra fuerza.

‘Dichosos los invitados al banquete de bodas del Cordero’. Dichosos nosotros sí que ahora podemos participar de la Eucaristía pero que deseamos un día participar en ese banquete eterno en el cielo. Que allí podamos gozarnos por toda la eternidad. Que allí eternamente cantemos ese cántico nuevo a nuestro Dios.

miércoles, 26 de noviembre de 2008

El cántico del Cordero

El cántico del Cordero

Apoc. 15, 1-4

Sal. 97

Lc. 21, 12-19

‘En la orilla estaban de pie los que habían vencido a la bestia…. Tenían en la mano las arpas que Dios les había dado. Cantaban el Cántico de Moisés, el siervo de Dios, y el Cántico del Cordero…

Hasta aquí el Apocalipsis ha hablado de luchas y persecuciones; nos ha hablado del dragón y de la bestia, signos del mal que nos acecha; pero al mismo tiempo siempre hemos vislumbrado la gloria de Dios: al que está sentado en el trono, al Cordero degollado, el único que podía abrir el libro con los siete sellos; en torno al que está sentado en el trono y al Cordero hemos contemplado también los cuatro seres vivientes, los veinticuatro ancianos sentados en veinticuatro tronos, los ciento cuarenta y cuatro mil que estaban marcados en la frente con la señal del Cordero para hablarnos de los mártires y de los testigos, y finalmente una multitud considerable que nadie podía contar. Hoy nos habla de los que han vencido a la bestia.

Progresivamente hemos ido contemplando la gloria del Señor y ahora comienzan los cánticos, el cántico nuevo, el cántico de Moisés y el cántico del Cordero.Grandes y maravillosas son sus obras, Señor Dios Soberano de todo; justos y verdaderos tus caminos…’

Al hablarnos del cántico de Moisés – y antes nos ha hablado también de las siete plagas – está haciéndonos una referencia a la liberación de Egipto y a la Pascua. Este cántico de Moisés fue en el prorrumpió el pueblo que se veía liberado de la esclavitud de Egipto cuando ya atraviesan entre obras portentosas de Dios el mar Rojo. Atrás ha quedado la esclavitud y se abre ante ellos el camino de la libertad. Atrás ha quedado el enemigo derrotado y entonan la acción de gracias a Dios que hace tantas maravillas. ‘Cantemos al Señor, sublime es su victoria; carros y caballos ha arrojado al mar…’

Es el canto de la victoria el que ahora también escuchamos. Atrás han quedado también las persecuciones y el mal, porque en el Cordero todo es triunfo de la gloria de Dios.

Precisamente en el evangelio de este día Jesús anuncia persecuciones para los que quieren ser fieles discípulos. ‘Os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a los tribunales y a la cárcel… así tendréis ocasión de dar testimonio…’ Pero Jesús no nos deja solos. Con nosotros estará siempre la presencia de su Espíritu. ‘Yo os daré palabras y sabiduría a las que no podrá hacer frente ni contradecir ningún adversario vuestro…’ Y nos invita y nos da seguridad: ‘Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas’.

Jesús nos garantiza la victoria. ‘Yo he vencido al mundo’. Podemos también nosotros entonar el cántico nuevo, el cántico del Cordero. ‘¿Quién no te respetará? ¿Quién no dará gloria a tu nombre, si tú sólo eres santo?’

Es el cántico de la victoria. Es el cántico de la esperanza. ¡Qué bien lo vivieron aquellos cristianos de los primeros tiempos en las persecuciones! Así tenemos que vivirlo nosotros hoy también en un mundo muchas veces adverso. Pero siempre queremos cantar la gloria del Señor. Siempre queremos vivir en fidelidad y en esperanza.

martes, 25 de noviembre de 2008

Mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo

Apoc. 14, 14-19

Sal. 95

Lc. 21, 5-11

Miré y vi una nube blanca; sentado encima uno con aspecto de hombre, llevando en la cabeza una corona de oro y en la mano una hoz afilada’. Extraña imagen la que nos presenta el Apocalipsis. Una nube blanca, símbolo de la presencia y de la majestad divina. Una hora que nos hablaría de segar o de recoger cosechas. Uno con aspecto de hombre, nos viene a recordar al Hijo del hombre que aparece con gloria entre los ángeles para realizar el juicio de Dios.

