El
perfume de una madre que nos llega desde lo alto del calvario, de quien está al
pie de la cruz
Timoteo 2,1-8: Salmo 27; Juan 19,25-27
Cuando llegamos de nuevo a casa, quizás
después de largo tiempo ausentes, o quizás después de malas rachas que hayamos soportado
en los avatares de la vida, quizás cansados después de un largo y agotador día
de trabajo, o sencillamente porque hemos salido y hemos andado entretenidos en
la vida, lo primero que saboreamos probablemente sea el olor de la madre, quizás
aspiramos su perfume – cada uno tiene su característico olor – o escuchamos su
sonrisa que suena a música, nos llega el olor que se desprende de la cocina, o
sentimos el rumor de sus pasos, echamos de menos sus caricias y su abrazo o
acaso su hombre sobre el que descansar; aunque estuviera ausente sabemos que es
su casa y disfrutamos de su acogida o de sus palabras de consuelo en nuestros
llantos, de su silencio que sin embargo nos hace sentir su presencia aunque
ahora sea de forma misteriosa, o su mirada siempre llena de comprensión, lejos
de reproches, con su paciencia infinita para esperarnos aunque tardáramos en
llegar. Es el sabor de hogar, es el cariño de una madre que nunca nos falta, es
la acogida de los brazos siempre abiertos, es la mirada comprensiva pero que en
silencio nos hace superar nuestros cansancios. Necesitamos de la presencia de
esa madre, aunque solo sea de una forma espiritual o virtual porque no siempre
sea posible esa presencia física a nuestro lado.
Hoy Jesús nos regala una madre, nos
regala a su madre. Desorientados y sin saber que hacer o como iban a terminar
todo aquello, perdidos porque no encontraban salida y casi les parecía todo un
fracaso, escondidos y temerosos porque a ellos podía pasarle lo mismo, buscando
refugio sin saber a qué atenerse o donde podrían encontrar quien los acogiera a
ellos que parecían unos perdidos y fracasados, así andaban los discípulos; solo
uno se había atrevido a seguir la comitiva hasta el calvario porque quien se
había aventurado al principio a llegar hasta el patio de la casa del Pontífice,
todo lo había resultado peor porque al final había negado conocerle, cuando
tanto había confiado Jesús en El haciéndole promesas que ahora parecía que no
se podían cumplir.
Y allí estaba, al pie de la cruz, junto
a aquellas pocas mujeres que se habían arriesgado a acompañar a María. Allí
estaba quien seguía manteniendo su amor por Jesús aunque no supiera en qué iba
a terminar todo a pesar de los anuncios y promesas de Jesús. Como se diría
siempre de él era el discípulo amado. Y había recibido un regalo.
Necesitaban el olor de una madre,
necesitaban quien abriera el corazón para acogerles ahora que estaban tan
desesperanzados, necesitaban aquella sonrisa y aquella mirada que les sabía al
perfume de un ramo de rosas. Y Jesús les había hecho aquel regalo. No era solo
para aquel discípulo que se había arriesgado a llegar hasta el calvario, aunque
él fuera quien directamente escuchara las palabras y las promesas de Jesús. ‘Ahí
tienes a tu madre’. Era a Juan a quien se lo estaba diciendo, pero en Juan
estaban todos los discípulos, todos los que querían seguir manteniendo su amor
por Jesús, quienes a pesar de andar tan perdidos seguían añorando el perfume y
la presencia de una madre.
¿Nos sentiremos allí representados?
Porque el evangelio no es para uno solo, las buenas noticias tienen que
difundirse y todos participar de la alegría que reciben con ellas. Aunque Juan
fuera el que se la llevara a su casa, era para nosotros, era para todos. La
Iglesia seguiría sintiendo la añoranza de una madre, la necesidad de tener una
madre a su lado, y desde entonces allí estaría María. Todo el verdadero discípulo
de Jesús lo comprende, porque todo verdadero discípulo de Jesús tiene que saber
lo que es la acogida, no solo por sentirse acogido, sino porque estaría siempre
con los brazos abiertos para recibir y para acoger. ¿Cómo no iba a hacerlo con
aquel regalo que desde la cruz Jesús les estaba haciendo?
Nosotros también queremos recibirla en
nuestra casa. Nosotros también queremos estar junto a ella al pie de la cruz,
porque sabemos que ella va a estar siempre a nuestro lado cuando estemos en
nuestra cruz, en nuestra soledad, con nuestro corazón perdido, en nuestros
miedos y cobardías, en las veces que caminemos sin rumbo. Y aquí podemos pensar
y podemos decir muchas cosas. Dejemos que fluya el corazón, que se derrame
nuestro amor también por María. Es la Madre, nuestra madre. No la podemos
dejar. La que siempre nos a hacer disfrutar del perfume de su vida. De ella
aprenderemos además a ser siempre acogedores, a ir mostrando ese lado de la
ternura de nuestro corazón.
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