Todo nos está hablando de la majestad y el poder de Dios. Esta imagen nos puede conectar con lo escuchado el pasado domingo sobre el juicio final. ‘El Hijo del Hombre sentado en su trono de gloria con todos sus ángeles’.

En estos días del final del año litúrgico y luego al comenzar el adviento también la Iglesia nos recuerda una y otra vez la última venida del Señor. Lo escucharemos también en los evangelios de estos días, aunque hoy nos habla por una parte de la destrucción de Jerusalén, aunque deja entrever también esa venida final. Es una parte de nuestra fe que no podemos olvidar, ni sólo pensar en ello en contadas ocasiones de nuestra vida. Cuando nos llegue la hora de nuestra muerte hemos de presentarnos ante Dios para el juicio. Y de eso nos está hablando hoy el Apocalipsis cuando nos habla de la siega y de la vendimia.

‘Ha llegado la hora de la siega, pues la mies de la tierra está más que madura. Y el que estaba sentado encima de la nube acercó su hoz y la segó’. Más adelante nos dirá de nuevo. ‘Arrima tu hoz afilada y vendimia los racimos de la viña de la tierra, porque las uvas están en sazón’.

Recordemos que en la Eucaristía, en una de sus oraciones, la dicha como embolismo al Padrenuestro, decimos. ‘…mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Señor Jesucristo’. Y en una de las plegarias eucarísticas mientras hacemos el ofrecimiento del Sacrificio de Cristo expresamos también esa esperanza: ‘Mientras esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos, en esta acción de gracias, el sacrificio vivo y santo’. Sería interesante repasar esta expresión de nuestra fe y esperanza en toda la liturgia, cosa que dejamos para otro momento.

Es la esperanza de la venida del Señor al final de los tiempos, de ese encuentro en plenitud con Dios, que es encuentro para el juicio, aunque tenemos la esperanza que sea en misericordia y benevolencia por parte de Dios. Pero que esta esperanza nos tiene que hacer pensar en nuestra vida, hacer que nos preparemos para ese encuentro y que entonces nos preocupemos de hacer buenas obras que llevemos en nuestras manos al vivir ese encuentro con el Señor.

Pero una cosa sí que hay que tener en cuenta y es que nuestra esperanza no la podemos vivir en parámetros de angustia y desesperación, sino que es esperanza en al amor. Llenemos nuestra vida de amor para que en el amor vivamos ese juicio de Dios. Muchas son, es cierto nuestras debilidades, flaquezas y caídas, pero grande es el amor y la misericordia del Señor. Aunque también tenemos que evitar la presunción de decir que vivimos nuestra vida de cualquiera manera, porque como al fin el Señor es misericordioso, siempre vamos a tener el perdón. Tenemos garantía de perdón porque es así el amor de Dios, pero por nuestra parte tenemos que llenar nuestra vida de obras de amor.

Que no nos falte nunca la paz en nuestro corazón.

lunes, 24 de noviembre de 2008

Este es el grupo que viene a tu presencia, Señor

Este es el grupo que viene a tu presencia, Señor

Apoc. 14, 1-5

Sal. 23

Lc. 21, 1-4

‘Este es el grupo que viene a tu presencia, Señor’. Es lo que hemos repetido en el salmo. ¿Cuál es ese grupo? ¿a quiénes se refiere?

Podemos decir de entrada que se está refiriendo a nosotros. Cada mañana nos acercamos al Señor ya sea en nuestro oración con la que ofrecemos nuestro día al Señor, o ya sea en la participación en la celebración de la Eucaristía Venimos al encuentro con el Señor. Queremos sentirnos en su presencia. Queremos sentirnos inundados de su presencia.

Pero a algo más quiere referirse este salmo que hemos recitado a continuación de escuchar la proclamación del libro del Apocalipsis. Juan tiene una nueva visión. Contempla la gloria del Señor y al Cordero. ‘Yo, Juan, miré y vi al Cordero de pie sobre el monte Sión…’ A su alrededor los cuatro vivientes, los veinticuatro ancianos, y una multitud de bienaventurados, ‘y con él ciento cuarenta y cuatro mil que llevaban grabado en la frente el nombre del Cordero y el nombre de su Padre’. Todos entonan un cántico nuevo, ‘que nadie podía aprender fuera de los cientos cuarenta y cuatro mil…’

Son los bienaventurados del cielo. Son los que han sido fieles y en aquel momento se podía decir que eran los mártires que habían dado su vida, derramado su sangre por su fidelidad. ‘Ellos son el cortejo del Cordero a donde quiera que vaya’.

Nosotros también queremos unirnos a ese ‘cortejo del Cordero’. Quisiéramos también poder entonces ese cántico nuevo. Y podemos recordar una cosa. También nosotros estamos marcados. Recordemos nuestro bautismo. Una y otra vez volvemos a nuestro bautismo porque su espiritualidad es esencial para la espiritualidad del cristiano. Recordemos que lo primero que se nos hizo cuando fuimos introducidos a la Iglesia fue marcarnos con la señal de Cristo Salvador, con la señal de la cruz, aunque después también fuimos ungidos con el óleo y el crisma santo. Somos también los marcados. Podemos formar parte de ese cortejo.

Sin embargo reconocemos que nos falta algo, porque en nuestra vida no siempre hemos sido irreprensibles. Nos hemos llenado de pecado. ‘¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro?’, se preguntaba el salmista. ‘El hombre de manos inocentes y puro corazón, que no confía en los ídolos. Ése recibirá la bendición del Señor. Éste es el grupo que busca al Señor, que viene a tu presencia’, responde el mismo salmo.

Pero recordemos otro texto del Apocalipsis, que estos días no vamos a escuchar, pero que sí lo hicimos el día de todos los santos. Nos describía entonces ‘una muchedumbre inmensa que nadie podía contar de toda raza, lengua y nación, con vestiduras blancas y con palmas en sus manos… ¿Quiénes son y de dónde han venido? Esos son los que vienen de la gran tribulación y han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero’.

Una referencia a los que venían del martirio. Pero una referencia a nosotros también, que aunque pecadores, queremos ser fieles y nos lavamos y purificamos en la sangre del Cordero. En Cristo nos sentimos purificados, limpios, hechos dignos de participar en ese cortejo y poder también cantar ese cántico nuevo.

No sabemos si el Señor nos concederá la gracia y la gloria del martirio – eso está oculto en el misterio de la voluntad de Dios – pero sí sabemos que nosotros podemos ser testigos en nuestras luchas, venciendo en la tentación, haciéndonos fuertes en nuestras debilidades, caminando con firmeza fortalecidos con la gracia del Señor frente a adversidades y contrariedades, frente a sufrimientos y también a incomprensiones por parte de los demás. Ahí tenemos que ser testigos, ahí tenemos que ser mártires.

Que el Señor nos conceda la gracia de que un día podamos unirnos a ese cántico eterno, formar parte de ese número de los escogidos ‘el grupo que busca al Señor’, que podamos cantar en ese ‘cortejo del Cordero’ ese cántico nuevo por toda la eternidad.

domingo, 23 de noviembre de 2008

Heredad el Reino preparado para vosotros…


Ez. 14, 11-12. 15-17; Sal- 22; 1Cor. 15, 20-26.28; Mt. 25, 31-46

Llegamos a la finalización del año litúrgico y en este último domingo celebramos la Solemnidad de Jesucristo, Rey del universo. Cristo, Señor del tiempo y de la historia, meta hacia la que camina toda la humanidad y toda la creación. El próximo domingo iniciamos un nuevo ciclo con el Adviento disponiéndonos a hacer de nuevo el recorrido por todo el misterio de Cristo.
¿Qué significa que proclamemos a Jesucristo, Rey del Universo? ¿Qué sentido tiene nuestra celebración? Este domingo es la culminación del todo el año litúrgico y podríamos decir que es como un resumen de todo lo que hemos ido viviendo y celebrando a través del año litúrgico.
Comenzamos escuchando la invitación a la conversión porque llegaba el Reino de Dios. Un primer anuncio y un primer paso en nuestra vida, convertirnos al Señor. Terminamos diciendo, el Reino de Dios está aquí; es una realidad comenzada y que avanza progresivamente en nuestra vida, para llegar a la total madurez y plenitud al final de los tiempos.
Llega el Reino de Dios. Jesús lo anuncia y lo realiza. Nos invita a creer en El y convertir nuestra vida. Porque llega el Reino de Dios. Sus palabras, sus obras, su vida, su amor, su entrega lo realizan.
Nosotros estamos en camino. Creemos en Jesús y queremos vivir su Reino. Nos convertimos a El y le reconocemos como nuestro Rey y Señor. Algo más hondo que aquel reconocimiento de las gentes que querían hacerle rey porque les daba a comer pan milagrosamente en el desierto. Nosotros queremos hacerlo realidad en nuestra vida de cada día con nuestras obras, con nuestro amor, con nuestra nueva forma de vivir queriendo acomodarnos al sentido de su Evangelio.
Caminamos hacia la plenitud final donde ya sabemos de qué nos va a examinar El. Sabemos cuál es la pregunta de ese examen final. No vamos a ser preguntados por lo que creemos sino por lo que hemos amado. Por eso nos preparamos y es lo que queremos vivir a pesar de todas nuestras limitaciones y debilidades.
‘Heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo’, nos dirá. Y ¿qué es lo que nos ofrece? La vida eterna, el Reino eterno. Cristo es la garantía de que vamos a alcanzar esa vida eterna, ese Reino eterno. ‘Cristo resucitó de entre los muertos, el primero de todos’, nos decía el apóstol Pablo. Es cierto que con Adán entró la muerte en el mundo, pero ha venido Cristo para traernos la vida, y la vida eterna. ‘Por un hombre, por Adán vino la muerte… murieron todos; por Cristo ha venido la resurrección… todos volverán a la vida’. El es la primicia, pero con él será aniquilado el último enemigo la muerte. Por eso con Cristo todos estamos llamados a la heredad eterna, a la vida y el Reino eterno.
¿Por qué podemos merecer heredar el Reino en plenitud? Porque en el camino de la vida eso es lo que hemos querido vivir, el Reino de Dios. Pero no ha sido solo el voluntarismo de decir que queremos vivir el reino de Dios, sino que hemos querido poner de verdad amor en nuestra vida para hacerlo realidad en nosotros y cada día un poquito más en nuestro mundo. Hemos entrado a formar parte del Reino porque hemos querido vivir en el amor. Ese es el eje vertebrador del Reino de Dios. Es, como decíamos antes, de lo que en ese momento de la plenitud final se nos va a examinar y lo que hemos ido queriendo hacer en nuestra vida, incluso con nuestras debilidades y flaquezas.
‘Porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber; fui forastero y me hospedasteis; estuve desnudo y me vestisteis; enfermo y me visitasteis; en la cárcel y vinisteis a verme… ¿Cuándo te vimos hambriento… sediento… forastero… desnudo… enfermo o en la cárcel?... os aseguro que cada vez que lo hicisteis con uno de éstos, mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis’
¿Has compartido un pedazo de pan o un vaso de agua? ¿has sido acogedor con el otro, ya fuera de color o inmigrante, ya fuera de tu agrado o quizá más antipático o repulsivo, fuera quien fuera? ¿Has sido capaz de abrir los oídos del corazón para escuchar y para secar unas lágrimas de soledad o para calmar un sufrimiento del alma o del cuerpo? ¿has sabido detenerte a la vera del camino de la vida sin prisas para hablar con el que pasa o para ayudarle a encontrar un camino? ¿has sabido ser cireneo que ayuda a cargar con la cruz de los demás haciéndoles menos penoso el camino? Lo hiciste con el hermano, lo hiciste a Cristo también.
Para compartir no hacen falta muchas riquezas ni muchas cosas sino solamente un corazón compasivo y misericordioso, un corazón que sabe escuchar, unos ojos que saben mirar con una mirada nueva, una disponibilidad para saber acoger y un deseo de poner el corazón a tono para amar siempre.
Hoy proclamamos que Jesucristo es en verdad el Rey de nuestra vida. Lo proclamamos y lo celebramos.
Lo hemos sentido como buen Pastor que ha caminado a nuestro lado dándonos el mejor alimento para nuestra vida y el mayor consuelo para nuestros necesidades y sufrimientos.
Lo hemos visto subir como Sacerdote eterno, ungido con el óleo de la alegría, hasta el altar de la Cruz para ofrecerse como víctima de expiación para liberarnos de la esclavitud del pecado y de la muerte y consumar así el misterio de la redención humana.
Hoy lo contemplamos como Rey de todo el universo que presenta la creación entera ante el Padre, como el reino eterno y universal, como el reino de la verdad y de la vida, como el reino de la santidad y de la gracia, como el reino de la justicia, el amor y la paz.
Hoy lo proclamamos con toda nuestra vida, lo cantamos con la mejor alabanza, lo celebramos con la más hermosa acción de gracias, porque por Cristo, en Cristo y con Cristo queremos en la unidad del Espíritu rendir todo honor y toda gloria a Dios Padre por los siglos de los siglos.